Señor resucitado, eres una presencia de luz interior,
un fuego que mi oscuridad nunca extingue.
Me cuesta comprender que resucitado de los muertos
estas plenamente vivo, y que mi propia resurrección
ya ha comenzado en esta tierra,
como parte de una vida que nunca acabará.
Te acojo vivo en un acto de fe; te recibo con toda confianza
de quien se siente atraído por ti,
hasta el punto de querer que día a día,
tu palabra y tu presencia sean lo único esencial para mí.
Me gusta vislumbrar algo de ese Reino que ofreces a cada persona
pequeñas señales de tu presencia, como esa piedrecita blanca (Ap 2, 17)
donde está grabado un nombre nuevo, mi nueva identidad.
Un abrazo y feliz Pascua.
D.G.;Zaragoza