–Nunca voy a entender a los individuos que son como tú. Aún me cuesta creer que mi propio nieto, la sangre de mi sangre, sea como tú –pronunciaba la palabra “tú” con un desprecio descarado, como si se refiriera a un sucio y molesto insecto–. Pero una ya es vieja.
El sol acariciaba su cabello blanco.
–Antes de la guerra -prosiguió-, yo quería ser una gran pianista y dejar a mis maestros con la boca abierta. Así fue como le conocí.
–¿A quién? –preguntó el chico.
–Jacinto y yo éramos inseparables. Qué ironía. A los dos nos gustaba mucho Albéniz. Él terminaba una beca del conservatorio y yo empezaba mis estudios. Yo tendría dieciocho años. Era una cría y entonces veía las cosas muy distintas a como eran en realidad. Como me decía mi padre, tenía la cabeza llena de pájaros.
Éramos amigos, pero una a esas edades se tienen toda la tontería de la vida metida en la cabeza, y terminé enamorada de Jacinto. No había chicos como él. Él era tan distinto a todos. Teníamos muchas cosas en común. Era tan educado, tan respetuoso. No me sentía incómoda con él, y creo que hubiéramos podido estar incluso a solas si hubiera sido posible. Mis padres, claro, no podían enterarse. Yo le veía cada tarde en el conservatorio, y así nadie sospechaba nada en mi familia.
Pero el tiempo pasaba y él nunca me demostraba más interés que el de un amigo cualquiera. Siempre tan educado, tan sensible, tan atento conmigo. Yo me preguntaba cuándo se me declararía. Era una ilusa. Tonta de mi. Ese día nunca había de llegar.
Nunca más le volví a ver. Los años han pasado pero su recuerdo no cambia. Tú me recuerdas mucho a él. Qué tontería. Por eso te descubrí mucho antes de lo que parece. Hablas como él hablaba de las chicas. Yo pensaba que era educado, pero cuando ya nos conocíamos de mucho tiempo, empecé a darme cuenta de que no se sentía interesado por ninguna mujer.
Una vez le encontré sentado en el banco del parque junto a casa. No se me olvidará jamás. Le reconocí por su sombrero y su abrigo, porque estaba de espaldas a mi. No estaba solo. Estaba sentado junto a otro chico a quien yo no conocía. Me acuerdo con claridad de ese momento. Nada de raro había en ello, pero cuando me percaté, sus manos se rozaban. Parecía como si no se tocaran y nadie se habría dado cuenta, pero yo me acerqué lo suficiente para ver que Jacinto tenía su mano junto a la del otro chico. Pegadas. Yo entonces no entendí. No quise entender. Todo un sueño se me cayó al suelo. Todo.
Caminé hasta situarme delante de ellos. Jacinto me descubrió y perdió el color de la cara. Muy educado como siempre, se levantó para saludarme, y dijo que se alegraba de verme y me preguntó qué hacía yo allí. Pero no me presentó a su compañero. En ese momento até cabos y me di cuenta de lo estúpida que había sido. Él nunca habría olvidado presentarme a un conocido. Quería proteger a ese chico. Yo no le respondí y continué caminando. Me sentía furiosa por lo que había descubierto.
En la última Navidad antes de la guerra, las cosas ya estaban complicándose para todos. Jacinto llegó un día y me pidió que dejáramos de vernos. Le dijo que se había dado cuenta de que yo le prestaba demasiada atención, y él no quería hacerme daño. Como si él pudiera. Ahora me doy cuenta de que Jacinto era sincero. Pero en ese momento, y durante toda mi vida, me sentí despreciada. Me sentía humillada por él. Yo le amenacé con revelar su secreto en el conservatorio. Hasta este tiempo no me he arrepentido nunca de decirle aquello. No lo hice, pero hubiera sido capaz.
–¿Por qué no lo hizo?
–Porque no hizo ninguna falta. Jacinto no volvió al conservatorio y no volví a verle en la ciudad. Se lo tragó la tierra. En el verano siguiente llegó la guerra, y todo cambió de golpe. Si había alguna oportunidad para haberle encontrado hasta entonces, no lo quise intentar. Y desde que empezó la guerra, habría sido imposible.
–¿Nunca le pidió perdón?
–Yo no tenía que pedirle perdón. No pensaba así. Ahora me doy cuenta de que las cosas podían ser difíciles para mí, pero para él era algo imposible. Nunca más he vuelto a saber de él. No tenía manera de contactar con él, pero sobre todo, no tenía ninguna intención de hacerlo. Ignoro si se quedó en España o se marchó, si murió o sigue vivo. Ya no lo voy a saber nunca. Sólo Dios lo sabe.
–Me prometí a mi misma –continuó la anciana–, que a mis hijas no le iba a ocurrir lo que a mi. Cuando tuvieron edad, les advertí seriamente de la clase de invertidos que podían encontrarse en este mundo, y gracias a Dios que me hicieron caso. Pero en este momento, me doy cuenta de que aunque un hombre pueda ser un invertido, eso no le conduce a obrar con maldad para los demás.
–¿Por qué no se ha dado cuenta hasta ahora?
–Tú me has hecho darme cuenta. Me doy cuenta de cómo tratas a mi nieto.