Nada más concluir el concilio Vaticano II hubo intensas discusiones sobre el papado. Muchas de ellas tuvieron eco en las páginas de la revista «Concilium» a lo largo de la década de 1960. De esos debates quedó la convicción de que es necesario conocer mejor la historia del papado, para evitar los anacronismos (proyectar al pasado las situaciones presentes) y las afirmaciones desprovistas de base histórica que permean el discurso acerca del gobierno central de la Iglesia católica. Ante un tema que toca puntos neurálgicos del sistema católico y de la sensibilidad católica, me parece importante anotar aquí algunos puntos básicos que suelen hacerse presentes cuando se habla sobre el papado.
1. Pedro en Roma
El obispo Eusebio de Cesarea, teórico de la política universalista del emperador Constantino, en el siglo IV, redactó para las principales ciudades del imperio romano listas de la sucesión de obispos, en el intento de adaptar el sistema cristiano al modelo sacerdotal romano. Lo hizo de una forma bastante aleatoria. Así, escribe, por ejemplo, que Clemente fue ‘el tercer obispo de Roma’, después de Lino y Anacleto. Conocemos a Clemente romano por sus cartas, pero nada sabemos acerca de Lino y de Anacleto. Nadie sabe de dónde sacó Eusebio esos nombres, trescientos años después de los acontecimientos.
Para dar consistencia a su tesis de que Pedro es el primer papa, Eusebio escribe, en el segundo libro (14,6) de su ‘Historia eclesiástica’, que el apóstol Pedro viajó a Roma al comienzo del reinado de Claudio, o sea, alrededor del año 44. ¿Qué dicen los escritos de Nuevo Testamento sobre eso? En Hechos de los apóstoles (12,17) se dice que Pedro, en el año 43, salió de Jerusalén y ‘fue a otro lugar’, sin especificar cuál. Los mismos Hechos relatan que Pedro está en Jerusalén en el año 49, con ocasión de la visita de Pablo. Nada se dice sobre la actuación del apóstol entre los años 43 y 49. Lo más probable es que haya viajado a Samaria como exorcista, pues los Hechos relatan su disputa con otro exorcista, de nombre Simón el Mago, que actuaba en aquella región. En fin, las fechas propuestas por Eusebio no se combinan con lo que los Hechos de los apóstoles nos narran.
Los historiadores hoy concuerdan en decir que Eusebio es un historiador sospechoso, pues está involucrado en un proyecto que tiene como finalidad articular la política imperial en su relación con el cristianismo, y contar el movimiento cristiano ajustándolo a un modelo dinástico de tipo romano. Eusebio proyecta la imagen de la Iglesia del siglo IV hacia el pasado. Por ejemplo, proyecta la repartición territorial de las áreas de influencia (diócesis) –repartición que forma parte de la administración romana– a los primeros tiempos del cristianismo, sin ninguna base historiográfica. En los capítulos 4 a 7 de su Historia Eclesiástica, elabora listas de obispos monárquicos que se remontan hasta los apóstoles. En todo ello aparece la intención de asimilar las estructuras cristianas a la organización imperial de la época.
Concluyendo, podemos decir que no hay base histórica para la afirmación de que Pedro haya estado en Roma, y con eso cae uno de los principales fundamentos del discurso oficial sobre el papado.
2. ‘Tu eres Pedro’
Hoy, las palabras ‘Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia’ figuran, con enormes letras, en el interior de la cúpula de la basílica de San Pedro, en Roma. Hay que recordar que se trata de un versículo aislado del evangelio de Mateo. Sin embargo, el sentido del versículo sólo aparece cuando es leído en el contexto, o sea, dentro de la secuencia de cuatro versículos: Mt 16,16-19. El historiador ortodoxo Meyendorff [1] muestra cómo esos versículos han sido entendidos en los siglos anteriores a Constantino y a la alianza entre las jerarquías cristianas y las autoridades del imperio romano.
Se trata, según el historiador, de un elogio de Jesús dirigido a Pedro. Cuando éste afirma que Jesús no es un profeta entre otros, sino el ungido de Dios, Pedro muestra que Jesús no sigue la tradicional manera de actuar de los profetas del Antiguo Testamento, que amenazaban e intimidaban a las personas hablando de la ira de Dios por causa de los pecados y de la necesidad de penitencia. Pedro entiende que Jesús, que no amenaza ni condena, sino que apunta hacia el Reino de Dios, la gracia, la misericordia, el perdón, es diferente. Debe ser el ungido de Dios tan esperado, piensa él. Y Jesús elogia a Pedro por expresar de forma tan feliz la novedad que él mismo viene a traer. Es como si quisiese decir: “tú captas mi intención, tú eres la piedra sobre la cual pretendo construir mi Iglesia, si todos entendiesen lo que tú dices aquí, mi Iglesia estaría bien fuerte”.
Eusebio de Cesarea y los demás teólogos comprometidos con la ideología imperial romana no leen el versículo 18 en su contexto, sino que lo aíslan de los demás versículos (16-19) y con ello dan un significado diferente a las palabras de Mateo.
Hoy Eusebio ha de ser severamente criticado (así como los que lo siguen en la exégesis de Mt 16,18), pues la exégesis actual es taxativa en afirmar que no se puede aislar un texto de su conjunto literario y transformarlo en un oráculo. Para quien lee los evangelios contextualmente queda claro que no dan pie para imaginar que Jesús haya planeado una dinastía apostólica de carácter corporativo, basada en sucesión de poderes.
3. La religión del pueblo (y de los papas)
Más y más me convenzo de que el camino cierto, para analizar el papado, consiste en prestar atención a la religión del pueblo. La palabra ‘papa’ (pope) pertenece al griego popular del siglo III y es un término derivado de la palabra griega ‘pater’ (padre). Expresa el cariño que los cristianos tenían hacia determinados obispos o sacerdotes. El término penetró en el vocabulario cristiano, tanto de la Iglesia ortodoxa como de la católica. En el interior de Rusia, hasta hoy, el pastor de la comunidad es llamado ‘pope’. La historia cuenta que el primer obispo en ser llamado ‘papa’ fue Cipriano, obispo de Cartago entre 248 y 258, y que el término ‘papa’ sólo apareció tardíamente en Roma: el primer obispo de aquella ciudad en recibir oficialmente ese nombre (según la documentación disponible) fue Juan I, en el siglo VI.
Entre nosotros no se ha concedido la debida atención a la religión popular en la construcción del cristianismo. Es un dato implícito a toda la historia de la Iglesia, pero que pasa ampliamente desapercibido y sin comentario. Ello proviene, en parte, del hecho de que, hasta hace poco tiempo, la historiografía cristiana estaba principalmente basada en el estudio de fuentes escritas. Ahora bien, esas fuentes prácticamente nunca abordan la religión del pueblo. Por lo demás, es la regla general: los intelectuales no acostumbran a mostrar interés por lo que ocurre en medio del pueblo común y anónimo.
La ‘plebe’ no consigue la atención de filósofos como Platón, Aristóteles, Cicerón o Séneca, ni de intelectuales prominentes como Galeno, Plotino o Marco Aurelio. Ni siquiera autores cristianos como Justino, Ireneo, Tertuliano, Cipriano, Clemente de Alejandría u Orígenes, describen lo que ocurre entre cristianos comunes. En definitiva, ellos también pertenecen a la élite letrada. Hoy existen ciencias que nos revelan la vida vivida de aquellos tiempos, más allá de los escritos, como la arqueología y la “iconografía”, o sea, el estudio del arte cristiano.
El estudio del arte cristiano en el transcurso del siglo IV muestra que prácticamente todo lo que se cuenta sobre Pedro proviene de la religión popular. En la época de la construcción de las primeras basílicas cristianas (segunda parte del siglo IV), fueron invitados artistas que trabajaban con mosaicos para cubrir las paredes de escenas relativas a los evangelios y a la vida de la Iglesia. Así, aparecieron las más variadas imágenes de Pedro: crucificado cabeza abajo, con las llaves en la mano, pescador, asegurando en la mano derecha la maqueta de alguna nueva Iglesia, con vestidos sacerdotales romanos (alba, estola, manípulo…), con la tiara persa o la mitra mesopotámica (de la liturgia del dios Mitra) en la cabeza, con su barco (que nunca se hunde), su red (que pesca hombres), su sello, su cátedra (la Santa ‘Sede’).
Pero la imagen que aparece con más frecuencia es la de la tumba de Pedro, al lado de la tumba de Paulo. Efectivamente, el papa es antes de nada visto como el guardián de las tumbas de Pedro y Paulo. Una tradición romana muy antigua cuenta que Pedro fue martirizado en el monte Vaticano y que Pablo lo fue ‘fuera de los muros’ de la ciudad. Desde muy pronto se registran ‘romerías’ a las tumbas de los apóstoles-mártires, Pedro y Pablo [2]. Sin documentación que probase la veracidad de la presencia de Pedro y Pablo en Roma, las historias sobre ambos proliferan en Roma. Ya en el siglo II, ir a Roma significa ir a visitar las tumbas sagradas, como se comprueba en los escritos de Justino e Ignacio de Antioquía.
El papa Pío XII todavía trató de reavivar la tradición de estas romerías por medio del ‘año santo’ de 1950, que fue un éxito, y más tarde, en 1956, mandó ejecutar excavaciones en un cementerio antiguo descubierto en 1956 bajo un garaje en construcción en el Vaticano. En ese cementerio eran enterradas personas pobres, esclavos y libertos, hasta en los siglos IV y V. El papa esperó encontrar ahí señales de la tumba de Pedro, pero las obras fueron suspensas por falta de evidencias[3].
Todo ello indica que la institución cristiana, tal como funciona concretamente, puede ser considerada una creación de la religión popular. Para los obispos, no es tan fácil aceptar eso, pero no hay cómo escapar de la evidencia. Todos sabemos que el pueblo sostiene financieramente a la jerarquía (de una u otra forma) y que él es quien confiere prestigio y honorabilidad a obispos y papas. En definitiva, ¿qué sería del papa si ya nadie saliese de casa para ir a verlo y aclamarlo?
Interesante observar que los propios papas tienen su ‘religiosidad’. Hasta ahora, ningún papa se ha atrevido a adoptar el nombre de Pedro. Sólo tardíamente, en el siglo VI, un papa adoptó el nombre de Juan, y sólo en el siglo VIII apareció el primer Pablo. Hay muchos detalles interesantes en ese sentido, que no menciono aquí por falta de espacio, pero que el lector puede investigar en google.
4. La lucha por la hegemonía
A partir del siglo III se desencadenó entre los obispos de las cuatro principales metrópolis del imperio romano (Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Roma) una dura lucha por el poder. Fue particularmente dramática en la parte oriental del imperio, donde se hablaba griego. Los obispos en litigio fueron llamados ‘patriarcas’, un término que acopla el ‘pater’ griego con el poder político (‘archè’, en griego, significa ‘poder’). El ‘patriarca’ es al mismo tempo ‘padre’ y ‘líder político’. Al principio Roma participaba poco en esta disputa, por quedar lejos de los grandes centros de poder de la época, y por usar una lengua menos universal (sólo usada en la administración y en el ejército del sistema imperial romano), el latín. Por su parte, Jerusalén, ciudad ‘matriz’ del movimiento cristiano, quedó fuera de la escena, por ser una ciudad de poca importancia política.
En el año 330 Constantinopla se autoproclama la ‘segunda Roma’, un título aceptado por los obispos en el año 381, con ocasión del concilio de Constantinopla.
De entonces en adelante, el poder divino (ejercido por Pedro) actúa en la ‘nueva Roma’, o sea, en Constantinopla. Fortalecidos por ese consenso, los patriarcas de Constantinopla se implican cada vez más en asuntos internos de las demás Iglesias, un proceso que culmina en Calcedonia (451), cuando Constantinopla nombra obispos para Antioquía y Alejandría. La idea de la transferencia del ‘poder de Pedro’ todavía tiene acogida favorable en el siglo XVI; cuando el patriarca Jeremías II Tranos, de Constantinopla, viaja a Rusia (1589), impresionado por el vigor del cristianismo en aquel país, y hace de Moscú una ‘tercera Roma’. Enseguida, la ciudad se convierte en un centro de peregrinación. Así como los francos y germanos peregrinan a Roma, los eslavos y rusos peregrinan hacia Moscú. La identificación entre el imperio romano, su memoria, sus símbolos, sus ritos, sus vestimentas y ceremonias, y los imperios bizantino, carolingio, ruso y católico es algo que salta a la vista del historiador. Efectivamente, ‘el mundo gira, pero la cruz permanece’ [4].
5. Durante siglos, Roma busca el poder
El patriarca de Roma, que al principio no ocupa un papel destacado en la lucha por la hegemonía sobre toda la cristiandad, no deja de hacer valer su poder en la parte occidental del imperio, desde muy pronto. Ya en el siglo III el ya citado obispo Cipriano, de Cartago, reacciona con energía ante las pretensiones hegemónicas del obispo de Roma, y repite que entre los obispos ha de reinar una ‘completa igualdad de funciones y de poder’. Pero la historia avanza inexorablemente. Con tenacidad, los sucesivos patriarcas de Roma consiguen ampliar su ascendencia sobre las demás Iglesias de Occidente. Es una larga historia, de la cual apunto aquí apenas algunos momentos más decisivos [5].
Pienso que es importante recorrer las sucesivas etapas, pues de ese modo resulta más fácil comprender que el papado es una construcción histórica condicionada por el tiempo y por el espacio, como todo lo que el ser humano hace. Y todo lo que el ser humano construye puede ser de-construido, remodelado u substituido por algo que sea más adecuado a las exigencias del momento.
– Hasta el final del siglo III el papado no interviene en las decisiones tomadas por las reuniones de los obispos. Ellos son libres y soberanos. Pero ya se anuncian problemas en el horizonte.
– La misma actitud perdura en la primera parte del siglo IV. Los obispos locales mantienen su independencia ante Roma, aunque siempre manifiesten respeto para con el patriarca de Roma. Así, en las reuniones episcopales de Arles (314), Nicea (325) y Sárdico (342). Cuando se produce alguna cuestión especial, el obispo de Roma es notificado, nada más. Los patriarcas Silvestre y Liberio no interfieren en las decisiones tomadas en las reuniones de obispos (concilios).
– Las cosas comienza a cambiar en la segunda parte del siglo IV. Los patriarcas romanos Damasio (366-384) y Sirico (384-399) se muestran muy desinhibidos y atribuyen a Pedro (y sus sucesores) títulos de la nomenclatura religiosa romana, como ‘sumo pontífice’, ‘príncipe (de los apóstoles)’, ‘vicario (de Cristo)’. Obispos como Basilio y Ambrosio no aprueban las maniobras romanas, pero aun así, los patriarcas romanos avanzan en busca de control sobre los obispos.
– Con Inocencio I, al inicio del siglo V, avanza el proceso de la romanización de la Iglesia cristiana en Occidente. Inocencio interviene sistemáticamente en los asuntos de Iglesias locales de Francia, España e Iliria (región balcánica), exige informes, se reserva la última decisión… A las reuniones episcopales de Cartago y Mileve (sobre el pelagianismo), él manda decir que un problema sólo puede resolverse pasando por Roma. Celestino I sigue el mismo camino y resuelve soberanamente el caso de Nestorio (de Alejandría), y envía como delegado a Cirilo de Alejandría al concilio de Éfeso (431). Una vez más, los obispos y los teólogos reaccionan. Incluso Agustín no está de acuerdo, aunque se diga que él sea autor de la frase ‘Roma hablada, causa acabada’ [6]. Agustín mantiene la idea tradicional: la autoridad romana ha de respetar la soberanía de los concilios episcopales. El primado del obispo de Roma es solamente honorario.
– Pero el proceso de la centralización romana continúa. León I intensifica la mística petrina, y principalmente la mitología en torno a la imagen de Pedro. Tiene la osadía de afirmar que su autoridad (la ‘plenitud del poder’ [7]), proviene directamente de Cristo. El ‘vicario de Cristo’ es el ‘príncipe de los apóstoles’; no es el ‘primero entre los iguales [8]’ (como decía Eusebio), ni una autoridad ‘honoraria’ (como decía Agustín).
En los concilios realizados en España, Italia del Norte y de África del Norte, León actúa como jefe absoluto e interviene hasta en detalles mínimos. Incluso en Oriente se atreve a interferir. En la controversia monofisita, desprecia la intervención del patriarca de Alejandría y manda sus propios legados, transmite órdenes a los padres conciliares reunidos en Calcedonia y declara nulas las decisiones que no le agradan. Esa postura autoritaria impresiona mucho a los contemporáneos, que conservan cuidadosamente su correspondencia, que pasa a constituir la base de la teoría papal vigente hasta nuestros días.
– La victoria definitiva del papado llega con Gregorio Magno, que crea en Lerins, en la actual Francia, una escuela de ‘aristócratas episcopales’ para establecer la organización eclesiástica en el sur de Galia. Intelectual de renombre, Gregorio inicia los tiempos gloriosos de Roma. Su figura puede ser colocada a la altura de otros exponentes da ‘aristocracia episcopal’, como Ambrosio, protagonista da supremacía de la Iglesia sobre el Estado; o Agustín, al mismo tempo ‘padre de la inquisición’ y genial teólogo; o Juan Crisóstomo, orador de renombre, o también Cirilo de Alejandría, fundador de la tradición teológica griega.
– El camino queda abierto. Después de la exitosa alianza con el emergente poder germánico en Occidente (Carlomagno, año 800), los papas romanos elevan cada vez más el tono de su voz y, con ello, sus relaciones con los patriarcas orientales (principalmente con el patriarca de Constantinopla) se hacen cada vez más tensas. El cisma de 1054 viene a cerrar una evolución de siglos. Se rompe la unidad del cuerpo cristiano y dos caminos se separan: el ortodoxo y el católico.
6. Roma en el auge del poder
Ahí comienza la historia de la Iglesia Católica Apostólica Romana propiamente dicha. Es una historia de siglos de éxito. Y ese éxito proviene principalmente de la diplomacia, o sea, del ‘arte de la Corte’ que Roma aprendió con Constantinopla. A lo largo de siglos, prácticamente todos los gobiernos de Europa occidental aprenden en Roma o por Roma ese arte. La diplomacia es un arte nada edificante, pero muy eficiente. Un arte que incluye hipocresía, apariencia, habilidad en saber lidiar con el pueblo, impunidad, sigilo, lenguaje codificado (inaccesible a los fieles), palabras piadosas (y engañosas), crueldad encubierta de caridad, acumulación financiera (indulgencias, amenaza del infierno, del miedo, etc.). La imponente ‘Historia criminal del cristianismo’, en 10 volúmenes, que el historiador K. Deschner acaba de concluir, describe con detalle ese arte eminentemente papal.
Es principalmente por medio del arte de la diplomacia como a lo largo de la Edad Media el papado cosecha éxitos fenomenales. Sin armas, Roma se enfrenta a los mayores poderes de Occidente y sale victoriosa (Canossa 1077). Como resultado, la Iglesia es afectada, al decir del historiador Toynbee, por la ‘embriaguez de la victoria’. El papa pierde el contacto con la realidad del mundo y pasa a vivir en un universo irreal, repleto de palabras sobrenaturales (que nadie entiende).
7. Roma al lado de los más fuertes
Con la llegada de la modernidad, el papado pierde paulatinamente espacio público. En el siglo XIX, principalmente durante el largo pontificado de Pío IX, la antigua estrategia de oponerse a los ‘poderes de este mundo’ ya no funciona. Ya no comporta más victorias, sólo registra derrotas. Entonces, el papa León XIII decide cambiar de estrategia, e inicia una política de apoyo a los más fuertes, estrategia que funcionará durante todo el siglo XX. Benedicto XV sale de la primera guerra mundial al lado de los vencedores; Pío XI apoya Mussolini, Hitler y Franco, mientras Pío XII practica la política del silencio ante los crímenes contra la humanidad, perpetrados durante la segunda guerra mundial a costa de incontables vidas humanas. Tras una breve interrupción con Juan XXIII, la política de apoyo silencioso a los ganadores (y de palabras genéricas de consuelo a los perdedores) continúa, hasta nuestros días.
8. El papado, un problema
Por todo eso, se puede decir hoy que el papado no es una solución: es un problema. Pues el papa no es sólo un líder religioso, sino también un jefe de Estado. Cada vez aparece más claro cómo el papado es una excrecencia del episcopado. Ese episcopado registra, a lo largo de los siglos, páginas luminosas. Aquí, en América Latina hemos tenido, en los últimos tiempos, además de obispos mártires, como Romero y Angelelli, una generación de obispos excepcionales, entre los años 1960 y 1990. Es verdad que el Concilio Vaticano II avanzó la idea de la colegialidad episcopal, con la intención de fortalecer el poder de los obispos y limitar el poder del papa, pero no ha producido avances considerables, por lo menos hasta hoy. Aun así, hay que recordar que el catolicismo es mayor que el papa, y que la importancia de los valores vehiculados por el catolicismo es mayor que su actual sistema de gobierno.
Todo se resume en la siguiente pregunta: ¿‘puede la Iglesia católica subsistir sin papa?’ Es como preguntar ‘puede Francia subsistir sin rey, o Inglaterra sin reina, o Rusia sin zar, o Irán sin ayatolá?’. La propia historia da la respuesta. Francia no desapareció con la destitución del rey Luis XVI, e Irán ciertamente no se acabará con el fin del reinado de los ayatolás. El surgimiento del protestantismo en el siglo XVI demostró que el cristianismo puede subsistir sin papa. Se producirán ciertamente resiliencias y nostalgias, tentativas de vuelta al pasado, pero las instituciones no acostumbran a desaparecer con los cambios de gobierno. En general, el movimiento de la historia en dirección a una mayor participación popular es irreversible (según parece). Tarde o temprano, la Iglesia Católica tendrá que afrontar la cuestión de la superación del papado por un sistema de gobierno central más adecuada a los tiempos que vivimos.
***
[1] Meyendorff, The Primacy of Peter. Essays on Ecclesiology the Early Church and, Crestwood (NY), St. Vladimir‘s Seminary Press, 1992.
[2] Las romerías ‘ad limina apostolorum’.
[3] Vease: Revue d’ Histoire Écclésiastique, Louvain, 1976, 109-111, con comentario del libro de Väänänen sobre el asunto.
[4] Stat crux dum volvitur mundus.
[5] Veja Wojtowytsch, M., Papsstum und Konzile von den Anfängen bis zu Leo I (440-461). Studien zur Enstehung der Überordnung des Papstes über Konzile, Stuttgart, A Hiersemann Verlag, 1981.
[6] Roma locuta, causa finita.
[7] Plenitudo potestatis.
[8] Primus inter pares. Esa es la tesis clásica de Cipriano.
Fuente: Koinonía
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