Hoy es un día cargado de contradicciones. Nos piden que asistamos a algo terrible y desagradable, a una tortura... y que observemos esa tortura como el mayor acto de amor. Vemos clavos, lanzas, coronas de espinas... y a un joven aceptando a una mujer como su madre y a una mujer aceptando a un joven como su hijo. Oímos burlas, sentencias lapidarias, traiciones y cobardías... y escuchamos el perdón, la súplica, la compasión.
Viernes Santo, para mí, siempre ha sido un día de contradicción. Me decían que viera la cruz como un símbolo de amor, que no se podía entender la resurrección sin pasar por ella y, confieso, que por miedo o por repugnancia me resistía admirarla o, como dicen en la liturgia, a adorarla. Además, al ser un símbolo que lo encuentras en tantos lugares, te acostumbras a verla y, como falso bálsamo, la ves pero no reparas en ella.
Hace unos años decidí que, para entender mejor la cruz, el dolor y el amor de Jesús, tenía que ponerle una cara específica. Este año, para mí, la cruz de Jesús es el día a día de un madre divorciada con tres hijos. Uno de ellos está viviendo una adolescencia muy problemática. Ella, con las pocas horas que tiene de trabajo y lo que le pasa su ex marido, hace equilibrios para llegar a fin de mes. Aún así, ella tiene sus momentos de sonrisas de alegría.
Viéndola a ella, puedo entender algo la cruz de Jesús, y me hace sentir la compasión o la empatía por esta mujer valerosa, fuerte, tenaz... crucificada. Este sentimiento también, durante todo el año, permanece adormecido.
Paz y bien.
Un abrazo.
Álamo. Zaragoza.
