La melodía del piano cesó de repente, y la suite de Albeniz se esfumó en el silencio de la tarde. En el otro lado de la pared, Carlos oyó a su vecino levantarse del banco del piano, arrastrarlo sobre el suelo. Carlos sabía lo que ocurriría a continuación. Como todas las tardes, Felipe saldría a la terraza y durante unos minutos repasaba sus partituras. Sin tiempo que perder, Carlos se apresuró a ponerse la camiseta y salir también a su terraza. Su intuición no le había fallado. Apenas había tomado la regadera en sus manos cuando escuchó ruido en la terraza vecina.
-Hola -le saludó Felipe.
Normalmente no reparaba en él, y se sentaba durante todo el tiempo a leer las partituras en silencio. Carlos enrojeció y le devolvió un saludo titubeante, tembloroso como la regadera verde que sostenía en sus manos nerviosas.
Por encima del bajo muro que dividía las dos terrazas vecinas, Carlos veía a Felipe, sentado de perfil, frente a la vieja mesa de madera. Contempló las manos del chico, que iluminadas por la luz anaranjada del atardecer, parecían preciosas. Se concentró en aquellos dedos, hermosos y perfectos, los mismos que cada tarde de aquél verano se deslizaban sobre un piano cuya música vibraba en el corazón de Carlos. Observó el rostro del muchacho, deteniendo su vista en aquellos labios delicados y suaves, que apenas habían pronunciado su nombre todavía. Los ojos de Felipe, que eran una bella indecisión entre el marrón y el verde, saltaban en el papel de una nota a otra del pentagrama, pero apenas habían mirado nunca a los de su vecino.
Carlos cerró los ojos y se dio la vuelta. Postergar su descarada observación podría incomodar a Felipe, aunque el vecino no parecía haberse dado cuenta. Sacudió sus pensamientos, que cayeron sobre los jazmines como gotas de agua. Recuperó la cordura en su mente, pero no pudo hallarla en su corazón. Por más días que pasaran, aquel verano de saludos fugaces en el balcón y delicadas sinfonías de un piano invisible, Carlos sentía envidia de las plantas. De aquellos seres cuyas flores blancas podían trepar sobre el muro, y abrir sus pétalos hacia aquel chico que, sentado cada tarde en su terraza, era ajeno a su presencia. A su amor platónico, aquella difícil admiración que sin llegar nunca a poderse tocar con los dedos, había tocado un corazón como una melodía hermosa.
Por: Visibles.
Un abrazo a todos.
Valencia, 2 de julio de 2016.
"La escritura es una ventana abierta en el alma solitaria".