Valencia, 15 de junio de 2016.
A mí mismo:
Al igual que en la Lectura del Ciego de Jericó (Mc 10, 46-52), en ciertas circunstancias me siento envuelto por la tiniebla -de la tristeza-. Y es entonces cuando mayor es mi Fe, pues como al ciego, es la fe la que me salva. Lo he escrito para desahogar mi tristeza. Recomiendo no leerlo: es largo y aburrido. Pero es lo que siento, y es la única manera en que sé expresarlo. Ahí va.
Nosotros no somos personas corrientes. Bueno, nadie lo es, pero quizá nosotros, los homosexuales, tenemos algo especial distinto a los demás. Muchos nos hemos dado de bruces con nuestra realidad, hasta aceptarla, y aprender a merecer el mismo amor que el resto de seres humanos. Hemos recorrido un camino más cuesta arriba, más incierto y confuso, pero si hoy estamos aquí, es porque una fuerza interior nos ha llevado a ser hombres íntegros, honestos, y fuertes de espíritu. En mi caso, mi fuerza es mi Fe.
El amor es, cuando sucede, un intenso rayo de luz en la vida de un hombre. Es el suave tacto de una rosa, la hermosa melodía que despierta en las teclas de un piano, la caída silenciosa del muro de alambre en el que muchos terminan esclavos de su propio egoísmo. El amor es la paciencia, la ternura, aprender a aceptar a un ser humano de la manera en que Dios le ha manifestado su gracia. Es, en fin, la potestad de reservar para otro ser humano, la fuerza interior propia, con sus imperfecciones, sí, pero con toda su honestidad.
Es doloroso sentir que un día, la persona a quien se ha amado, desaparece. Uno puede afirmar que ciertas cosas no tienen o no deberían ocurrir, pero en realidad, las simples palabras, los simples anhelos, no pueden evitar en ciertas ocasiones, un desenlace triste. Uno puede creer que el amor es infinito y duradero, pero el día menos pensado, igual que esa persona llegó, se marcha sin avisar. Y ese día, bajo la tormenta, las palabras "para siempre" suenan vacías, huecas, grises.
El amor es un sentimiento que -al menos- hace frente a ese cúmulo de circunstancias, arrebata la tristeza de los ojos, y manifiesta en todos los actos y pensamientos de quien lo vive, una esperanza difícil de describir. Por eso, cuando ese mismo amor es el que recibe la embestida del adiós, de la separación, el desconcierto que uno siente es el peor de todos. El fin de una relación implica un profundo deseo de comprender los motivos por los que se pone punto y final. Y en ciertas ocasiones, cuando uno navega en su memoria sin encontrar un verdadero motivo que explique la ruptura, el sentimiento de tristeza es una mezcla amarga de frustración, desengaño y rabia.
El amor, pese a la tormenta que eventualmente nos sacude al término de una relación, sigue siendo algo que merece la pena sentir, porque creo que es un don que la mayoría de nosotros hemos recibido, y es la primera manifestación de otro amor más fuerte y constante, que es Dios. En esa tesitura, siento el Amor de Dios como un consuelo único y permanente. Como si por una vez, ese "para siempre" que un hombre no puede sostener en el tiempo, sí tuviera sentido para el eterno amor de nuestro Padre.
Cuando una relación acaba, el alma de quien trató por todos los medios de amar al otro aún en la dificultad, en la incomprensión, en el silencio, parece quedar inerte, muda, ciega. Y es entonces cuando en esa penumbra incierta, soy al fin consciente de que no estoy solo. Percibo un rumor próximo, un soplo de brisa llamando a la esperanza. Y cuando al fin se disipa la niebla, veo que Dios sigue junto a mi. Y lo que veo no es rencor ni decepción. Como cristiano, siento que el amor que he profesado a otro hombre, fue algo sincero y real. Por eso no puedo aceptar el sentimiento de rencor con que la ruptura me tienta. Eso no sería propio de mi.
Rezo, pidiendo comprender porqué la persona con quien compartí mi vida, se cansó o dijo adiós. Y Dios, trazando sus planes más allá de mi limitado entendimiento, me dice que hay algo más importante que comprender mi propia tristeza. Lo que verdaderamente importa es saber perdonar para seguir amando, aún cuando el amor es ya imposible. Nunca volverán las miradas sostenidas en el tiempo, los disimulados roces de manos en la calle, las conversaciones hermosas en un banco de un parque. No regresarán los malentendidos, las discusiones, los enfados o las reconciliaciones. Nunca volverán los besos, los momentos en que el amor tenía un nombre de persona, me sonreía, me abrazaba.
Aunque sé que ya nada de eso va a seguir existiendo, en la intacta superficie de mi alma, una brisa fresca, un rumor lejano, acontece. Es el verdadero punto y final después de la ruptura. Es el último don que Dios me regala para seguir adelante. Se llama perdón.
Y sé que la tristeza se detendrá. Cesarán sus gotas de llover sobre mi alma, nuevamente lisa e intacta como el mar cuando amanece. Y quizá después de que esa tristeza haya perecido, seguirá brillando como el sol, el Amor.