A veces siento que permanezco inmutable mientras que la Vida pasa por delante de mí como si de un rebaño de búfalos en estampida se tratase. Ni veo, ni oigo, ni siento ese chorro de Vida que minuto a minuto, día a día, me envuelve, me empuja y en ocasiones hasta me atropella. Y es que las cosas de la Vida son como las cosas del comer y el beber. Todos los días comemos y bebemos y qué pocas veces somos conscientes de la importancia de este acto. Ni de ese acto, ni de las fuerzas, la energía, la vida, ni de los lazos que vamos entretejiendo en nuestras comidas y bebidas. Sólo pasan a formar parte de nuestro recuerdo algunas comidas y no precisamente por ellas, sino por la importancia del momento vital que celebramos o por la compañía que disfrutamos.
Celebrar hoy al Dios que se hace uno de nosotros y que se queda con nosotros haciéndose alimento, partiéndose y repartiendo en cada momento, en cada instante, me hace pensar lo poco que soy consciente de esa presencia.
Nada más nacer, ya comemos y bebemos de los pechos de una madre. Comulgamos en plenitud con la Vida. Dios, que es la Vida, sigue partiéndose y repartiéndose como el pan, en multitud de gestos, acciones de amor, de cariño que nos nutren y alimentan cada día que vamos sumando a nuestra historia.
Feliz de mí, si al final del día, soy capaz de reconocer en algún momento, palabra, gesto... esta presencia vivificadora, sostenedora y que nutre mi vida, a pesar de mi inconsciencia.
Es en el gozo agradecido de sentir en algún momento esta presencia del Dios que me dice; "Yo soy la Vida, ¡toma y come!" donde también encuentro la llamada a ser pan para los demás, alimento comunitario que se parte y se reparte.
