Es ya frecuente oír hablar de Neuroespiritualidad. El término verbal Neuroespiritualidad quiere dar a entender que nuestro cerebro tiene la capacidad de generar experiencias a nivel de esa otra región de la psique que se llama Espíritu: todas las experiencias de sensaciones, de emociones, de percepciones, de revelaciones que son transcendentes, espirituales, transpersonales, mágicas, numinosas, místicas…, además de las que pueden llamarse divinas y de fe religiosa.
Y desde los estudios neurológicos y neuropsicológicos parece estar demostrado que estas experiencias se producen en coincidencia de causa o efecto con una hiperactivación ciertas estructuras cerebrales que pertenecen a lo que en neurología se llama sistema límbico o cerebro emocional en conexión especial con la agmídala y con el lóbulo prefrontal derecho del neocortex.
Lo he expresado muy resumidamente, pero quiero añadir que, en la actualidad, como resultado de las investigaciones en Neurología, se ha confirmado que las estructuras límbicas del cerebro, cuando se activan, sea por estimulación eléctrica o por estimulación magnética transcraneal, son capaces de producir un tipo de experiencias que podemos llamar transcendentes, espirituales o místicas. Es decir, reacciones, sensaciones y experiencias que se originan, o que se registran, en lo que denominamos Nivel del Espíritu.
Vamos a partir metodológicamente desde esta hipótesis de entrada: Que la materia cerebral puede generar espiritualidad, que nuestro cerebro está capacitado para producir espiritualidad. El poeta Juan Ramón Jiménez ya dijo en uno de sus aforismos: “Doctor Marañón (el Doctor Marañón era a principios del siglo pasado un famoso especialista en endocrinología): yo tengo una glándula que segrega infinito…”. Y esto que escribió Juan Ramón nos lo confirman tantos artistas, poetas, músicos, descubridores… capaces de experimentar y de generar un goce que roza lo sublime: el “placer infinito”, el éxtasis…
Así son también las llamadas visiones: percepciones de realidades “inefables”, que transcienden la percepción habitual de las cosas y de las realidades materiales. A veces estas visiones, estas percepciones extraordinarias, nos las revelan ciertas personas visionarias, o personas que están estimuladas por drogas especiales. Y también nos las trasmiten los artistas a través de sus obras; o los místicos y los santos, como San Juan de la Cruz, según nos dice en una de sus Coplas:
“Entreme donde no supe
y quedéme no sabiendo
toda ciencia trascendiendo”.
Porque esta capacidad de nuestro cerebro de generar transcendencia y espiritualidad es lo que explica las posibilidades creativas del arte, así como hace comprensibles los relatos de lo que han experimentado ascetas, contemplativos y místicos, en sus encuentros “con la divinidad” o con “las divinidades”. Pero, incluso más cercanamente y habitualmente todavía, nos hace comprensible lo que tantas personas confiesan experimentar con la sexualidad, dentro ese estado de inter-estimulación neurológica completa que es la relación sexual, y que culmina en el éxtasis del orgasmo: “ha sido una experiencia mágica”, “inefable”, “divina”, “entré en éxtasis”, “no tengo palabras”, “estoy levitando”…, (Por lo menos así se expresan en las películas y en algunas canciones y novelas).
Estas experiencias que son inenarrables con nuestras palabras habituales (por eso abundan en las expresiones líricas), experiencias de climax de goce y de plenitud en el amor, juntas a sentimientos de infinito de integración en el Universo, son testimonio de lo que capacidad de nuestro cerebro de generar experiencias transmateriales que nos sitúan en un ámbito distinto y especial, que es esfera de la Espiritualidad, donde transcendemos sobre nuestro ego individual y habitual y nos fundimos y nos hermanamos con el Amor, la Verdad y la Belleza. “¿Dónde gozar de la visión tan pura / que hace hermanas las almas y las flores?”, dijo Valle-Inclán en uno de sus poemas.
De lo cual se infiere que los humanos tenemos una tendencia innata a la espiritualidad, desde la cual se accede a un nivel superior y supremo de autorrealización personal, y de perfeccionamiento también de la especie humana. Y que estas son también las experiencias sobre las que se construye todo el edificio de las artes creativas, y los pilares humanos sobre los que se han construido las grandes religiones.
Pero quiero insistir en que Espiritualidad es un concepto más amplio que religión: no existe religión sin espiritualidad, pero sí es posible la espiritualidad sin religión, incluso en movimientos y en instituciones espirituales no religiosas, como son el budismo, el jainismo o el taoísmo. Y también en personas normales, en cualquier persona que se sienta a nuestro lado y que experimenta su estar en la vida integrando las dimensiones del espíritu en su ser, su sentir y su actuar, aunque no sean creyentes de ninguna religión.
Y es por lo que concluyo y estoy de acuerdo en que tenemos una tendencia innata a la espiritualidad generada por estructuras cerebrales y una posibilidad de contemplar la vida y de interpretar el mundo con las luces de la Inteligencia Espiritual, en dimensiones a las que no alcanzan los focos de la Inteligencia Racional.
Por todos estos argumentos, quizás se podría afirmar, desde el punto de vista neurocientífico, que el ámbito de lo sobrenatural no es un mundo que exista fuera de nosotros mismos, sino que es un producto, o podríamos decir un “constructo”, de nuestro cerebro… Lo resumo en el pensamiento de Paul Eluard, un poeta francés del siglo pasado, un pensamiento que se convirtió en slogan publicitario: “Hay otros mundos, pero están en este”.
Vamos ahora a aterrizar en nuestra propia experiencia, en el terreno de nuestra subjetividad: Desde que se conoce y se sabe que el cerebro es productor de espiritualidad, se plantean dos posibilidades optativas, dos opciones fundamentales (se llaman “opciones fundamentales” a aquellos puntos de inflexión que ya le dan una nueva dirección existencial a la persona):
– Una es la de los “creyentes” que piensan poder argumentar que Dios ha colocado en el cerebro humano estructuras que permiten la experiencia espiritual y el contacto con la divinidad.
– Y la postura opuesta, la de los “no-creyentes”, es la que piensa que estas experiencias metafísicas, místicas o espirituales son fruto de la evolución ontogenética y filogenética, como el resto de un organismo, el nuestro, que ha seguido el proceso de selección natural, traspasando el objetivo primario de la supervivencia, hacia el objetivo de una supervivencia en mayor plenitud posibilidades vitales…
Las personas que han desarrollado esta capacidad pueden ser personas espirituales, pero no “sobre-naturales”, ni siquiera tienen que ser auténticamente religiosas. Porque todo lo que le sucede y experimenta es natural, todo es científico, todo es explicable por la neurología.
Si es verdad que las estructuras cerebrales son fruto de la evolución, lo cual parece obvio, todavía queda aquí otra posibilidad para los que defienden la primera opción, para los creyentes: la posibilidad de que desde un diseño divino se hayan formado esas estructuras de nuestro cerebro utilizando los mecanismos y las leyes de la evolución darwiniana (las leyes que Darwin descubrió, pero que estaban diseñadas por designio divino) para llegar, por evolución de especies, hasta el homo sapiens, y para que éste –el hombre, el ser humano, la persona humana- pudiese seguir desarrollándose hacia otras esferas de realización, que son las esferas del Espíritu. Y es por lo que le es posible tener experiencias espirituales, y habitar con su propia mente esa región del Espíritu, donde puede comunicarse también con seres extra-materiales, es decir: espirituales.
Es una opción razonada y razonable. Pero también es posible, también es razonada y razonable la opción intelectual contraria: la de pensar y creer que estas estructuras, por un proceso de evolución natural, son las que han generado las creencias en “seres espirituales y divinos” a través de funciones más especializadas de cerebro, pero sin salir de él.
En este segundo caso (y repito lo que ya he dicho) la espiritualidad resultaría ser una facultad mental como cualquier otra que se ha desarrollado por evolución natural en respuesta a determinadas presiones medioambientales, con el fin de aumentar las probabilidades de supervivencia y de autorrealización más plena del organismo, igual que se ha desarrollado el lenguaje, y la inteligencia, y la capacidad para la música o para la poesía y las artes, y las capacidades descubridoras y creativas. De ahí que haya personas más espirituales que otras, dependiendo de que tengan más o menos desarrollada esta facultad, o en razón de que se lo haya facilitado el entorno, o la sociedad o el medio cultural en el que esa persona se encuentra. Y por esa razón existen, y han existido, individuos con una gran espiritualidad (los artistas, poetas, los intérpretes y los creadores musicales; también los místicos, los santos, los fundadores de religiones). Y también han existido y existen otros individuos, otras personas –homines sapientes también- en las que esa espiritualidad parece estar ausente, y para quienes la inteligencia espiritual no tiene que intervenir necesariamente en su interpretación del mundo. Solo les interesa lo que se puede explicar con los argumentos cognoscitivos de la razón.
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Hasta aquí he querido llegar, hasta este límite, hasta esta frontera de la razón, para preguntar (que cada uno y cada una se lo pregunte en su interior, y se responda): ¿Cuándo llego aquí, a este punto, veo algo más allá? ¿Sigo viendo a Dios entre las brumas exteriores, o en los susurros secretos de mi corazón?
Sabemos o pensamos que la Fe no es una demostración, no es una convicción. La Fe es una opción, una decisión libre, y por eso reitero mi pregunta; que cada persona que lee esto se la responda a sí misma: ¿Cuál es mi opción? ¿Cómo elijo configurar mi pensamiento y organizar mi estar en la vida, con la primera opción o con la segunda opción? …
Voy a volver a decirlo: La Fe no es una convicción; la Fe es una opción, una decisión libre, una entrega incondicional, una sin-razón (como el enamoramiento). Eso lo decía una nivela de Julien Green: “No se puede explicar por qué se tiene Fe: se sabe, como cualquier persona sabe cuándo está enamorada”). No es algo a lo que la persona tenga que rendirse por la evidencia de la razón. Como se decía en otra película de Inmar Bergman, tan famosa el sigo pasado, El Séptimo sello: “La Fe es un gran sufrimiento; es como hablar con alguien que está afuera en las tinieblas…”.
Desde la esfera de la razón, la Fe es un sufrimiento, un anhelo frustrado, un fracaso de la racionalidad. “Cuántas veces / te buscaron mis manos, tanteando por las sombras / como un ciego…”, decía un poema antiguo. Las luces de la razón no llegan a iluminar las riberas del Espíritu donde se apacienta la Fe. Para arribar a esas orillas tengo que dar un salto en el vacío de la mente.
La inteligencia de la razón, la Inteligencia Racional, no opera con los mismos procesos que la Inteligencia Espiritual. Ni los argumentos de la razón justifican esos encuentros supremos con la Verdad y con la Belleza y con la Bienaventuranza, que han logrado, a veces, los grandes poetas, los creadores, los grandes descubridores, los místicos y los santos.
En este nivel de la instalación en las regiones del Espíritu, cuando están iluminadas por la Fe, el término “conocimiento” es… transparencia (“La transparencia, Dios, la transparencia”, clamó Juan Ramón Jiménez en su libro Dios deseante y deseado), y el verbo “conocer” adquiere un significado de compenetración o de interpenetración con lo conocido, cuando lo conocido queda abarcado, incorporado o fundido en una experiencia de encuentro, para la que no existe otra palabra sinónima que la palabra Amor.
Como escribí en otro lugar, no encuentro una ejemplificación más explícita de este de este fenómeno de auto-realización humana, que la de unos versos de San Juan de la Cruz, en los que se revela un encuentro donde, metafóricamente, la noche de la inteligencia queda iluminada por la alborada de Fe en la compenetración del amor: “Oh noche que guiaste / oh noche amable más que la alborada, / oh noche que juntaste / amado con amada, / amada en el amado transformada”. Quizás aquí quede descrita la fenomenología de la Fe y la experiencia encuentro-conocimiento-amor que en ella se contiene, en este humano y divino plano del Espíritu.
Y si a quien haya optado por esta opción, la opción en la Fe, alguien la preguntara que es lo que ha descubierto, qué es lo que ahora sabe, quizás sólo podrá responderle con san Juan de la Cruz:
“Entreme donde no supe
y quedéme no sabiendo
toda ciencia trascendiendo”
Fernando Jiménez Hernández-Pinzón
Fuente Atrio
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