“Unos ocho días después de estas palabras, tomando consigo a Pedro, a Juan y a Santiago, subió al monte a orar” (Lc 9, 28)
Pongámonos en el lugar de los discípulos. Nos encontramos en el corazón del evangelio de Lucas: en el corazón del camino de nuestra vida. ¿De dónde venimos? ¿Qué ha sucedido hasta ahora? ¿Qué sucedió “hace ocho días”?
Venimos de seguir a Jesús. De haber respondido un día a su invitación a ir con él. De recorrer con él, en la alegría de las Bienaventuranzas, los caminos de Galilea. De escuchar de sus labios la Buena Noticia de la cercanía de Dios, de verla hecha realidad en sus gestos. De haber sido enviadas, enviados por él a anunciar esta buena nueva y a curar por todas partes. De haber vuelto a su lado, felices, a contarle todo lo que hemos hecho. De haberle reconocido como el Señor de nuestra vida, “el Cristo de Dios”. Un camino de intimidad creciente, de alegría que se expande, de salvación que se extiende.
Pero “hace ocho días”, toda esta luz pareció oscurecerse de golpe. Palabras oscuras salieron de la boca del Maestro: palabras que anuncian rechazo por parte de los poderosos, persecución y muerte. Sufrimiento para él y sufrimiento para quienes queramos seguir con él. Como si la muerte de Juan el Bautista a manos de Herodes proyectara ahora su sombra sobre todos nosotros y sobre el camino que tenemos por delante.
En medio de esta zozobra, hoy sucede algo extraordinario. Jesús “nos toma consigo” y sube al monte a orar. Este verbo, “tomar”, es el que había empleado el ángel para quitar a José todas sus dudas: “No temas tomar a María, tu mujer…”. Más adelante, José “tomó a María, su mujer, y al niño y huyó a Egipto”. Y el Jueves Santo veremos a Jesús tomar en sus manos el pan que es su cuerpo, que es Él mismo. Hoy es Jesús quien nos toma consigo. “Nos toma”, porque allí donde va a conducirnos jamás podríamos llegar por nuestro propio pie. “Tomando consigo a Pedro, a Juan y a Santiago, subió al monte a orar”. El texto no dice “subieron”, sino “subió”: Es Jesús quien sube. Nosotros, nosotras vamos en sus brazos, vamos incorporadas a Él.
Y aquí, en el monte, sucede lo extraordinario: la oración de Jesús, llevándonos a nosotras dentro de sí. Y de pronto nos descubrimos sumergidas en el corazón mismo del misterio de Dios. Nos envuelve una nube, símbolo del Espíritu Santo, que también a María la había “envuelto con su sombra”). Y escuchamos la voz del Padre: “Este es mi Hijo amado. Escuchadle”. Como si nos dijera: “Esta gloria, esta luz que envuelve a mi Hijo y a vosotras con Él, ES la verdad. Esta es la realidad. Escuchad sus palabras, esas que os desconciertan, y seguidle en su camino hacia la cruz (en el lenguaje bíblico, “escuchar” es sinónimo de “obedecer”. Id con Él. Y no tengáis miedo: atravesaréis con él, la persecución, el sufrimiento y la muerte. Todo se oscurecerá. Pero esa oscuridad no tendrá la última palabra.
Cristo Jesús, tómame contigo.
Padre Bueno, hazme escuchar tu voz.
Espíritu Santo, envuélveme en tu aliento.
Me entrego a Ti, oh Santa Trinidad.