“Nadie pudo probarlo jamás en un tribunal, pero, en los ojos de Patrick Sonnier, el primero de los condenados a muerte a quien acompañé hasta el día de la ejecución, pude ver a un hijo de Dios. En los días de Pascua pienso en la posibilidad de resucitar también para aquellos que han cometido errores. Como Sonnier, que en 1978 mató a un muchacho de diecisiete años. Descubrí en el padre de ese joven que es posible la redención y el perdón. El padre de David Leblanc supo perdonar al asesino de su hijo”.
La hermana Helen Prejean cumplirá 82 años en su casa de Nueva Orleans, donde encontró refugio al comienzo de la pandemia. Por primera vez ha tenido que hacer una pausa tras más de 40 años de activismo y constante oración contra la pena de muerte en Estados Unidos. Su libro, ‘Dead Man Walking’, es uno de los escritos más importantes del siglo XX en materia de derechos civiles. Contribuyó a cambiar la Doctrina de la Iglesia sobre las ejecuciones capitales e inspiró la película protagonizada por Susan Sarandon y Sean Penn.
En el volumen, Helen Prejean, religiosa de la congregación de San José, habla de su extraordinaria experiencia junto a los condenados a muerte. “Al entrar en las cárceles entendí lo que dijo el Papa Francisco sobre la Iglesia como un hospital de campaña abierto a todos los heridos. Porque Cristo está donde se sufre y Cristo está en la dignidad de todos los seres humanos, incluidos los que han cometido un delito”.
De este camino, Helen extrajo una hermosa definición de la fe: “No es solo oración, no es solo ir a misa. La fe es comprender la conexión entre Dios y todas las cosas. Es mirar a los ojos a un criminal confeso y ver que Dios también se encuentra en esa mirada”. Sus libros, sus discursos e intervenciones públicas quieren cambiar espiritualmente a la sociedad sobre el tema de la justicia y la venganza. Su razonamiento toca el tema legal y los procedimientos que llevan a un Estado a quitar una vida.
“Por estadística, las ejecuciones capitales afectan a los más pobres y más indefensos. Pienso en Lisa Montgomery, ejecutada por el Estado federal en enero pasado. Su crimen es indescriptible, pero en su vida solo había conocido abusos, violaciones y torturas por parte de su familia. Era la persona más rota de entre las personas rotas”.
Culpabilidad y perdón
Culpabilidad y perdón, inocencia e injusticia. Helen ha vivido toda su vida de manera humana y cristiana. Conoce la trayectoria de los familiares de las víctimas, quienes tras la ejecución leen públicamente un mensaje en el que agradecen a las autoridades federales que se haya hecho justicia. “Alegrarse por la muerte de un ser humano, por muy culpable que sea, es un segundo trauma para las personas que han perdido a un ser querido”, sostiene la religiosa que siguió paso a paso el camino del padre de David Leblanc, un hombre consumido por la ira y el dolor tras el asesinato de su hijo a manos de Patrick Sonnier, quien fue condenado a la silla eléctrica.
“Compartí el viaje de perdón de este padre. Vivía en un estado de sufrimiento y deseo de venganza hasta que un día me dijo que esta terrible pérdida había cambiado todo en él, incluso su personalidad. Me explicó que era un hombre tranquilo que ahora no sentía nada más que rabia. “Han matado a mi hijo, pero no podrán matarme a mí”, me decía. Y así dejó de desear la venganza. Leblanc entendió que perdonar no significa ceder a la debilidad o admitir que perder a un hijo no es realmente algo tan horrible.
El perdón es algo que damos primero para que el amor de Dios, y nosotros mismos, no nos veamos superados. Gracias al perdón, Leblanc no perdió ese sentido del amor que hizo que un día se presentara en la casa del asesino de su hijo. Sonnier apenas salía porque continuamente era objeto de ataques e insultos. Leblanc le dijo: “Estoy aquí porque ambos somos padres y no podemos responsabilizarnos por la forma en que se comportan nuestros hijos”.
La pena capital, cruel e innecesaria
La verdad de un hijo de Dios condenado a muerte y digno de ser salvado es lo que la sostuvo en 1995 cuando, al leer la encíclica ‘Evangelium vitae’ del papa Juan Pablo II, supo que “según mi pontífice, y por tanto según la Iglesia, el recurso a la pena de muerte tenía que ser raro excepto, –y estas fueron las palabras que me sorprendieron en ese momento–, en casos de absoluta necesidad”. En esos años, Estados Unidos se vio sacudido por el caso de Joseph O’Dell, condenado a muerte tras un juicio muy debatido en el que la hermana Helen se comprometió por completo.
Por eso, la religiosa escribió al Papa. “Le expliqué mi malestar. La encíclica apoyaba el movimiento provida contra el aborto, la eutanasia y el suicidio asistido, o el asesinato de inocentes, pero no defendía la vida de las personas culpables de delitos graves. Usé las palabras que sabía que llegarían a su corazón y le dije que uno de los seis condenados a muerte que tuve la gracia de acompañar en el día de la ejecución esposado y rodeado de guardias, se dio la vuelta y me dijo, “Hermana Helen, rece para que Dios ayude a mis piernas a caminar”.
Así que le pregunté al Papa: “¿Dónde está la dignidad en matar a una persona indefensa?”. Aquel escrito de Helen Prejean tuvo su efecto doctrinal, ya que, en 1997, durante su visita a San Luis, el Papa Juan Pablo II pronunció unas duras palabras contra la pena capital, que definió como cruel e innecesaria. “Para mí fue una alegría indescriptible y la prueba de que una mujer como yo, junto con tantas mujeres comprometidas con la defensa de los humildes y los desdichados, podemos renovar el espíritu de la Iglesia”, continúa Helen, quien ha vuelto a escribir a un Pontífice, al Papa Francisco, para pedirle una mayor presencia femenina.
Necesitamos a las mujeres
“Las mujeres poseen corazón, compasión y sentido de comunidad. La Iglesia nunca se salvará si no las invita al diálogo y a la toma de decisiones. Puedo predicar en las sinagogas, en los ayuntamientos, en cualquier lugar, pero no en mi casa que es la Iglesia. Necesitamos la experiencia de las mujeres para vivificar”, escribió a Francisco.
El último pensamiento, una reflexión que se ha vuelto urgente para ella, es el de su propia muerte. “Aunque estoy familiarizada con el final de la vida, admito que tengo miedo”, dice. Y para ofrecer un rayo de consuelo y tranquilidad recuerda unas palabras de su hermana, Mary Ann, fallecida en 2016.
“Crecimos juntas en Baton Rouge, donde nacimos. De niñas jugábamos a un juego en el que teníamos que saltar del columpio y agarrar una cuerda colgante. Me daba mucho miedo caerme al suelo. Recuerdo a todos los niños saltando y agarrando la cuerda, mientras yo dudaba y Mary Ann me animaba con las manos en las caderas, me decía, “lo hicimos todos, no lloriquees, ahora vas tú”. Escuché su voz el día después de su muerte como si me dijera:, “Helen, muchos de nosotros estamos muertos, no lloriquees, un día también será tu turno”. Doy gracias a Dios por haberla tenido a mi lado durante muchas décadas, ella fue la verdadera valiente, yo solo seguí su ejemplo”.
*Reportaje original publicado en el número de abril de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva
Fuente Vida Nueva
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