Adorar en espíritu y verdad: Religión de vivos, no de muertos
Del blog de Ramón Hernández Martín Espeza radical:
Obviamente, aunque toda religión se circunscriba o concrete en fomentar una forma de vida humana que tiende ineluctablemente a su mejora, hace forzosamente una referencia a la divinidad y nace precisamente de su relación con ella. Mientras trata de implantar la justicia y fomenta la solidaridad entre los seres humanos, toda religión que se precie establece lazos con la divinidad en que se apoya y de cuya benignidad se nutre. Para los cristianos, el viejo Dios de Israel, el que se hizo presente en la peña de Horeb de la que manaba agua (primera lectura de la liturgia de hoy), sigue siendo fuente de agua viva o manantial incluso del ser que somos, el compañero fiel de viaje que nos acompaña a lo largo de la peregrinación que es la vida, sobre todo cuando surgen problemas que nos desbordan, cuando nos llenamos de llagas que torturan o cuando nos dominan miedos que encogen el ánimo. Todo lo creado, incluso lo que nos parece negativo o contraproducente, emana de Dios y se nutre de él mientras dura y desempeña su función correctora o vivificadora.
El evangelio de hoy nos presenta a Jesús en Sicar, el pueblo samaritano en el que había un “manantial de Jacob”, pidiendo agua a una “pecadora” para saciar su sed de predicador itinerante, al tiempo que le ofrece a ella a cambio el “agua viva” que brota de la roca providente que es él mismo. Cuando el evangelio de Juan describe la escena y nos da cuenta de una conversación como grabada en un casete, la personalidad de Jesús ya había evolucionado en la mente y en el corazón de la mayoría de sus seguidores a la figura del Cristo de la fe al que se refiere san Pablo en la lectura de su Carta a los Romanos que se hace en la liturgia de hoy, el Señor que, habiendo dado muerte al pecado en su muerte, había consumado la magna obra de la redención.
La condición de profeta que Jesús manifiesta sin tapujos ante la mujer de Sicar la anima a aprovechar la oportunidad para preguntar si, al adorar a Dios, tienen razón los judíos que lo hacen en Jerusalén o los samaritanos, en el monte que ambos tenían delante. Jesús se muestra tan contundente como selectivo al establecer que, aunque se pueda adorar a Dios en ambos lugares o en cualquier otro, lo importante es hacerlo en espíritu y verdad. Sin duda, se refiere a una adoración sincera, seria y con fuerza, en la que se proclame que Dios es no solo la fuente de nuestro ser, sino también el manantial inagotable que alimenta y sacia nuestra vida. Adoración, en fin, que da cuenta real de lo que somos y de lo que debemos hacer.
La mirada que a partir de esa premisa o atalaya debemos dirigir al cristianismo que profesamos ha de ser vivificadora, creativa. Nunca el cristianismo podrá convertirse en “cosa hecha”, en elenco de dogmas excluyente y cerrado, en conjunto de ritos perfilados, ni siquiera en camino escalonado de sacramentos prefijados, que es lamentablemente la forma en que solemos enfocarlo. Como esperanza de que la implantación del reino de Dios avance poco a poco en la sociedad en que nos toca vivir, por muy descompuesta o podrida que nos parezca, el cristianismo es una forma de vida, una sociedad de fe dinámica, un esfuerzo sostenido en la realización de su propio ser y en la consecución de su objetivo de salvación.
De ahí que debamos cambiar por completo la perspectiva para ver en el cristianismo, ante todo, al hombre sufriente de nuestro tiempo a fin de prestarle el servicio o la sanación que le habría prestado Jesús en el suyo. Para situarse seriamente en la estela de Jesús, es decir, para ser cristiano de ley no basta un bautismo como gracia que nos injerta en una nueva dimensión, o profesar una serie de verdades como carnet de pertenencia a una ideología de tinte filosófico, o practicar una serie de ritos cargados de simbolismos circunstanciales poco menos que mágicos. El hecho de ser cristiano ni cambia la condición humana, ni afilia a un club selecto de intelectuales, ni convoca a ningún tipo de aquelarre ritual, sino que nos encamina tras los pasos de Jesús y nos sitúa en las coordenadas de su propia vida. Nos referimos a pasar por este mundo haciendo el bien, a adorar a Dios como es debido, a tratarlo como padre providente en conversaciones frecuentes con él (oración) y a ocuparnos seriamente de los hermanos, justo lo mismo que hizo Jesús. La pregunta correcta para indagar sobre la condición de cristianos no debería ser la de si creemos que Jesús es Dios, que es la que normalmente nos hacemos, sino la de si vivimos a su estilo, si se caminamos tras huellas, si damos testimonio de su vida y si colaboramos en su magna obra de salvación de los hombres.
El auténtico adorador de Dios debe, por un lado, ser humilde de corazón y aceptar plenamente su condición de criatura, lo que lo lleva a la conciencia de que cuanto posee es don divino y de que lo correcto no es esforzarse por dominar a sus semejantes, sino por servirlos. Solo los humildes pueden adorar a otro. Lamentablemente, hay millones de seres humanos, entre ellos muchos que se consideran cristianos, que solo se adoran a sí mismos. La egolatría es una epidemia corrosiva que hace estragos en todos los estamentos de la vida, incluidos los más sagrados y también los más degradados. En todas partes abundan los diosecillos que se alzan con la vara mágica del mando y que se atreven a golpear con ella los baluartes de la vida en busca de sumisión.
Por otro, el auténtico adorador de Dios debe ser sumiso servidor de sus hermanos y desprenderse de cualquier posesión que apunte en otra dirección. Todos tenemos tiempo en abundancia y, aunque no sean muchos, algunos tienen además riquezas sobradas para costear varias vidas. Todos debemos compartir tiempo y, algunos, también riquezas. Si el poder no es capaz de sobreponerse a un tiempo que termina derrotándolo por completo, a las riquezas no se le puede buscar otra función legítima que la de proveer a las necesidades propias y ajenas. Solo quienes utilizan su poder como servicio a sus semejantes y comparten con ellos sus propios haberes, sean tiempos o riquezas, caminan tras las huellas de Jesús y adoran al Padre en espíritu y verdad, lo mismo da que lo hagan en Samaría, en Jerusalén o en cualquier parte del mundo donde se encuentren. Solo ellos son realmente cristianos, auténticos seguidores de Jesús. Insistiré, como cierre de esta reflexión, en que el cristianismo no es un rosario de creencias ni un vademécum de prácticas religiosas, sino una religión de vida o, mejor, una forma de vida inspirada en el modelo de humanidad de un Jesús al que mantiene vivo en el seno de la comunidad de creyentes.
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