Te seguí cuando de niño, sentía tu amor en las tardes de oratorio en el colegio, cuando te susurraba con las manos pegadas entre sí esperando que me hicieses mayor, más fuerte, menos débil.
Te supliqué cuando te llevaste a los seres queridos que dejaron este mundo, cuando tú eras el único pañuelo que podía secar mis lágrimas y reconfortarme en la esperanza de un lugar mejor para el final de la vida.
Te temí durante esos años dentro del armario, en que el Levítico despertaba como un dragón enfurecido en cada uno de mis sueños y los incendiaba hasta aterrorizar mis noches y convertirlas en amargas pesadillas, de secretos, mentiras y culpabilidad.
Te encontré en las páginas de "El hombre en Busca del Sentido", con Víktor Frank narrándome el amor que le confiaste en los años en que era torturado en el campo de concentración nazi de Auschwitz. Mientras le leía aquellas tardes, sentado bajo el enorme chopo que crecía junto al ríachuelo de aquel campo de las afueras de Roma, sentía yo también ese amor en cada soplo de brisa sobre mi piel, y agradecía tu Presencia al cielo azul de Italia.
Te perdí esas tardes en la playa de Valencia, cuando leía a Bertrand Rusell y su "Por qué no soy cristiano". Yo miraba el cielo azul reflejado en las olas del Mediterraneo, pero tú no estabas allí. Sólo había ciencia, átomos de agua, aire y sal.
Traté de sentir tu calor en aquellas tardes grises cerca de Nottingham, cuando mis vecinos y compañeros de la Iglesia me invitaban a tomar té con pastas. Leíamos la Biblia, conversábamos sobre cómo ser mejor cristianos, y formábamos una comunidad verdaderamente cristiana.
Te perdí de nuevo en Calcuta, cuando conocí la realidad de las casas de acogida de Madre Teresa de Calcuta, cuando el fervor católico de aquellas personas pobres y analfabetas que jamás imaginarán los lujos del primer mundo, me hacía sentir arcadas y vergüenza de mí mismo.
Te amé en el monasterio de Roma, en aquella comunidad de hermanos que me acogió y en las conversaciones con Alessandro y Andrew. Y tantos otros. Sus palabras de fe verdadera me permitieron casi verte, casi poder tocarte, aquellos días en que mi corazón se inundó de tu amor.
Te encontré sosteniendo una bolsa de tomates cerca del río Duero. La dejaste en el suelo cuando me viste, y aún sin conocerme apenas, corriste a abrazarme, una noche en mi infancia.
Te encontré en los besos de buenas noches y en las tardes de otoño, planchando y haciéndome probar el uniforme nuevo del colegio, cada año.
Te encontré en el pastelito que me regalabas cada jueves cuando salía de la piscina con el pelo mojado y estornudando bajo el fresco viento de enero.
Te encontré en el paso de cebra cuando corrimos a abrazarnos y me prometí a mi mismo que cuidaría de ti el resto de mis días.
Te encontré en la incubadora del hospital, cuando por primera vez te vi después de que descorrieran la cortina con dibujos de Mickey Mouse y estabas al otro lado.
Te encontré sacando la lengua cuando volvías de pasear y escondiéndote dentro de casa cuando oías los truenos en las tardes de tormentas.
Te encontré debajo de un puente en Zaragoza, mientras caía la llovizna esa noche, para luego aprender a olvidarte pero recordar el aprendizaje para siempre.
Te encontré en la estación de metro de Elephant & Castle, aquella tarde en Londres, cuando sin conocerme me llevaste las maletas hasta el vagón y luego me deseaste suerte.
Te encontré en el zumbido de mi móvil cuando recibí tu mensaje desde China que me volvió loco de alegría, y luego tu rastro se difuminó en lo incierto.
Te escribí aquella nota en el Ponte Vecchio sobre el río Arno, robé la flor amarilla de la floristería de la esquina, y las dejé allí.
Te encontré delante del Reichtag alemán cuando nos sacábamos fotos sobre la hierba verde y tu sonrisa se convirtió en la fotografía más bonita de mi pared.
Te encontré cuando tus padres fallecieron aquel verano y te abracé en el entierro sintiendo que te protegería siempre, y luego te perdí.
Te sonreí cuando dormías apretujado contra aquél indio desconocido, en la litera del vagón de la Sleeping Class en aquel tren azul que nos llevaba al norte de la India.
Te perdí cuando arrojé tu teléfono móvil desde el puente de Westminster Bridge, cuando el reloj del Big Ben marcaba las seis y cuarto de la tarde y mis manos tiritaban de frío y liberación.
Te encontré entre cervezas en las calles de Valencia, forjando la garantía de una amistad que me fortaleció tantos años desde entonces.
Te celebré en aquella misa de ordenación, formando parte de una comunidad cristiana gay, en Zaragoza.
Te busqué sin éxito en la zona Cero de Manhattan, ahogándome en mi propia tristeza.
Te conocí entre taza y taza de café, sentado junto a la ventana que permite ver el tejado de la iglesia de los dominicos.
Te encontré en el bosque de Wöbbelin, mientras esquivábamos el barro del suelo y la noche se cernía sobre nuestra conversación.
Te besé en los labios en el monte Tibidabo de Barcelona, mientras las campanas de la iglesia nos dejaban sordos y mi deseo comenzaba a cumplirse.
Te vi por última vez en la estación de metro de Ponte Lungo, cuando se cerraron las puertas y te quedaste sosteniendo en tus manos el sobre que te había dado.
Te encontré todos los días de mi vida, en mi casa, en mi colegio, en mi universidad, en mi trabajo, en las playas y en los bosques, en fiestas y velatorios, en aeropuertos y trenes, en iglesias y colectivos de gais y lesbianas, entre olor a medicinas y entre olor a chocolate, en las lágrimas y en las sonrisas, en la soledad y en la multitud, en Chopin y en Santa Teresa de Ávila, en el órgano de Notre Dame y en las ruinas del monasterio de los capuchinos.
No sé, sin embargo, qué me sucede. No puedo encontrarte ya en las iglesias. No te siento en la oración. Busco tu voz, tu Presencia, tu luz... ¿Dónde estás, Señor?
En la búsqueda de respuestas, he terminado por ser un ignorante. Sólo soy un testigo de un misterio. Quizá no existe tal misterio, y como me sugiere mi razón, eres la creación del hombre, la perfecta respuesta a la propia imperfección del hombre. Y un día, yo dejo de existir y del mismo modo que mueren las mariposas como mueren las sonrisas, también yo detengo mi vida, ese fenómeno casual y fortuito al que juega por azar una combinación de células.
Quizá existes, pero eres Shiva o Ganesha, ese dios con cara de elefante que vi en los templos de la India. O quizá eres Alá y estoy condenado al infierno por ser homosexual y no postrarme ante ti cinco veces al día en dirección a la papelera de mi habitación. Quizá eres simplemente Dios y sólo Tú conoces la verdad de este mundo de guerras, injusticias y horrores que no alcanzo a comprender.
La religión es el mayor veneno que el ser humano ha creado. Dios mío, si tú estás ahí, ¿cómo puedo ser un buen hombre para los demás? Y si no estás, si no existes y eres como dicen, fruto de un libro escrito hace dos mil años, ¿cómo puedo ser un buen hombre para los demás?
En mi oración,
JULIO.