Hermanos y hermanas,
Me gustaría compartir con vosotros y vosotras la homilía que hice en la celebración del inicio del ministerio presbiteral de nuestros cuatro hermanos al servicio de la Comunidad Apostólica Fronteras Abiertas.
Homilía en las ordenaciones de Javier, Fernando, Daniel y Koldo
Zaragoza, 12 de octubre de 2015
Jn 15, 18-27
“Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mi primero”. Y así el verbo odiar sale hasta ocho veces en el texto que acabamos de proclamar. Cuanto odio, no?
Creo que debemos tener presente que cuando el redactor de este texto estaba escribiéndolo se habían desencadenado las persecuciones contra las comunidades cristianas. Y las comunidades de Juan estaban asustadas y perplejas. “Nuestro entorno nos odia”, “el mundo nos odia”, “¿qué hemos hecho para merecer esto?”, como diría Almodóvar. De ahí que el redactor ponga en boca de Jesús todo este discurso: No estamos solos, porque a Jesús también le odiaron.
Él, Jesús, nos eligió “de entre los que son del mundo y por eso el mundo os odia, porque ya no sois del mundo”. El primer significado, el más diáfano, es que el mundo son los que nos persiguen, como le persiguieron a Él. Pero ahondemos un poco más. Nosotros formábamos parte del mundo hasta que llegó Él y nos eligió, y nos sacó de ahí. De dónde, exactamente? Y lo que quizás sea más importante para nuestra celebración de hoy, hacia dónde? Si ya no somos del mundo, de quién somos?
En el catecismo nos enseñaban que los tres enemigos del hombre eran “el mundo, el demonio y la carne”. Y a lo largo de nuestra vida en la iglesia hemos leído y escuchado auténticas barbaridades sobre lo que significa combatir a estos tres enemigos. Y también hemos podido escuchar y leer auténticas barbaridades sobre las personas a quienes se encomienda un ministerio, como hoy vamos a hacer con vosotros, y sus “cualidades” que les hacen estar fuera del mundo. Como si por el solo hecho de imponerles las manos pasasen a ser una especie de personas de un nivel superior al del común de los mortales.
Así pues, hoy, antes de encomendaros el ministerio del presbiterado, me gustaría reflexionar con vosotros sobre qué entiendo por “mundo”, este mundo que a partir de ahora os va a odiar un poco más, tal como odió a Jesús.
El sacramento que hoy celebramos, como todos los sacramentos, no es otra cosa que un signo visible del amor incondicional de la divinidad sobre todos nosotros y nosotras. Hoy se va a manifestar este amor inmenso sobre vosotros, para apartaros del mundo y haceros instrumentos privilegiados de la misericordia divina.
Qué dejamos atrás, pues, con el mundo, “sus obras y sus pompas”, como repetimos tantas veces en la profesión de fe? Veamos.
En primer lugar, dejamos atrás los criterios inhumanos, paganos y las consignas contrarias a la dignidad de las personas. El mundo que criticó Jesús de los escribas y fariseos, de los grandes sacerdotes, de los prepotentes de la religión y de la política. Un mundo que deshumaniza a las personas, a la sociedad y a la religión. El mismo mundo que asesinó a Jesús calvándolo en la Cruz.
En segundo lugar, dejamos atrás el mundo de los juicios y las condenas. Porque vamos a amar radicalmente, como Dios nos ama, como Jesús amó, a las personas pecadoras, a las marginadas, a todas aquellas que son consideradas escoria. Porque en ellas está el Reino que anunciaba Jesús. Porque, como Él mismo decía, “no he venido a para condenar al mundo, sino para salvarlo” (Jn 12,47).
Fijémonos pues en que el odio de que hablábamos al principio es unidireccional: del mundo hacia nosotros, como lo fue del mundo hacia Jesús. Él denunció la hipocresía y la inhumanidad (sin odiarla) pero amó profundamente a aquel mundo que le odiaba.
En tercer lugar, dejamos atrás el mundo de lo inmanente, de lo establecido, del cálculo, de la ciencia exacta. Porque nos ponemos en manos de lo inesperado, de lo trascendente, de lo gratuito, de todo aquello que no se puede medir. Porque nos sorprenderemos cada día, cada hora, cada minuto, con las maravillas que Dios nos pone delante. Porque para la divinidad todo es posible.
Finalmente, dejamos atrás el mundo del orden y de la mesura, el mundo de lo respetable, el mundo de lo previsible. Porque con Jesús nada es ordenado ni mesurado, nada es respetable, nada es previsible. Recordemos las palabras del Apocalipsis: “Ya hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5).
Con todo ello habréis visto que dejamos atrás el mundo establecido para entrar en el mundo divino, el mundo de Jesús, “un mundo raro”, como dice el bolero.
Supongo que a estas alturas a nadie se le escapa que lo que estoy describiendo no es otra cosa que un mundo profundamente “queer”. Muchos de vosotros me habéis oído hablar de ello alguna vez. “Queer” es esa palabra que en el mundo anglosajón significaba “torcido” o “rarito”, y que los movimientos de liberación gay de los ochenta utilizaron de forma orgullosa y reivindicativa para denominar todo aquello que les caracterizaba en contraste con la sociedad que querían cambiar. Lo que era un insulto o un término peyorativo sería a partir de ahora una palabra de liberación. “We are here and we are queer. Get used to it”, “Estamos aquí y somos queer, acostúmbrate a ello” gritaban por las calles. Somos los “torcidos” y los “raritos”, y queremos torcer y remover vuestra sociedad tan previsible, tan hipócrita, tan estructurada, tan dominada por las estructuras de poder.
Y para mí no hay ninguna duda de que el mensaje, la vida y la obra de Jesús es una iniciativa profundamente “queer”, profundamente “rarita” y “torcedora” del mundo establecido por el poder, la hipocresía, la dominación y la injusticia.
Porque efectivamente, Juan pone en boca de Jesús una frase que va dirigida a todas nosotras: “el mundo os odia porque ya no sois del mundo”. Cada uno de nosotros ha dejado atrás el mundo de la hipocresía de los escribas y los fariseos, el mundo del poder de los grandes sacerdotes y de los prepotentes de la religión y de la política, el mundo de los que juzgan y condenan, el mundo de los calculadores y mesurados, el mundo de los respetables, los previsibles. Y como lo hemos dejado atrás, este mundo nos odia. Somos y queremos ser los “raritos”, los que cuestionan y tuercen la dinámica mundana. Porque no queremos ser de este mundo. Porque hemos visto al Señor y al mundo nuevo que vino a establecer entre nosotros.
Este mundo nuevo, el Reino, ya está entre nosotros. Y nuestra tarea, no sólo de los ministros ordenados sino de todas las personas que nos consideramos seguidoras de Jesús, es hacer presente este mundo nuevo con nuestras acciones. La palabra, el discurso, la predicación es importante, pero sin acción, sin denuncia profética, quienes nos rodean no van a ver nada.
Somos y queremos ser “raros”, porque con nuestra palabra y con nuestra vida demostramos día a día que nada es previsible, que todo es nuevo. Y para ello tenemos con nosotros al “defensor, el Espíritu de la verdad” que Jesús envió a sus amigos y que a través de los sacramentos todos nosotros hemos recibido.
Todo ello va a hacer que “nos persigan”. Pero tenemos a aquel a quien persiguieron, clavaron a una cruz y mataron que va delante nuestro, y a quien el Padre “levantó de entre los muertos”.
Ánimo, pues, porque el camino que iniciasteis con el Bautismo sigue adelante, acompañados de una multitud de santos y santas, conocidos y desconocidos, que a lo largo de los siglos nos han precedido, y que dentro de un momento vamos a invocar.
Dejadme terminar estas palabras con un fragmento de un delicioso libro de Blai Bonet, “Evangelio según uno de tantos”. El autor imagina que Jesús habla con un joven que está al pie de la cruz. Le dice Jesús: “Todo es posible, menos ponerte públicamente de mi parte sin que te pase nada. Si no te pasa nada es que de tu vida haces prudencia, cálculo de probabilidades… Mírame: verás que la paz no tiene nada que ver con la tranquilidad…”
Que así sea!