Comentario a la lectura evangélica (Marcos 13, 24-32) del XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario.
Y llegamos.
Este es el fin. O el principio del fin. O más o menos.
Pero aquí estamos.
Al leer la página del Evangelio de hoy sentimos que se nos aprieta el corazón y nuestra mente empieza inmediatamente a proyectar imágenes de escenas catastróficas, de meteoritos que causan una destrucción total. E incluso los signos de los que habla Jesús parecen hacerse realidad.
Guerras interminables, miseria rampante, la otra pandemia… la de la injusticia que aún no ha sido derrotada, los pobres del mundo presionando para entrar en lo que creen que son tierras de fortuna, violencia, falta de respeto, agresividad, ira, oposición incluso dentro de la Iglesia y entre sus líderes…
Sí, yo diría que es esto: es realmente el fin del mundo.
Muy cierto. Es el fin de este mundo.
De un mundo construido sobre el engaño, el narcisismo, la chulería.
El fin.
Porque ya ha comenzado otra Historia, la verdadera, la que se esconde detrás de las cosas que nos parecen evidentes. Sólo es cuestión de saber leerla.
La comunidad de Marcos, el evangelista que nos ha acompañado este año, atraviesa graves dificultades: el Imperio Romano atraviesa una profunda crisis, parece estar en disolución. La situación es muy parecida a la que vivimos actualmente, de fin de imperio, de transición de era. Algunos exégetas afirman incluso que Marcos ha reabierto su obra terminada para incluir un nuevo capítulo, el decimotercero, creado precisamente para tranquilizar a los discípulos.
El lenguaje es el que se usaba en la época de Jesús, hecho de imágenes enigmáticas e hipérboles, que no hay que tomar al pie de la letra, sino interpretar correctamente. Y es un mensaje de esperanza que no asusta sino que tranquiliza: caen las estrellas, es decir, los astros venerados por las religiones paganas.
No habla del fin del mundo, sino del declive del paganismo, de una fe que ve en las estrellas una amenaza o una divinidad. Cae el imperio, ciertamente, pero también una visión superficial y supersticiosa de ver a Dios. Ya era hora.
La pequeña fe cristiana está protegida por su Señor, no tiene nada que temer.
Sus comunidades incipientes son el brote tierno de la higuera que por fin da fruto.
No como la estéril del templo. Sino la frondosa a cuya sombra escrutamos la verdad y la belleza de la Palabra.
La fe sigue ahí, ciertamente, pero a menudo superficial y emocional, mezquina y mundana, pendenciera y partidista.
Y atacada y asediada por otras formas de ver el cristianismo, a menudo como una amenaza o la pesada herencia de un pasado que hay que superar.
Con toda confianza, dice Marcos, lo que se derrumba son las estrellas, no la Iglesia.
Sí las Iglesias atrincheradas en sus posiciones…, no las comunidades que no reducen la fe a un legado social.
Incluso en nuestra fe, lo que se derrumba es lo que hemos añadido, a menudo apartándonos del Evangelio o incluso traicionándolo.
Derrumbar lo inútil. Permanece lo esencial y lo verdadero.
¿Y si todo lo que hemos vivido, el inmenso amor que hemos experimentado y volcado en nuestras acciones fuera para enfrentarnos ahora a esta oscuridad y no ceder al desánimo?
Más aún.
Los ángeles vienen de los cuatro puntos cardinales para reunir a los discípulos.
Y conocen a muchos, incluso a más de cuatro. Hombres y mujeres que viven en profecía, que animan, reúnen, motivan, socorren. Tantos que preceden y suscitan la venida del Hijo del Hombre, del Mesías en el que hemos creído y que sin duda volverá con gloria.
Ángeles que encontramos cada día, cada domingo, que reúnen, en lugar de dispersar, que construyen, en lugar de demoler. Ángeles que llenan.
Calma.
¿Cuándo sucederá? ¿Cuándo veremos volver al Señor? ¿Cuándo la penumbra que se desvanece en el mundo se convertirá en gloria y en la manifestación final de Dios?
No lo sabemos, no podemos saberlo, no debemos saberlo.
Sólo podemos mirar a la higuera, el último árbol que echa hojas, justo antes del verano.
La higuera, en la Escritura, llama siempre a la Palabra, a la Escritura que es dulce al paladar como el fruto de la higuera. Y Jesús llama a todos a acoger la Palabra que habita, que perdura.
Y nosotros, aquí, después de dos mil años, seguimos escrutando la Palabra, saboreándola, maravillándonos de ella, dejando que invada nuestros corazones, que invada nuestras mentes.
Permanece, fruto dulce a nuestro paladar, que nos habita y nos ilumina, que nos anima y nos espolea, que nos alivia y nos motiva, que nos acompaña para que podamos volar alto y ver. Ver la obra de Dios manifestándose, inexorable, en el despliegue del caos.
En otro lugar.
Jesús nos advierte: construir el Reino no es necesariamente sencillo, no es un pasaje de gloria en gloria, dejarse abrumar por el Evangelio e iniciar el camino del discipulado significa colocarse en una actitud de cambio perpetuo, luchar para hacer frente a las contradicciones de uno mismo y del mundo. El Reino sufre violencia, no se manifiesta con oleadas oceánicas y obras milagrosas.
En el signo de la contradicción, del cansancio, el Reino se manifiesta, entre el ya sí y el todavía no, alejándose de la lógica gerencial del éxito mensurable que, por desgracia, a veces se cuela incluso en la lógica eclesial.
Los ángeles reúnen a los discípulos de los cuatro puntos cardinales, se reúnen y sostienen a los que afrontan con serenidad la construcción del Reino. Sólo la Palabra y la certeza de haber experimentado a Dios o sentido su presencia nos mantienen en pie en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios.
Necesitamos recordarlo, en este tiempo de recepción del Sínodo sobre la sinodalidad, salir de la lógica del mundo para asumir la mirada de Dios sobre nosotros mismos, sobre el mundo y sobre la historia.
No, los cristianos no hablamos del final del mundo, sino del sentido y de la meta del mundo.
Que es el de descubrirse amados.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
Fuente: Remitido por el autor
Biblia, Espiritualidad
Apocalipsis, Apocalíptica, Ciclo B, Dios, Evangelio, Jesús, Tiempo Ordinario
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