Es difícil vivir cuando el corazón no está en casa. El corazón, por definición, es hogareño, y permanente, necesita un espacio estable. Pero también tiene sus “pecadillos” y, a veces, se va de casa, buscando otros amores. Entonces comienza el caos. No se puede tomar decisiones si el corazón está ausente, ¿cómo llegas al consenso sin consultarlo? Por otro lado, tampoco se puede madurar y afrontar la vida sin optar. Lo “fácil” es continuar dejando que el tiempo te viva. Una forma más sutil de ir asesinando el alma. Vivir descorazonadamente es vivir muriendo.
A veces el corazón se rompe y entonces corremos el peligro de ir por ahí repartiendo pedacitos. Tenemos que ser muy cuidadosos cuando esto sucede, procurando unir con paciencia y tolerancia esos fragmentos perdidos y desorientados.
El corazón no es un buen geógrafo, cuando sale de casa le resulta difícil regresar. Para su orientación necesita de la voluntad y la humildad. ¡Y la paciencia!. Pero, una vez en casa…, ¡ah!, todo cambia.
Necesitamos un corazón en propiedad, nada de en alquiler.
Cuando el corazón está en casa, habitando su espacio en toda su presencia, se producen cambios en la vida. Es curioso que, a mayor permanencia del corazón, mayor movilidad de la existencia. Sí, se crece, se descubren cosas (no siempre agradables, es cierto), se decide, y los ojos adquieren la capacidad de mirar más hacia dentro que hacia fuera, más hacia lo eterno que hacia lo efímero.
Todos tenemos experiencia de corazón casero y de corazón ausente.
Llama hoy a la puerta de tu alma y averigua si está o no el corazón en casa. Búscalo si no hayas respuesta a la primera, insiste, no te canses. Pero… sí, quizás no esté presente, quizás haya partido.
Según la respuesta… tú decides qué hacer. ¿Le sigues en su ausencia o le ayudas a volver a casa?