Un día ya no se es nada. De repente, todo se convierte en nada. Y nada se convierte en un para siempre. Ya no se es hombre o mujer, viejo o joven. Perseguidor o perseguido. Sensato o insensato.
De repente el cuerpo deja de ser cuerpo y las vivencias pasan a ser recuerdos. Los recuerdos, olvidos. Ya no hay alegría ni odio. Codicia ni generosidad. Tristeza ni alegría. Placer ni dolor. Ya no hay vida.
La muerte llega, tarde o temprano, pero ahí está, latente como el anochecer que sigue al día. Inevitable. Tan previsible como imprevisible. Vivir de espaldas a esa realidad puede llevarme a olvidarla, y adquirir el hábito de conformarme con rutinas grises en las que no hay espacio para un instante de risas, un bombón de chocolate, la brisa del mar o un beso en los labios. A veces, cuando el miedo me empuja a huir hacia delante y niego la muerte, echo las cortinas antes de la puesta de sol, porque doy por sentado que habrá otra al día siguiente. Pero un día no será así.
Y mientras tanto, la vida pasa y no vuelve. ¿Cuándo llega el momento de disfrutarla hasta el más mínimo y maravilloso de sus detalles?
En mi oración,
un abrazo.