Tendría yo nueve o diez años. En aquella aldea sólo había tres niños, mi prima, Cris y René. Con René no jugábamos, en su casa se llevaban mal con la nuestra.
Cuando el tiempo estaba bueno, venían hasta el cruce otros niños de diferentes edades del resto de la parroquia y, entonces, lo pasábamos muy bien jugando a muchas cosas y con las bicis. Marco, aunque de edad es menor que yo, iba a clase particular de inglés, creo, a casa Dovies. Marco era de una parroquia vecina. Según mi tía Gela, Marco hablaba como una muyer, andaba como una muyer y era, en definitiva, como una muyer, siempre según mi tía. Marco, a veces, de vuelta a casa iba cantando la canción esa que dice " un rallo de sol huo o o" de una manera que a mi, entonces, me parecía embarazosa.
Una mañana de verano, estando los rapacinos en el cruce, pasó Marco de regreso de clase. El camino en el cruce se encajona y había un senderito que subía a una finca. Allí estaba yo. Pude contemplar, con perspectiva, la escena que se iba a representar. No sé por qué, los niños comenzaron a tirarle piedras, le rompieron la bici. Marco primero no se movía del sitio. Luego se marchó llorando, restregándose la cara y con la bicicleta a rastro, cogida por un manguito del manillar. Lo veo ahora, en mi cabeza, tan claramente como entonces.
Cuando regresamos a casa de mi prima, su madre, mi tía Maruja, que yo tanto he querido, estaba lavando algo en el pozo. Marta y Cris contaron la hazaña. Mientras la contaban yo temía la reacción de Maruja, la riña que nos iba a caer por haber hecho aquella barrabasada. Pero no. Maruja comenzó a reír y a bromear con ellas y a burlarse de Marco... por maricón. Marco tendría entonces ocho o nueve años. Yo me callé. Me callé, pero debió de ser la primera vez en la que me di cuenta del lugar que ocupábamos Marco y yo en el mundo, en aquel mundo.
Me indigné porque en nuestra familia "éramos cristianos", porque Jesus no veía aquello nada bien, porque aquello estaba fatal de mal, porque los mayores tenían que defender a Marco... yo era inocente entonces. Supongo que en aquel momento comencé a dejar de serlo.
X.M. Asturias