Orar es hoy, para muchos cristianos, una empresa difícil. Hay quien la escamotea aduciendo que no sirve o que "trabajar es orar"; hay quienes la arrinconan excusándose por no encontrar tiempo para orar, y hay quienes reconocen la dificultad real pero no oran porque no saben qué decir. Tampoco faltan, entre los más devotos, los que "usan muchas palabras como los paganos", pidiendo sólo cosas buenas en apariencia. Para todos estos, Jesús desplaza la clave del problema: no se trata de orar para satisfacer determinadas necesidades, sino para descubrir que Dios es Padre y llama a todos los hombres a la comunión de amor con él y en él. Por consiguiente, orar no es una cuestión de decir cosas, sino una cuestión de amor, que puede expresarse con palabras, pero también en silencio, y que progresivamente va acaparando toda la vida convirtiéndola en una sola e incesante oración.
La Palabra eficaz que envía Dios a la tierra vuelve a Él después de haber cumplido su designio; se ha hecho carne, es Jesús: cualquier palabra suya encierra un poder extraordinario. Es él quien nos dice: "Vosotros orad así: 'Padre nuestro'". Pidamos, pues, a Cristo que nos enseñe a repetir la oración con su mismo corazón, para que crezca en nosotros, día tras día, el amor filial y confiado con nuestro Padre celestial y con la oración crezca la caridad, que se traduce en perdón con los hermanos.
Entonces nuestra tierra fecundada con la Palabra producirá frutos de vida nueva, dará pan de misericordia para saciar el hambre de toda la humanidad