Contemplar es dejarse afectar.
«La contemplación es una cumbre en la cual Dios se comienza a comunicar y manifestar al alma. Pero no acaba de manifestarse, solo asoma» (San Juan de la Cruz)
Contemplar no quiere decir que seamos transportados en raptos místicos hacia algún lugar más allá de nuestra realidad. Ni sufrir éxtasis que nos desliguen de nosotros mismos. Los grandes contemplativos de la historia siempre han visto con suspicacia esos estados, como prueba de una íntima relación con Dios. La contemplación, más que apartarte de la realidad concreta, te sumerge aún más en ella.
La persona contemplativa es la que se nutre de las vivencias de cada día, de los momentos de gozo y de felicidad, suyos o de otras personas de su entorno vital, para mostrarse agradecida, exultante, dichosa. Sintiendo en todos los poros de la piel la satisfacción que le produce el júbilo que le embarga.
Pero la contemplación verdadera no se da únicamente en los momentos buenos de la vida, en los aspectos positivos que encontramos en los diferentes frentes de la existencia. Una contemplación auténtica se sumerge igualmente en el lado oscuro de la realidad, en las experiencias de sufrimiento, dolor, desesperanza, desamor, marginación y exclusión…
Contemplar es dejarse afectar, que las experiencias impacten en el corazón, más aún, en las entrañas, para sentirlas como propias, en lo más íntimo de nosotros mismos. Y desde ahí, desde la identificación, nos mostrará la otra cara de la realidad, la visión que nos quiere presentar, el mensaje que nos desea transmitir. Contemplar es como mirar a través de un cristal limpio: no es otra la imagen que ves del otro lado, pero sí que identificas en plenitud su contorno, cada detalle, hasta los imperceptibles al ojo humano.
Contemplar es observar con limpidez, sin prejuicios, con atención y desinteresadamente. Es mirar con el corazón, desde la más profunda humanidad que se haya dentro de nuestro ser.
En la contemplación de un rostro se refleja la imagen que somos en nuestra más primigenia identidad. En la contemplación de un río se nos muestra la fugacidad de todo y la confianza de la hoja que se deja llevar plácidamente por la corriente. Al contemplar el otoño gozamos de los distintos colores de la naturaleza, y nos invita a cambiar, sin perder la propia identidad que está en nuestra savia vital. Dejarnos impactar por la contemplación del dolor, el sufrimiento, la enfermedad, la exclusión, la muerte… nos lleva a conmovernos, a com-padecer con la persona desconsolada, afligida, angustiada, como un impulso para ayudarla a bajar de su cruz y que renazca con nuestro apoyo y solidaridad a una vida nueva…
Contemplar no es desentenderse de la realidad, sino dirigir la mirada interna, con los ojos y los oídos abiertos, para captar todo lo que se nos comunica y así poder captar el sentido de los hechos, tantas veces imperceptible y difuso.
Así vamos descubriendo (entre luces y sombras, certezas y dudas, satisfacciones y padecimientos, en medio de la dura y resplandeciente cotidianidad), en lo más profundo de nuestro espíritu, en las tripas y en la piel, que la auténtica contemplación nos hace vislumbrar retazos del misterio que asoma, se oculta, nos envuelve y, a la vez, nos hace cada día más humanos, más libres.
«Felices quienes contemplan sin pensar que contemplan, quienes no se sienten superiores por vivir contemplativamente, quienes contemplan al mirar, al respirar, al abrazar».
(Espiritualidad para tiempos de crisis, Ed. Desclée/RD)
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