Queridos todos:
Como el nacer y el morir, todo en la vida empieza y termina. Todo pasa. Mi etapa en el foro de "Cristianos Gays" llega a su fin.
Hay ocasiones en que siento que no tengo nada realmente valioso que aportar a este foro. Mis conocimientos de teología son nulos, y no tengo mucho más que compartir con vosotros. Supongo que no consigo despertar el intercambio de reflexiones y opiniones que un foro debería ser, desde mi entender. Quizá lo mío sea simplemente continuar siguiendo las noticias y oraciones que publica la página principal, y no dedicar tanto tiempo al ordenador. Siento que debo emplearlo de otra forma.
Supongo en fin, que mis entradas y reflexiones quedarán olvidadas dentro de un tiempo y como tantos otras ideas que fracasan o no llegan a puerto, se convertirán en un bonito recuerdo para aquellas personas a quienes ojalá haya podido sacar una bonita sonrisa durante los dos años que he compartido con vosotros.
Quienes me conocéis, continuad llamándome por teléfono y escribiéndome cartas. Las guardo todas y son preciosas para mi. Yo continuaré llamándonos o tomando cafés... si Dios quiere.
Hay una canción preciosa de Secret Garden, llamada "Dreamcatcher". Significa "atrapasueños". Supongo que yo soy algo así. Soy un eterno romántico, un cazador de sueños en bosques de invierno, cuando todos están hibernando. Sin embargo sigo buscándolos, alimentado por una esperanza incombustible.
Quisiera que me recordaseis con esta canción: https://www.youtube.com/watch?v=3xZlhaLT7IY
Os agradezco con mi mano en mi corazón, cada ocasión que hemos tenido de intercambiar mensajes. Fueron preciosos, reconfortantes y amables, y contribuyeron a mi felicidad.
Aquí os dejo mi última reflexión: (como siempre, un texto largo, demasiado largo).
Despedida del foro.
En las noches de 2012, un tímido estudiante de instituto pasaba las horas sumido en la tristeza. Los días transcurrían sin color ni entusiasmo. La amargura del secreto que su silencio custodiaba era una losa sobre sus hombros y el temor a que aquél secreto se rompiese le encadenaba en cada palabra que salía de sus labios. O también en cada mirada que pudiese delatarle a si mismo. Incluso en cada pensamiento de su más silenciosa intimidad. El terror de perder todo cuanto hasta ese tiempo había sido su vida, todo aquello que conocía y tenía por merecido, era algo que le inmovilizaba de los pies a la cabeza. Tan sólo la idea de que un simple descuido, un inesperado accidente un día cualquiera diese motivos a cualquier otro para sospechar acerca de su secreto, le angustiaba terriblemente.
Ese chico, como la mayoría a su edad, trataba de imaginar su futuro y esbozar planes que iluminasen su camino. Dónde iba a estudiar, qué carrera le llamaba más la atención, en qué le gustaría trabajar... Sin embargo había una cuestión que no le suscitaba ninguna duda: el amor. Ese chico sabía perfectamente que el amor era algo vedado para él. Ya desde los primeros años de secundaria en el colegio había sabido que a diferencia del resto de chicos de la clase, él no se sentía tan interesado por las chicas. De hecho, en realidad él no comprendía qué tenían las chicas que pudiera despertar tanto interés en los chicos. Para él sus compañeras de clase no suponían nada particularmente llamativo, salvo la pura y simple amistad. Sin embargo, en ciertos momentos durante las clases de inglés, cuando le vencía el aburrimiento, se descubría a si mismo mirando más segundos de lo normal a algún compañero de clase. Tras las clases de educación física, cuando todos los chicos se cambiaban de ropa en el vestuario, ese chico sentía las emociones que supuestamente debían causarle las chicas.
De modo que terminando ya el bachillerato, aquel chico que nunca había tenido novia y que con frecuencia pasaba desapercibido en la clase, sabía perfectamente que no se iba a casar nunca. Y aunque conocía la razón, como cada martes tras la clase de gimnasia, miraba hacia otra parte, e ignoraba la realidad. Cada vez que él imaginaba su futuro, se veía adulto, soltero y sin hijos, como un individuo solitario y distanciado del resto. Se imaginaba adicto al trabajo y en algún momento de su vejez imaginaria, como un anciano con cabello blanco, viejo y solo, muriendo en la habitación vacía de un hospital. Este era todo el proyecto de vida que un muchacho de dieciocho años veía para sí. Imaginar cualquier otra cosa era imposible. Porque la realidad que anidaba en su corazón, él lo sabía, era algo incorrecto, inmoral y repugnante.
Cada noche antes de dormir, consciente de su soledad y amargura, trataba de rezar sin mucha fe. ¿Cómo se puede tener fe en un Dios que le odia a uno? ¿Cómo puede hacer alguien para cambiar lo que es y tanto daño le causa? ¿Qué clase de juego es el de un dios que crea seres imperfectos y les odia por causa de su imperfección? Ese chico pedía con lágrimas en los ojos a un Dios que jamás respondía, un cambio. Cada noche deseaba con todas sus fuerzas que Dios le cambiase, y de alguna manera, que "le arreglase" o "le sanase" para hacerle igual de normal que al resto de chicos. Perdido en la más profunda infelicidad, todo lo que repetía una y otra vez cada noche era: "Señor, permíteme ser normal". Pero Dios, en su silencio, ignoraba su petición, y en la siguiente clase de educación física de nuevo regresaba la tentación.
Ese chico se sentía indigno. No merecía amor. No merecía nada. Se avergonzaba de entrar en la capilla del colegio o en cualquier otra iglesia. Se sentía observado, juzgado, y capaz de quedar en evidencia en cualquier momento delante de las personas a quienes quería. Una y otra vez, angustiado, dedicaba su energía a odiarse a si mismo por ser un error de la naturaleza y un pecado para Dios.
Al convertirse en universitario, ese chico dejó su pueblo para marcharse a vivir a la capital, a un piso cercano a la facultad. Por primera vez se sintió adulto y responsable de su propia casa. Los primeros días en las aulas de la facultad quedó hipnotizado por aquel otro chico que de vez en cuando veía en el pasillo. Le llamaba la atención su ropa moderna, sus maneras afeminadas y la manera en que se comportaba delante de todos. Sentía vergüenza ajena de aquel desconocido y cada noche al regresar a casa se repetía a si mismo: "no deseo ser como él". Al día siguiente cuando entraba a clase, medía al milímetro cada uno de sus movimientos y gestos porque estaba convencido de que el más mínimo error bastaría para que cincuenta compañeros de clase descubriesen el gran y terrible secreto de su homosexualidad.
Perdió la ilusión por todo salvo por estudiar. El deseo de obtener las notas más altas era lo único que le transmitía alegría. Si lo lograba se sentía digno de respeto. Si fracasaba, se frustraba y se consideraba a si mismo un inútil. Aparte de eso, no tenía una relación demasiado buena con su familia y sus amigos. ¿Qué clase de relación podía tener, si ninguna de todas las personas que le conocía, le podía "conocer" realmente? ¿Qué clase de relación podía tener con sus amigos y familia, si les estaba engañando cada día de su vida? Cuando su familia o sus amigos le comentaban "¿Ya tienes novia?", siempre cerraba los labios y fingía una sonrisa antes de cambiar desesperadamente de tema. A veces decía "no, todavía no. No tengo suerte con las chicas". Y la presión crecía en su interior como una serpiente devorando su alegría. Y cuando un amigo le decía en la calle: "Bua chaval, mira qué buena está esa tía", él siempre sonreía y seguía la corriente con la más perfecta de las hipocresías. Era un experto en el arte de la mentira y el engaño. Al fin y al cabo era algo que practicaba cada hora de su día a día.
El paso de esos años y el silencio de Dios en sus oraciones le habían llevado al convencimiento de que él era una causa perdida y a veces se imaginaba que tal vez la muerte pondría fin a una existencia de silencio y mentiras. Pero lo que no sabía es que aquellos años le habían dado algo más que sufrimiento y tristeza: también le habían convertido en una persona sensible.
Porque a fuerza de tantas veces haber aprendido a disimular las miradas a los chicos en la calle o a cambiar el tema de conversación, había adquirido la capacidad para interiorizar todo lo que nunca expresaba con palabras a nadie. Y había creado en el interior de su alma, un universo rico e infinito de sueños, deseos y pasiones que sólo en su mente existían. Ese chico había aprendido a ver más allá de las palabras y los gestos. Sabía reconocer a otros chicos como él en cuanto los veía. Sabía encontrar cualquier señal en el lenguaje secreto de las novelas y las miradas. Y esa riqueza interior es lo que le permitió poder imaginar. Y si... ¿y si algún día las cosas fuesen distintas?
Aquel chico que jamás se había enamorado, que jamás había permitido que nadie le conociese realmente, comenzó a desear poder comprenderse mejor a si mismo en lugar de odiarse con tanta insistencia. Al fin se decidió a ir a la biblioteca pública y robar los pocos libros que pudo encontrar acerca de homosexualidad. Los leía escondido en un rincón de la sección de poesía inglesa, donde nadie solía acudir, y al terminar las tardes dejaba los libros en su sitio después de asegurarse cien veces de que nadie le veía hacerlo. Y por primera vez en esos libros comenzó a leer voces que expresaban ideas positivas respecto a la homosexualidad -también negativas en algunos libros, pero menos-. Y comprendió que había escritores que consideraban, sin conocerle, que él no era un enfermo ni un desviado.
En aquella misma época comenzó a investigar en Internet acerca de su "problema". Comenzó a ver videos en YouTube de chicos gays y chicas lesbianas que hablaban claramente sobre el tema que le inquietaba tanto. Poco a poco, dejó de considerar a los chicos amanerados que veía en la universidad como potenciales personas capaces de descubrirle y delatarle públicamente, y comenzó a descubrir en ellos aliados. Aliados secretos, porque jamás conoció a ninguno de ellos ni logró superar su timidez para hablarles, pero aliados al fin y al cabo, porque de alguna manera, estaban en el mismo "club".
En Internet encontró una página web llamada "cristianosgays" y a raíz de visitarla varios días, quedó maravillado de que pudiesen existir otras personas como él, que fuesen creyentes. Y no sólo eso, sino que además, existían recursos que le ayudaban a comprenderse mejor. Textos, reflexiones, fotografías, oraciones, vídeos... Ese chico ya no pasaba sus noches atormentado por ser un bicho raro, sino que al fin dedicaba su tiempo de soledad a aprender sobre la homosexualidad, y entenderse mejor a si mismo. A fuerza de leer estadísticas, noticias, declaraciones de obispos que le señalaban sin conocerle como un pecador abominable, alcanzó a aceptar que de alguna manera, esas personas estaban equivocadas con respecto a él. Si no le conocían ni le habían visto nunca pero se permitían decir que era una abominable persona, entonces quizá estaban equivocados.
Y quizá Dios no se hubiese equivocado. Quizá incluso le amase. Quizá incluso todavía hubiera esperanza. Pero no para cambiarse a si mismo y sentirse atraido por las chicas, sino para algo mucho mejor. Para poder amarse a si mismo y en consecuencia, amar a los demás.
Y en ese momento por primera vez imaginó que fuera posible amar a otro chico. Y se hizo la luz.
Y desde ese día, la vida de ese chico no volvió a ser gris ni triste.
Porque durante los meses siguientes, a pesar de seguir engañando a su familia y amigos cada día para protegerse del miedo al rechazo, era capaz de poner sentido a ese sufrimiento. Y su sentido era el amor.
Y desde ese momento consagró su vida entera al amor. Comprendió que por medio del amor se aceptaría a si mismo y ese mismo amor le permitiría compartir su felicidad con otro chico en el futuro. Y más adelante comprendió que ese mismo amor le permitiría formar una familia con niños que merecerían el más bello y lúcido amor que alguien jamás concebirá. Y también entonces supo cierto que Dios le amaba profundamente y que no por error le había bendecido con el don de la homosexualidad. Porque en este planeta hay demasiado horror y daño, furia y tristeza, y tan sólo el amor puede curar al mundo de esa pena. Y el amor no es una simple idea, sino una fuerza inmensa y diversa, dispuesta a plantar cara en múltiples frentes y de múltiples formas. Y ser homosexual era para ese chico, la respuesta a la falta de amor en el mundo, y la manera de vivir de forma verdadera amando a otra persona sin preguntar por su género, sino por el enorme deseo de buscar su bienestar y regalarle cada beso sin pensar si alguien le golpeará o le insultará.
Y así es como ese chico aprendió a amar su existencia y en base a ello saber amar a todas las demás personas. Ese chico aprendió a ignorar las diferencias -políticas, religiosas, físicas, personales...- y tender puentes entre personas muy diversas para encontrar lo que les une: sueños, proyectos, sonrisas, anhelos, ternura...
Y la búsqueda del amor es lo que permitió a ese chico reunir el coraje necesario para enfrentarse a su propia verdad y comunicarla a sus padres, hermanos, mejores amigos y cualquiera que la descubriese. Y las personas que no quisieron comprender la verdad, desaparecieron de su vida, dejando espacio para todas aquellas otras personas maravillosas que acogieron y aceptaron con amor a ese chico.
Y no hay más losas. Ni más miedo. Ni más armarios.
Tan sólo hay verdad. Hay claridad y pureza. Hay valentía. Hay fortaleza. Hay fe. Hay amor.
Ese chico era yo.
En mi oración,
en esta última entrada que publico hoy,
en Valencia, a lunes 29 de mayo de 2017.
JULIO.
Pronto amanecerá...