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Mi historia

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    MI EXPERIENCIA COMO MISIONERO

    “Crusaders of the Light” – GLOBUS
    https://www.youtube.com/watch?v=PNP9lqMVnfw

    Roma.
    Una calurosa tarde de principios de septiembre.
    En algún lugar de los suburbios. Cerca de una estación de metro. Ladra un perro. Una mujer regaña a un niño. Se escucha el tren de mercancías que recorre la vía.

    Para las personas que tengan la paciencia de leer esta historia.

    Escribo esta reflexión de manera anónima. Voy a intentar explicar qué significa para mí la experiencia que estoy viviendo en este lugar. Qué es ser misionero. Cómo es la vida de un misionero. Y, sobre todo, por qué vivir esta experiencia es un antes y un después en la vida de cualquier ser humano que tenga esta oportunidad.

    Tómate (mucho) tiempo para leerla, en un momento tranquilo del día y sin interrupciones. Y, sobre todo, poco a poco, intenta visualizar lo que estás leyendo. No la leas por encima. No es ficción. Es la pura realidad que veo aquí todos los días.

    De manera, que siéntate cómodamente, y lee. Y viajarás muchos kilómetros de distancia, a este pequeño convento. A mi día a día. A mi vida aquí. Bienvenido a mi realidad.

    Apenas he empezado a escribir y me doy cuenta de que no puedo colocar los acentos ni utilizar la letra que da nombre a mi propio país, España. Es lógico, porque me encuentro a mil setecientos setenta y ocho kilómetros de mi ciudad, de mi hogar, de mi familia. De esas personas que hablan mi idioma, me conocen desde que era niño, y han estado siempre ahí, compartiendo mis recuerdos. Mi presente ahora, este presente, es bien distinto. Me encuentro escribiendo ante un ordenador cuyo teclado no tiene acentos y ha transcurrido un mes y medio desde que me marché de mi tierra. Hace calor, pero no tengo dinero en mi bolsillo para comprarme un helado. Echo de menos a mis amigos, pero no puedo llamarles para quedar a tomar un café o salir a dar una vuelta esta tarde, porque están lejos, ciertamente, demasiado lejos. En otro país. Y donde quiera que mire, a veces tengo la sensación de que ciertamente, soy un extranjero. O al menos debería sentirme como tal. Aparentemente, cualquiera podría pensar que la distancia, el idioma, las costumbres de este lugar, son suficientes para sentir nostalgia, o melancolía.

    En realidad, no es así. Solo aquel que no sabe hallar su lugar en la vida es un verdadero extranjero, un extraño a sí mismo. Yo nunca antes me había sentido tan feliz como en este momento. Porque ahora que ya no tengo nada, nada, nada, he descubierto que lo tengo todo. Dicho esto, debería explicarme: soy misionero. Si, misionero, esa extraña palabra que nos evoca distancia y sacrificio, y que muchos de nosotros, diríamos, implica una auténtica locura. Porque seguramente hace falta estar loco para ser misionero. Y si ser misionero es estar loco, entonces yo lo estoy. A propósito, el escritor Lewis Carroll afirmó una vez, en "Alicia en el País de las Maravillas", que, respecto a la locura, "las mejores personas lo están".

    ¿Porque estoy yo aquí? (¡Tampoco tengo los signos iniciales de interrogación y exclamación, genial...!) ¿Por qué vine a Roma? Dios trazó una serie de inesperados acontecimientos que resultaron en una de esas oportunidades que escasamente se presentan en la vida de uno. Esa sucesión de eventos que viví, me llevaron, hace dos meses, cuando estaba terminando el curso en la universidad, a marcar en mi teléfono móvil un número de teléfono extranjero, que un compañero de estudios me había dado días antes. Aquella tarde, alguien levanto el auricular a muchos kilómetros de distancia, en ese momento, y me saludo en italiano con un "¡Buona sera!, pronto?".

    Y desde entonces, una serie de llamadas telefónicas, correos electrónicos, una renuncia a unas prácticas remuneradas de verano en el Registro Mercantil de Valencia, y al final, un billete de avión para Roma. Una situación personal que en un principio fue dolorosa y difícil, incomprensible, se convirtió en la oportunidad para convertirme en un hombre mejor. Fue una de esas oportunidades bellas y no muy frecuentes que Dios concede algunas veces, y que no se deben dejar pasar.

    Y aquí estoy ahora.
    En Roma.
    Solo.
    Sin nada.
    Feliz.

    Vivo en un convento. Comparto hogar con más de veinticinco hombres. Todos son misioneros de una orden religiosa que no voy a citar, porque esto es un texto anónimo y no quiero identificar a ninguna de las personas que he conocido, por respeto a su privacidad. Entre mis compañeros hay varios sacerdotes. Son personas maravillosas. El resto de hermanos son seminaristas todavía. Ninguno de ellos es español. Todos ellos vienen de los cinco continentes del planeta. Italia, Austria, Eslovaquia, Costa de Marfil, Kenia, India, Colombia, Venezuela, México, Panamá, Honduras, Estados Unidos, Canadá...

    Me levanto todos los días a las cinco en punto de la mañana. Medito en silencio durante una hora. Amanece. Rezo con los hermanos durante otra hora, hasta que el sol se ve en el horizonte y el reloj marca las siete y media de la mañana. Y entonces, desayunamos juntos en el comedor. Una taza de plástico con café y leche. Un plato de plástico, viejo y desgastado como todo lo que hay en este convento. Una rebanada de pan con mermelada o azúcar. Bendecimos juntos la mesa antes y después del desayuno. Al terminar, me voy a lavar los dientes y la cara, y me afeito en un fregadero de piedra que hay en el patio. Y salgo a trabajar cuando el reloj todavía no marca las ocho y cuarto de la mañana, pero ya aprieta el calor. En mi caso, cada semana trabajo en algo distinto.

    He estado en un albergue de ancianos sin-techo, donde lavaba a mano sus ropas, limpiaba sus habitaciones. Desde las ventanas podía ver las ruinas del Coliseo romano, día tras día, habitación tras habitación. Al terminar de limpiar, preparábamos la comida en la cocina, con la ayuda de las monjas que viven allí, y la servíamos a las casi cien personas que vivían allí. Y cuando ellos terminaban de comer, tocaba fregar -a mano- los platos y cubiertos. Yo solía fregar los vasos -unos cien-, en tres cubos de agua. Un anciano, un musulmán inmigrante de Libia que era tuerto y no hablaba mucho, me ayudaba secando con un trapo los vasos limpios. Había en ese lugar un espíritu de cooperación bellísimo, una atmosfera de amor que convertía los trabajos más repugnantes en tareas agradables.

    ¿Por qué? ¿Cómo es posible? Yo creo, que porque cuando haces algo poniendo amor -amor de verdad- en ese acto, todo cambia de color. Lo imposible se vuelve posible. Lo difícil se vuelve sencillo. Todo es mejor. Y el secreto es, tan solo, actuar con amor. Si un anciano se acerca a ti y te deja su plato de comida, con todos los restos, y se supone que tú tienes que lavar a mano, no solo ese plato, sino otros setenta u ochenta iguales, todo es mucho más fácil si tomas ese plato no con asco, sino con verdadero amor. Y entonces no te importa mancharte las manos o los brazos de tomate frito, o salsa boloñesa. Porque tomarás el plato con cuidado, lo limpiarás con una sonrisa hermosa en el rostro, y después, limpio y reluciente, lo dejarás con cuidado en la mesa donde otro chico o una monja están secando los platos con el mismo amor. Creo verdaderamente que ese es el secreto que esconde el trabajo de un misionero. Y de esa misma manera, tienes también que actuar con todo lo demás. Ya sea pasar una escoba envuelta en una toalla gris y húmeda para fregar el suelo. Ya sea lavar después esa misma toalla con tus manos en el fregadero. Ya sea tenderla después en la azotea. Ya sea sonreír a un hombre que espera su comida en la mesa, y preguntarle cómo se siente, o interesarte por su historia, sin importar como huela su ropa o si te dará las gracias o simplemente gruñirá...

    El amor es la salvación del hombre. Es la única respuesta a nuestros miedos y dudas. Es el amor. El amor impide que tires la toalla cuando estás harto. En ese momento, Dios te sigue amando. No puedes tirar la toalla cuando Dios está contigo.

    Cualquier acto donde el amor se hace presente, es por sí mismo, un acto valioso y especial. Ya sea lavar a mano los calzoncillos y los calcetines de esos hombres. Ya sea limpiar los cuartos de baño. ¡Ya sea, simplemente, estrechar la mano a alguno y sonreír, y decirle “Ciao, signore! Ci vediamo domani mattina!", y marcharte del trabajo con las manos vacías, sudor en la ropa y cansancio en el cuerpo, pero el corazón rebosante de amor. Amor de verdad. No existe nada más fuerte que ese sentimiento.

    Otros días he trabajado -por las mañanas- en la construcción de un nuevo albergue. Trabajo con albañiles que solamente hablan italiano, y a pesar de eso, nos entendemos perfectamente y trabajamos fenomenal. Mi trabajo en la obra suele ser limpiar el polvo de las ventanas, de los azulejos, del suelo, de las escaleras, y de cualquier rincón del edificio, día a día. A ratos me dedico a cargar sacos de escombros para llevar afuera, o cajas de azulejos y ladrillos para llevar adentro. De esa manera hago músculo y poco a poco fortalezco mi cuerpo. Pero, sobre todo, el trabajo en la obra me fortalece el alma. Porque es un trabajo que hago con amor. Uno de los albañiles, que es muy simpático, me dijo hace unos días “Io laboro per soldi, ma tu, ragazzo, tu laborai per gli ideali!". Y supongo que tiene razón. El amor es el ideal más bello, más fuerte y resistente que existe. Jesús se entregó por amor a todos nosotros.

    Esas palabras me hicieron pensar que, si yo recibiese un solo céntimo de euro por mi trabajo aquí, mi percepción de este esfuerzo sería muy distinta. El dinero es necesario para poder vivir, y eso es indiscutible. Pero algo más necesario que el dinero, mucho más poderoso, infinito y valioso, son los ideales, y el más importante de todos ellos es el amor. Si trabajo por dinero, estoy esperando algo a cambio, y mi esfuerzo dependerá de cuanto más reciba yo. Si trabajo por mi convicción de que el amor mueve mi vida, no espero absolutamente nada a cambio, y, por tanto, mi esfuerzo es siempre el que mi corazón me permite ofrecer. Y por eso trabajo con una sonrisa, sintiendo el cariño en cada saco de ladrillos que transporto, o en cada pasillo que he de barrer.

    De regreso al convento con los misioneros, comemos a las doce y media. Después de comer me dedico a lavar a mano mi ropa, y subo a tenderla a la terraza. La azotea se encuentra en el techo de la Capilla. Durante las tardes, tomo el metro para ir a la Ciudad del Vaticano. El trayecto dura media hora, y me permite leer algún libro mientras tanto. Normalmente leo temas de psicología o espiritualidad, aunque ahora mismo estoy empezando "The Adventures of Tom Sawyer" (1876), de Mark Twain. Cuando me bajo del metro, camino un rato hacia un comedor religioso donde trabajo por las tardes. Para llegar hasta allí, cada tarde, he de atravesar la Piazza de San Pietro. Y a unos pocos metros de ese lugar tan inmenso, bello y a la vez exageradamente ostentoso, símbolo de una Iglesia Católica más centrada en la opulencia y la riqueza material que en la verdadera riqueza espiritual del amor de Jesús, se encuentra el comedor. Los pobres hacen cola en la puerta durante toda la tarde para conseguir uno de los setenta puestos que hay en el comedor. Dos jóvenes policías están siempre en la puerta para controlar que no haya altercados entre los mendigos. Cuando me ven llegar, siempre hay alguno que me saluda y me dice "Ciao, Padre, buona sera!".

    Hay de todo entre los pobres. Hay algunos que ya me conocen y conversan un poco conmigo, otros que me sencillamente ignoran, y otros que están hablando solos, desvariando en su locura, o mirando a un punto infinito donde la esperanza está ausente. Hay algunos tan rotos por dentro, que serían perfectamente capaces de insultarme o golpearme -de la pura rabia que sienten hacia la sociedad- simplemente porque interpretan un simple gesto como una grave ofensa. Y no lo hacen porque los policías andan cerca. Hay muchos otros que me sonríen, y veo sus miradas tan profundamente hermosas y limpias, que las voy a recordar toda mi vida. Ellos también están rotos, ignorados y olvidados por todo el mundo, pero todavía son capaces de sentir el inmenso amor de Dios y expresarlo en su mirada de agradecimiento sincero.

    Cuando finalizo, cuatro horas después, regreso otra vez al metro. Justo en la Piazza de San Pietro, entre las columnas, se echan a dormir algunos de los hombres a quienes damos la cena. Me gusta mucho detenerme al menos cinco o diez minutos cada día con alguno de ellos, y al menos, poder charlar un rato. Francesco, Massimiliano, Antonella, Miguel, Hernán, Sergio, Golt, Vicenzo, Jab, Peter... y tantos otros... Tantos nombres reales, historias reales, sufrimientos reales. Hubo un día que pase dos horas y media hablando con uno de los hombres. Apenas me di cuenta de lo tarde que se había hecho. La basílica de San Pietro estaba ya iluminada y el cielo violeta del anochecer se mostraba detrás de la enorme cúpula. Aquel día regresé tardísimo al convento, pero el recuerdo de esa conversación con aquel hombre, y lo que él me dijo, jamás voy a poder olvidarlo.

    A las siete y media de la tarde tenemos la cena en el convento de los misioneros. Tanto el desayuno como la comida y la cena, se hacen en comunidad. Se toca una campanilla para avisar a todos los hermanos, y cuando estamos todos juntos, bendecimos la mesa y nos sentamos. Durante la cena, conversamos con alegría y nos contamos lo que hemos hecho durante el día. Hasta que el último no ha terminado de cenar, no nos levantamos ninguno. Y después, entre todos, lavamos los platos y dejamos la cocina limpia.

    Antes de dormir solemos tener un rato recreativo. Salimos al jardín del convento, y nos dedicamos a charlar un rato. El hermano H suele tocar la guitarra y ensenar a Solomon algunas canciones. A veces los hermanos J, B, L y A se animan a cantar alguna canción tradicional de la India, y nos reímos un rato porque es muy gracioso el humilde concierto que organizamos en un momento, entre todos. A mí me gusta mucho jugar al ajedrez, algunas veces con el hermano M y otras con el hermano P. Pero siempre me ganan. El hermano R me ofrece un "te freddo" algunas noches. Nos gusta charlar y contar anécdotas. Algunas noches me quedo a solas con alguno de los hermanos, y solemos tener conversaciones que disfruto mucho, porque me despiertan la curiosidad sobre temas que a menudo reflexiono, y conversar con ellos enriquece mi punto de vista. Ellos me abren sus pensamientos. Me hablan de sus familias, de sus países, de todo lo que han dejado atrás y lo que recuerdan de su vida anterior. Algunos fueron médicos, matemáticos, ingenieros, profesores… Y ahora han entregado su vida al servicio a los pobres. Y conocer esas historias, me deja asombrado.

    Por las noches, cuando ya hemos cenado y empieza a oscurecer, subo a recoger la ropa de la azotea. Cuando termino, me gusta quedarme un rato arriba, a solas, contemplando la puesta de sol y dando gracias a Dios por el día que he tenido. No importa si el día ha sido más bueno o menos bueno. Importa que ha sido un día más, una oportunidad más de existir en este planeta, de continuar vivo. Y solamente por el inmenso regalo que es estar vivo un día más, siento un profundo agradecimiento a Dios.

    Y cada día llegan noticias del exterior. De atentados, de asesinatos, de guerras y bombardeos. ¿Y dónde está Dios? ¿Y porque permite Dios que ocurra todo esto? Y yo no tengo la respuesta, pero me pregunto otra cosa: ¿dónde estoy yo? ¿Acaso podemos pedir a Dios que resuelva los problemas que nosotros, los seres humanos, estamos creándonos a nosotros mismos? Dios está en todos esos lugares de sufrimiento y dolor. Como también Él está en las esquinas y rincones de esta ciudad donde los pobres están solos, ignorados, despreciados. Lo único que puedo hacer, en lugar de echarle la culpa a Dios como hacen algunos, es utilizar mis dos manos y mis dos brazos para hacer de este mundo un lugar menos triste. Un lugar más bonito.

    El primer día que llegué a Roma, un sacerdote había sido asesinado en Francia por unos terroristas. Todos los días veo patrullas de militares dentro de las estaciones de metro, y también en las puertas de las iglesias de Roma. Hay momentos, cuando viajo en el metro, en que me doy cuenta de que no existe ninguna garantía de seguridad en estos momentos. En cualquier momento, una explosión puede terminar con todo. Cuando miro el atardecer cada día, simplemente doy gracias porque un día más he estado vivo. Y es que no hay nada más arriesgado que vivir. Y a pesar de esa situación de alarma, de terrorismo y crueldad, no puedo permitirme el miedo. Porque mi manera de entender el mundo no es tener miedo de morir. Es tener miedo de haber vivido sin vivir. Haber vivido sin amar. Haber vivido sin sonreír lo suficiente. Y cada día me siento más próximo a Dios, y, sobre todo, más agradecido por la belleza interior que brinda a mi vida.

    Los hermanos y los padres en el convento me tratan fenomenal. Cada día, cada uno de ellos me saluda y me dan un abrazo o me estrechan la mano y me dicen: "Good morning, (mi nombre), did you sleep well?". Y sus sonrisas son sinceras, pues nacen del cariño que me tienen. Nada más que mi compañía y mis historias puedo ofrecerles, pues no tengo ni un solo céntimo, y ellos me aprecian realmente, conversan conmigo y me permiten vivir aquí con ellos como uno más. Me he integrado perfectamente con ellos desde el primer día. También yo vivo sin ningún lujo, de la misma forma pobre que ellos, con su misma humildad material pero inmensa fortuna espiritual.

    A las nueve en punto de la noche, con el día concluido, me acuesto en mi cama, y "presto, subito", cierro los ojos. Un día bien aprovechado ha concluido, y es llegado el momento de dormir, hasta las cinco de la madrugada del nuevo día. Y así es un día normal como misionero en este lugar. Un día maravilloso y apasionante, que me ofrece la oportunidad de aprender esas cosas de la vida que uno no estudia en un manual universitario, pero que tarde o temprano, todos aprendemos.

    El tiempo aquí transcurre de otra manera, muy distinta a mi vida anterior. Hay mucho trabajo cada día, pero el trabajo no es una pesada agonía, ni algo estresante que aborreces. Nadie se agobia. Aquí disfrutamos lo que estamos haciendo en cada momento, y punto. Es una oportunidad para aprender a ser paciente, saber centrarse en el presente, y amar lo que hago en cada momento, sea lo que sea. No vivo con prisas, ni impaciencia, ni expectativas. Recibo lo que cada día me ocurre intentando apartarme de los prejuicios, convencionalismos o apetencias, y simplemente intento enfocar todo lo que ocurre de la manera más pacífica y sensata que puedo.

    Los misioneros en este convento, viven de una forma muy pobre. Sería más exacto decir, de una forma paupérrima. Todos los muebles, habitaciones, objetos... son viejos, desgastados, y bueno, prácticamente precarios. Las salas son módulos prefabricados y el techo de muchas habitaciones es simple chapa de plástico. Los retretes no tienen cisterna, así que utilizas un cubo de agua que tienes que llenar de un tanque grande o del grifo del lavadero. No hay lámparas: tan solo las bombillas de bajo consumo o los tubos luminiscentes. Yo duermo en un rincón de una habitación con cinco misioneros más, que son de India, Kenia y Costa de Marfil. Mi cama es un armazón de hierro y muelles cubierto con un colchón amarillo de espuma blanda. Es muy distinto de mi cómoda cama en casa, con su maravilloso colchón suave y mullido. El único lugar mínimamente decente de este convento es la capilla, pero ni siquiera tiene tampoco asientos. Nos sentamos con las piernas cruzadas y una Biblia en las manos, sobre una alfombra áspera que cubre todo el suelo. Y cuando entramos allí nos descalzamos, para que la alfombra no se ensucie.

    La comida es siempre muy básica. Normalmente hay tres posibilidades. O tenemos pasta, o tenemos arroz, o tenemos verduras. Los viernes se ayuna a la hora de comer. Los domingos solemos tener carne o pescado. En general, toda la comida la pedimos a los supermercados cercanos, que van a tirarla porque es comida que ya no van a vender porque esta próxima a caducar o ha caducado de unos pocos días ya.

    Y aunque todo aquí es viejo, pobre, y parece feo e incómodo, en realidad, es muy bello. Primero, porque todos cuidamos las cosas con mucho cariño y atención. No se malgasta nada. En nuestra pobreza, somos ricos. En mi pobreza aquí, soy más rico de lo que jamás he sido. Soy feliz. Plenamente.

    ¿Qué significa ser misionero, realmente? Hubo un momento, hace ya mucho tiempo, en que se encendió en mi esa chispa de locura, la idea de convertirme en misionero. Quería marcharme a algún remoto país de África y poner vacunas en un hospital o repartir comida en la calle, o esas cosas que solemos pensar. ¡Qué ingenuo, ahora me doy cuenta! No es necesario marcharse al Tercer Mundo para ser misionero. Basta tan solo, tener una misión: entregarse al servicio de quien necesita amor, verdadero amor. Y esas personas están en todas partes. Seguramente están en tu ciudad, en tu calle, y posiblemente en tu mismo edificio, o quizá dentro de tu propia casa, en tu familia. Porque el amor, solamente el amor, es la explicación de esta locura.

    Uno puede trabajar en una ONG, ser voluntario en cualquier centro social y un largo etcétera... Pero solamente el amor permite tener la energía suficiente para ser un verdadero misionero y estar dispuesto a renunciar a todo para entregarse en cuerpo y alma a todos. El "sentirse bien", o el "ser solidario" no es una recompensa suficiente para un misionero. La única recompensa real es el amor. El servicio absoluto y abnegado a los seres humanos que sufren. Un misionero no "trabaja", ni "ayuda", ni "colabora". ¡Olvidemos los eufemismos! Un misionero SIRVE. Un misionero AMA. Un misionero tiene FE.

    Todo eso lo he aprendido aquí, con la práctica. Y no voy a engañar a nadie. Esto no mola. No mola nada. No es guay, ni es col, ni es flipante. Desde el primer día me di cuenta de que el trabajo aquí no iba a ser solamente difícil, sino imposible.

    Frustrante. Inabarcable. Inacabable. Infinito. De que nadie me iba a dar las gracias, ni aplaudir, ni piropear. Al contrario. En algunos casos si, muchos hombres y mujeres me han animado y agradecido de corazón mi trabajo. Y otros muchos, en cambio, no lo han hecho. Sencillamente no pueden. Son corazones rotos, marginados, escupidos y abandonados a su suerte. Son personas que han olvidado serlo, que han aprendido a subsistir cuando, por cualquier causa imaginable, todos les han dado la espalda. Personas que están rotas de dolor, cuya pobreza no es solo material, sino profundamente emocional. Una moneda o un trozo de pan no alivia su necesidad. Porque su corazón es pura ceniza, y sus vidas no son grises, son negras, terroríficamente negras. Y no mola ayudar a este tipo de personas, que ni siquiera te miran a los ojos, que no te respetan, que se mofan de ti. No es guay.

    Si yo fuese un simple voluntario, el segundo día me hubiese cansado de este trabajo, y hubiese vuelto a España. Pero un misionero, mientras tiene amor en su corazón, no puede abandonar a aquellas personas que solo mediante amor infinito e incondicional pueden salvarse. Y día a día, "piano piano", como dicen en esta tierra, he visto que el amor ha obrado milagros. He visto que un mes después de aterrizar en Roma, algunos de esos hombres que alardeaban de su falta de respeto en el comedor donde les dábamos dos platos de comida caliente cada noche, me han estrechado la mano y al fin han sonreído. Y en sus ojos he visto, al fin, amor. AMOR. Un amor muy débil y dudoso todavía, pero amor, al fin y al cabo, y eso es un millón de veces mejor que lo que vi en ellos mi primer día como misionero.

    Una vez leí: "El amor es la meta más pura y noble a que aspira el hombre". Es una cita de Viktor Frankl, en su libro "El hombre en busca del sentido", donde relata su experiencia como superviviente en el campo de exterminio alemán más terrorífico jamás concebido, Auschwitz. Yo mismo pude visitar hace unos meses ese lugar terrible, esas cámaras de gas negras e infernales, y esas alambradas que asesinaron la esperanza de millones de inocentes. ¿Y si un hombre que sobrevivió al horror nazi fue capaz de afirmar que es “el amor lo más alto que existe en la vida”, entonces, que podemos decir nosotros, que somos unos auténticos privilegiados? ¿Que lo tenemos todo?

    Pues paradójicamente, no nos damos cuenta de lo muy privilegiados que somos. Al contrario. Somos expertos en la infelicidad, en el estrés, en la envidia, en el egoísmo. Con frecuencia olvidamos agradecer lo que tenemos y nos dedicamos a lamentar aquello de lo que carecemos. Dedicamos nuestra atención a compararnos con el vecino, y a tratar de crecernos ante los otros, alimentar nuestro ego, nuestro prestigio, nuestra vanidad. Nos hemos acostumbrado a tener tantos lujos materiales, que damos por sentado que lo extraordinario para millones de personas en el Tercer Mundo, es lo ordinario para nosotros. Y yo creo que no hay mayor pobreza que esa. La pobreza de aquel que no sabe agradecer lo que tiene. De quien no sabe simplemente disfrutar de su existencia por sí mismo.

    Nuestra actitud ante la vida es a menudo tan sombría y débil, que el amor parece algo remoto y desconocido. Porque vivimos sin amor. Vivimos sin aspirar al amor, y, por tanto, más que vivir, existimos. Nacemos, crecemos y morimos, pero no sabemos amar. Sabemos consumir, comprar, buscar en el escaparate lo que satisface nuestras necesidades inmediatas, tan solo para volver a sentir poco después la misma insatisfacción, el mismo vacío, la misma nada. Vivimos con miedo a amar, porque no sabemos arriesgarnos a ser felices. Porque tenemos miedo de serlo. No nos conocemos a nosotros mismos.

    Aceptamos como natural, la urgente necesidad de rodearnos de posesiones y ponernos ante los demás las máscaras de lo que se supone que debemos ser, sin concedernos el tiempo necesario para mirarnos en el espejo, y siendo sinceros con nosotros mismos, preguntarnos qué es lo que realmente queremos ser.
    Te diré lo que veo aquí: Como en España, aquí también veo caras serias en el metro. Personas que andan con prisas por las calles. Incluso los turistas tienen prisa por comer en los restaurantes o en las heladerías. Veo que muchos ni siquiera disfrutan ese momento. Tienen prisas por fotografiarse delante de la Fontana di Trevi o el Coliseo, pero ni siquiera se han detenido para observar las variaciones del orden dórico, jónico y corintio de cada nivel en las columnas de la fachada. Fotografían como locos la estatua de la Piedad de Miguel Ángel, como si hubiesen olvidado que, a solo un clic en Google, puedes encontrar deacinco millones de fotografías de esa estatua. Se dan empujones para fotografiarse ante la estatua, sin tomarse un solo minuto para contemplar la propia imagen de la Virgen María en su llanto ante Jesús crucificado. Me pregunto si alguien es capaz de sentir una mínima parte de la serenidad terrible y dolorosa de una Madre que ha perdido a su único Hijo en la Cruz, y a pesar de ello le sostiene en sus brazos con el mayor amor de su corazón. Quizá solo ven un pedazo de mármol. Corren como alma que lleva el diablo a las tiendas de recuerdos para comprar postales de bonitos atardeceres en Roma, y me pregunto si acaso han sido capaces de contemplar un atardecer real en esta ciudad.

    Un simple, hermoso, emocionante atardecer.

    Tan solo veo consumismo, materialismo, apego al dinero. Gente que fotografía sus helados en las terrazas para publicar las imágenes en sus Facebook o WhatsApp y mendigar admiración de otros. Gente que ostenta ropa de marca y alardea de sus móviles de última generación, pero pasan delante de alguien que esta postrado en el suelo mendigando una moneda, sin mirarle. Personas que compran crucifijos e imágenes de santos en las tiendas de artículos religiosos, pero que te empujan cuando salen de la tienda y ni se detienen a pedir perdón. Esas cosas veo, y me pregunto dónde está el amor, la belleza inigualable de las cosas sencillas, la alegría infinita de un corazón que ama. A veces me parece que solo veo a mi alrededor personas que se aferran a su vanidad, a su egoísmo, a su incapacidad para mirar con empatía a otro. Personas que necesitan la satisfacción inalcanzable de los placeres inmediatos, el alivio urgente, pasajero, efímero, que proporciona el consumismo.

    Vine a Roma para dos meses con solamente una maleta de mano, y desde que estoy aquí apenas utilizo dos mudas de ropa que lavo todos los días, un cepillo de dientes, jabón, un peine, y papel y tinta para escribir mis cartas a mi familia y amigos. Ni tan solo utilizo el móvil. Ni tengo internet. Ni he comprado un solo recuerdo, ni me he tomado una sola fotografía en ningún lugar turístico. Porque no me placen esas cosas. Soy un peregrino en la vida, y cuando termine mi viaje en este mundo, nada podré llevarme en las manos. Todo lo que poseo es una ilusión del tiempo. Me es mil veces más importante el buen recuerdo de un atardecer en la Plaza de San Pedro o una valiosa conversación con el hermano J, o la sonrisa de la hermana S, o jugar con el gatito que vive en el convento y escuchar su suave ronroneo de felicidad. No necesito publicar en mi Facebook que estoy ayudando en un comedor social, y colgar una fotografía mía vestido con el delantal en la cocina del comedor. No necesito eso. Me basta mi conciencia en mi mente, de que lo he hecho, no para que nadie suscriba un "me gusta" desde el teclado de su ordenador, sino para que este mundo sea mínimamente un lugar más bello, más humano, y más abierto al amor por las personas. Para la gloria de Dios, que me da las fuerzas y el amor que necesito cada día para trabajar.

    Cada uno de nosotros, al final, ha de vivir de la forma que desea vivir. Yo simplemente estoy encontrando la mía, y me siento feliz por atreverme a hacerlo. Solo tenemos una oportunidad para vivir en este mundo, y mi deseo es aprovecharla al máximo posible, vivirla, celebrarla, amarla. Así es la vida para mí: un regalo.

    Hace varios meses, una persona maravillosa en mi vida, se marchó de repente. Alguien a quien fui capaz de amar verdaderamente, de repente, dejó de compartir mi vida conmigo. Una parte muy importante de mi vida se rompió sin explicación. Fue un momento muy difícil, de profunda tristeza. Y tras un periodo largo del dolor que sigue a la pérdida de un ser amado, Dios me llamó a ser misionero. Ello significó renunciar a un trabajo fabuloso en el Registro Mercantil de Valencia. Renunciar a un salario, para recibir la pobreza material. Renunciar a una experiencia profesional para recibir una valiosa lección de vida. Renunciar a una línea en mi currículum vitae para recibir el amor infinito de Dios, a través del servicio al más pobre de entre los más pobres.

    Esta es mi historia, la simple historia de un chico que dejó todo atrás, puso rumbo a lo desconocido, y se marchó sin nada más que fe en el corazón. Fe en el amor del ser humano, que Dios nos ha concedido a cada uno de nosotros para que brillemos fuerte aun en la más ciega oscuridad.

    Os deseo un feliz domingo. Que vuestras vidas se llenen de felicidad, y jamás os permitáis el error de dejar de amar la vida.

    Nuevas aventuras llegan ahora a mi vida, y mis manos están preparadas para aferrarme a ellas con la mayor ilusión. Y una fe desbordante en Dios, y en el amor.

    Roma. Italia. Domingo, 4 de septiembre de 2016.

    Publicado hace 8 años #
  2. jose ruben
    Miembro

    Que historia tan maravillosa, me has hecho soñar despierto, hermano, e imaginar el lugar, sentir el calor, y visualizarte en ese convento. muchas gracias por tu experiencia.

    Publicado hace 8 años #
  3. Visibles
    Miembro

    ¡Muchas gracias! Qué bonito poder compartir experiencias que nos edifican como hombres, tanto emocional como espiritualmente. Un abrazo enorme.

    Valencia. Lunes, 26 de septiembre de 2016.

    Publicado hace 8 años #
  4. alexander37
    Miembro

    Si, es algo muy especial y me encantó, con muchas ganas de poder estar ahí.

    Publicado hace 8 años #
  5. Alamo
    Miembro

    Me ha gustado y comparto contigo la parte de la Piedad de Miguel Ángel. Ya no se dsifruta contemplando si no atrapando la imagen que se olvidará. A mi me ha pasado este verano en Portugal, disfrutando del río Tajo. No entendía porque me entusiasmaba y me relajaba tanto observarlo... Me di cuenta ayer, Soy de una ciudad de río... el río Ebro. Y eso forma parte de mí, de mi idiosincracia, de mi vida... y ayer di gracias a Dios por ello.

    Álamo. Zaragoza.

    Publicado hace 8 años #
  6. Visibles
    Miembro

    Loughborough, Reino Unido.
    Domingo 9 de octubre de 2016.
    Oh, muchas gracias por tu reflexión. La contemplación es toda una experiencia para el alma.
    Un fuerte abrazo. Feliz domingo.
    VISIBLES.

    Publicado hace 8 años #
  7. Risco
    Miembro

    ...Dios te bendice, hermano... p&b...agradezco a Dios cada letra de tu texto, de tu vida... un abrazo

    Publicado hace 8 años #
  8. Visibles
    Miembro

    Loughborough, Reino Unido.
    Lunes, 10 de octubre de 2016.
    Te agradezco a ti tu paciencia y tus palabras, Risco. Paz y bien.
    Un fuerte abrazo. Feliz semana.
    VISIBLES.

    Publicado hace 8 años #
  9. aleonero
    Miembro

    Es tan hermosa como amorosa tu experiencia que en mi corazón sentí por un momento la felicidad que tu estás sintiendo; siempre he soñado con encontrar mi camino, con poder amar, simplemente eso, amar la vida, a mis semejantes, al mundo que Dios nos dio y también poder servir de una forma desinteresada como tu lo haces, así sea por una vez y a una sola persona; pero en mí hay tantas ataduras y tantas cosas que no me han dejado hacerlo y no se por donde empezar, es triste reconocerlo pero no se ni qué hago aquí, ni para qué sirvo.

    Disfruté mucho tu historia, gracias por compartirla y por darme 15 minutos de alegría en mi vida.
    Quiero empezar a agradecer a Dios por todo (me nace en este preciso instante): Dios mío creador mío te doy gracias por haberme permitido leer esta maravillosa historia de este hermano, que su hermoso testimonio traiga a mi vida un poco de luz y de amor; bendícelo señor y acompáñalo siempre en su misión.

    Publicado hace 8 años #
  10. Visibles
    Miembro

    Loughborough, Reino Unido.
    Miércoles, 12 de octubre de 2016.

    Hola ALEONERO:

    "No sé ni qué hago aquí, ni para qué sirvo". Esas palabras te destruyen. Encadenan tu esperanza y enturbian tu futuro. Levanta la vista del suelo y mira al horizonte. Ahora estás aquí, y ahora tú sirves para algo. Si diriges pensamientos negativos hacia ti, te destruyes lentamente. David. O. McKay dijo "Your thoughts are the architects of your destiny". Tus pensamientos edifican tu propio destino, ALEONERO. Si de verdad piensas que no sabes para qué sirves, entonces los planos de tu destino son realmente confusos. Eso no te ayudará nunca. En la vida real, las personas con que a veces nos encontramos no tendrán reparos en criticarnos, juzgarnos, condenarnos y vilipendiarnos.

    Y por eso tú, ALEONERO, tú más que nadie, eres la única persona que con total certeza nunca debería condenarse a sí mismo, o menospreciarse. Ya lo harán otros por tí. Tú quiérete, asume que sí sabes qué haces aquí y sí sabes para qué sirves. Estás aquí porque Dios, en su misterioso plan, tiene un horizonte para ti. Y sirves para ello. Él te ayudará a discernir. Nunca te rindas. Deja que otros te critiquen o humillen, pero nunca lo hagas tú hacia ti mismo. Eso nunca te ayudará. Tú ámate, ámate como amarías a otra persona, como Jesús nos enseña en el Evangelio. Mira al horizonte siempre, y sigue adelante. Siempre hay esperanza, pero tú eres la única persona que tiene la capacidad para empezar a buscarla.

    Te agradezco tu sincero comentario.

    Un abrazo.

    VISIBLES.

    Publicado hace 8 años #
  11. Gracias, hermano pot este texto que he leído y releído varias veces...

    Aleonero, un fuerte abrazo con los mismos deseos de Visibles... Dios te ama, te guiña el ojo... mira hacia arriba...

    Un abrazo

    Mudejarillo
    País Vasco

    Publicado hace 8 años #

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