F. Chopin. Piano Sonata No. 2 in B-Flat Minor, Op. 35: I. Grave. Doppio movimento
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Las penúltimas notas del Nocturno se desvanecen en el aire y sus dedos se despiden del teclado con el último sonido. Después la armonía cede espacio al silencio que sobrecoge su corazón y sorprende a su alma bañada en la tristeza. El piano, mudo, es un ser sonámbulo en mitad de la noche, envuelto en sombras de silencio. Él mira sus manos y durante un instante, añora la delicada melodía que toda la tarde ha estado interpretando. Como caballos salvajes, sus dedos se han amoldado a los caminos del Nocturno que Chopin trazó una vez, y que ahora -esta tarde de invierno- resucitan como una estrella fugaz en el firmamento de la muerte. Él ama la música, y aun sin ser consciente de ello, la música le ama a él. Cómo no hacerlo.
Cómo no amar unos ojos que se pierden en horizontes pardos de miradas ardientes, cuyos fuegos aniquilan las últimas briznas del miedo y las transforman en cenizas de amor. Cómo no amar esos labios suaves que se despegan cuando duerme y en sus sueños, exhalan suspiros noctámbulos. Cómo no amarlos, cómo no admirar sus líneas hermosas, que se curvan en cada sonrisa como la brisa vence los tallos de las flores en el campo.
Chopin jamás pudo contemplar la belleza del pianista que estas palabras fracasan en describir. Él fue un genio condenado a vivir sin poder atisbar jamás el sonido de la voz, el brillo del corazón de este alma noble. Naturalmente, si Chopin hubiese podido imaginar una mínima fracción de la belleza de este espíritu, de la bondad de sus ojos y la alegría de su corazón, el genio del romanticismo habría decidido no morirse.
T'estime.
J.