Pasión de nuestro Señor Jesucristo.
Jn 18 1-19, 42
Hay más amor allí donde el amor sufre su condena. Por paradójico que parezca, cuanto más se acerca Jesús a la vileza del mundo, más se eleva su oración confiada al Padre, más se ensancha su entraña misericordiosa. De ahí que la humillación de la cruz se haya convertido para nosotros en cauce de salvación; la cicatriz, en bálsamo medicinal. Salva el amor del que lo da todo: su cuerpo, su vida, su corazón entregado hasta el extremo. Salva el amor del que confía del todo: con su silencio, su súplica, su piedad sostenida hasta el final. Salva el amor del que busca a todos: por su intercesión, su perdón, su compasión extendida hasta el último lugar. No hay ninguna situación humana, por débil o empecatada que resulte, que quede lejos o fuera de las lágrimas y la oración de Jesucristo. Él ha descendido amorosamente al rincón más perdido de nuestra historia para, cargando sobre sí con toda crudeza nuestro pecado, abrirnos de una vez para siempre las puertas del Reino de su Padre. Sin excepción. «Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de su conocimiento»; por los trabajos de su cuerpo traerá el perdón, el injusto se saciará de su amor. Para bienaventuranza de todos –desde el discípulo amado al soldado insidioso- se derrama por siempre la sangre enamorada del Crucificado.
Dejemos hoy que el amor de Cristo llegue hasta nosotros en todo su misterio, que Jesús nos diga a cada uno: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Y al cerrarse sus ojos hacia la muerte, ¿se abrirán los nuestros hacia la Vida?
Un saludo