“Hacia la clave del documento final sobre la sinodalidad”, por P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
Puede ser que la ausencia o, prácticamente silencio, de algunos temas haya eclipsado la segunda asamblea sinodal sobre la sinodalidad. Y, sin embargo, merece atención si se sabe comprenderla primero.
En un breve paréntesis, me permito hacer uso de una imagen tomada de la música: la clave musical. Las claves musicales son signos gráficos colocados al inicio de la partitura que sirven para indicar la altura de las notas en el pentagrama y por tanto determinar su denominación y consecuente correcta lectura en el momento de su interpretación. Una partitura en la que no se indica la clave musical es una partitura muda, es decir, las notas no son identificables porque es su posición en relación con esa clave la que determina su naturaleza y nombre.
Las claves musicales se originaron en el sistema de notación neumática utilizado en la música gregoriana en la Edad Media. En aquella época, las notas se escribían en una sola línea, con símbolos para indicar el intervalo entre notas. A medida que evolucionó la notación musical, se introdujo el sistema del tetragrama (cuatro líneas), que luego fue reemplazado por el pentagrama (cinco líneas) en el siglo XVI. Las claves musicales modernas, tal como las conocemos hoy, han evolucionado con el tiempo para adaptarse a las necesidades de los músicos y a la creciente complejidad de la música.
Hasta aquí la explicación de la clave en la música. ¿Y qué clave musical, valga la expresión, tiene la partitura de este documento sinodal?
Yo creo que la clave oscila entre una reforma que no se puede escribir ni formalizar, la de los corazones, y un cambio estructural: pasar de toda una estructura jerárquico-piramidal a una estructura que recupera su dimensión más asamblearia, que obviamente conserva un esqueleto, es decir, una jerarquía eclesial, pero recupera también la dimensión carnal, la que hacen los bautizados, de los laicos, de los protagonistas en y de la vida de la Iglesia, la del sacerdocio bautismal del Pueblo de Dios.
De este modo la Iglesia ya no sería clerical, sino una obra colectiva de laicos y ministros ordenados. El reto es fascinante porque equivale a reafirmar la unidad en la diversidad.
Este tema se puede entender mirando más en el detalle de lo concreto, la parroquia, su forma de ser, orientándose y decidiendo, en base a la voluntad del párroco o la reflexión más compartida en la asamblea de fieles y las valoraciones de sus consejos, y luego a nivel universal, sustituyendo la imagen tradicional de la fuente que con su único chorro de agua rocía todas las tierras, por la de muchos chorros de agua que convergen desde los lados del mundo formando la gran cuenca de agua.
Esta segunda imagen me recuerda una idea clara: como leemos en el texto aprobado, ya no es posible “una comprensión única de la vida de la Iglesia”. Ni siquiera las respuestas teológicas y las propuestas pastorales será seguramente sean iguales en todas partes del mundo.
La universalidad de la Iglesia presupone su pluralismo, porque las culturas en las que vive y trabaja la Iglesia son diferentes. Por seguir utilizando una imagen, la Iglesia sinodal se diferencia de la jerárquica piramidal, así como la nueva forma litúrgica se diferencia de la antigua.
En la Misa que se celebraba en latín, el sacerdote, de espaldas a los fieles y colocándose entre ellos y el altar, celebraba la Misa y mostraba a los fieles el camino que conduce a Dios. En el nuevo rito los altares se giraban para permitir a los fieles celebrar junto con el presbítero alrededor de la mesa eucarística.
Pero la reforma litúrgica y asamblearia no correspondió a una reforma estructural. Pablo VI inició el camino estableciendo el Sínodo, pero tuvo que limitarlo sólo a los obispos, órgano consultivo del Papa. La novedad estaba ahí, pero la realidad sinodal quedó circunscrita, y limitada, al cuerpo episcopal y pretendía en cualquier caso ser un instrumento consultivo y no deliberativo.
El Papa Francisco pide a la Iglesia que tome la dirección sinodal que es como decir que no puede ser piramidal, unívocamente jerárquica, sino que hay que “caminar juntos“. Así pues, del documento sinodal, habitualmente rico y estimulante, hay que señalar una innovación importante. Yo diría que puede ser decisiva a la larga: se refiere a cómo se toman las decisiones en la Iglesia. De hecho a esto está dedicado un capítulo entero.
“La toma de una decisión no concluye el proceso de toma de decisiones, debe ir acompañada y seguida de prácticas de información y evaluación, en un espíritu de transparencia inspirado en criterios evangélicos. Dar cuenta del propio ministerio a la comunidad pertenece a la tradición más antigua“. Y más adelante, en cuanto a la transparencia, se añade que debe estar conectada con “la verdad, la lealtad, la claridad, la honestidad, la integridad, la coherencia, el rechazo a la opacidad, la hipocresía y la ambigüedad“. Cuando se viola la confianza, las personas más débiles y vulnerables sufren las consecuencias. Por lo tanto, la rendición de cuentas debe convertirse en una práctica habitual.
Para permitir la participación de los fieles en el proceso de toma de decisiones, habría que limitarse a pedir que se pongan en funcionamiento los órganos existentes y muchas veces poco operativos, como el sínodo diocesano, el consejo presbiteral, el consejo pastoral diocesano, el consejo pastoral parroquial, el resto de los consejos…
“Una Iglesia sinodal se fundamenta en la existencia, eficacia y vitalidad real, y no sólo nominal, de estos órganos de participación, así como en su funcionamiento conforme a las disposiciones canónicas o costumbres legítimas y en el respeto a los estatutos y reglamentos que los regulan. Por esta razón son obligatorios, como se requiere en todas las etapas del proceso sinodal, y pueden desempeñar plenamente su papel, no de manera puramente formal, sino en una forma apropiada a los diferentes contextos locales. Además, conviene intervenir en el funcionamiento de estos órganos, a partir de la adopción de una metodología de trabajo sinodal“.
“La conversación en el Espíritu, con las adaptaciones adecuadas, puede constituir un punto de referencia. Debe prestarse especial atención a los métodos de nombramiento de los miembros. Cuando no está prevista una elección, se realiza una consulta sinodal que expresa lo más posible la realidad de la comunidad o Iglesia local y la autoridad procede al nombramiento en base a sus resultados, respetando la articulación entre consulta y deliberación descrita anteriormente. Es necesario también prever que los miembros de los consejos pastorales diocesano y parroquial tengan el derecho de proponer temas a incluir en el orden del día, en analogía con lo que ocurre con los miembros del consejo presbiteral“.
Cuál es el problema se puede entender en el siguiente párrafo: “La Asamblea propone que el Sínodo diocesano y la Asamblea Eparquial sean mejor valorados como órganos de consulta regular por parte del Obispo de la porción del Pueblo de Dios que le ha sido confiada, como órgano lugar de escucha, oración y discernimiento, en particular cuando se trata de opciones relevantes para la vida y la misión de una Iglesia local. El Sínodo diocesano también puede constituir un espacio de informe y evaluación“.
¿Querrán los obispos escuchar esta recomendación? La respuesta no depende de la estructura, sino de la reforma que comentaba al principio, la de los corazones. En el lenguaje eclesial, “ministerio”, por ejemplo el ministerio episcopal, significa “servicio”, y esto se aplicaría a todos los demás ministerios. Éste puede ser el desafío del Sínodo y de su recepción e implementación en la Iglesia: convertir el mecanismo de toma de decisiones en el corazón de quienes están llamados a decidir.
Y aquí, lo confieso, está mi miedo. Lo digo sin presunción. Tampoco sin temor. Y me explico o trato de hacerlo.
Mi impresión es la de que muchos obispos (superiores mayores, párrocos,…) tienen dificultades para adquirir una mentalidad de proceso distinta de la de proyecto. En consecuencia, surge la tentación de bloquear los procesos en curso provenientes de la Iglesia en general y de algunos territorios en particular, impulsados por la percepción de perder el control total y la visibilidad total de lo que está sucediendo.
Experimentar y caminar hacia una tierra extranjera ciertamente hace que te tiemblen las piernas. “¿Por qué debería yo el obispo… el superior mayor… el párroco… ser recordado por hacer esto…? ¿Quién me obliga a hacerlo si me quedan algunos años más en mi cargo?… ¿Cómo verá la Conferencia… la Congregación… la Parroquia… esta transición?”. Al mismo tiempo, hay obispos (y superiores mayores y párrocos) que se embarcan con valentía en la lógica de los procesos pastorales.
La mayor tentación que veo es pensar que deben/pueden gobernar con los mismos modelos de liderazgo que sus predecesores. Me refiero a modelos de liderazgo carismático y directivo, en manos del obispo solo o de un pequeño grupo de personas a su alrededor. Aquellos modelos respondían a la lógica: ‘Yo soy el obispo, yo soy el que gobierna‘.
Por un lado, y en primer lugar, deberíamos retomar la distinción entre decision making y decision taking: entre los dispositivos que conducen al desarrollo de decisiones para poner a quien toma las decisiones en condiciones de hacerlo a través de procesos participativos, y aquellos destinados a tomar la decisión. Muchas veces la indistinción entre los dos momentos del proceso decisional no ayuda a comprender un estilo de liderazgo diferente que hoy podríamos definir como más sinodal.
En segundo lugar, creo que hay que subrayar un concepto ampliamente difundido en los estudios sociales desde hace años pero quizás poco difundido en el mundo eclesial: el hecho de que vivimos en una sociedad definida como VICA: acrónimo formado a partir de las expresiones inglesas volátil, incierto, complejo, ambiguo. Parece claro que un modelo de liderazgo directivo, centralizado, unidireccional y lineal puede tener poco alcance en una sociedad tan definida.
¿Puede la excesiva toma de decisiones o la ausencia de ella ser resultado únicamente del miedo? Me lo pregunto. Creo que es el resultado de la incertidumbre en ambos casos. Después de todo, ¿acaso quienes quieren poseer y controlar el poder, no se ven afectados por el miedo a no ser la última y definitiva instancia del poder? ¿No buscan una confirmación de su manera de ser, de pensar, de decidir, de actuar? Entonces podemos cubrirlo todo con las mejores narrativas, hablar de prudencia o sabiduría o gradualidad o continuidad en la discontinuidad… pero el miedo permanece, con la necesidad de darnos una razón para hacernos aceptables ante nosotros mismos y ante los demás.
Una autoridad, una institución, genera vida si se refiere a algo distinto a ella misma. Transitar desde la autoridad al singular, que se refiere a uno mismo, la referencia única, que confirma su poder,…, hacia un modelo de autoridades que se refieren recíprocamente entre sí… hay un trecho. Y es que el plural permite otras cosas.
Permitir significa «morir», purificarse, liberarse. Significa lo que «uno no es» sin el otro. Una armonía renovada, la comunión, se define dividiendo, no reduciendo al uno. El plural, crea un espacio para ‘volver a ser’.
El Papa Francisco, en su discurso de apertura de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos ‘Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión‘ (4 de octubre de 2023), nos ayudaba a comprender este pasaje recordando la centralidad de la acción del Espíritu en la vida eclesial:
La gran obra del Espíritu Santo: no unidad, no, armonía. Él nos une en armonía, la armonía de todas las diferencias. Si no hay armonía, no hay Espíritu: es Él quien hace esto. […] El Espíritu Santo es el compositor armonioso de la historia de la salvación. Armonía -tengamos cuidado- no significa “síntesis”, sino “vínculo de comunión entre partes disímiles”. Si en este Sínodo terminamos con una declaración de que todos son iguales, todos iguales, sin matices, el Espíritu no está ahí, ha quedado afuera. Él crea esa armonía que no es síntesis, es vínculo de comunión entre partes disímiles.
Percibirse y narrarse como una autoridad cerrada en sí misma, una única mónada responsable de todo, y hacerlo en la realidad que vivimos, sólo puede generar miedo. Quizás esta sea también la razón de no pocas renuncias a la convocatoria para una designación episcopal, por parte de quienes se sienten inadecuados o fuera de lugar para asumir ese liderazgo porque se narra dentro de categorías y patrones que ya se perciben como ineficaces y esclerotizantes.
Por supuesto, esto no les quita a los obispos la responsabilidad de tomar las decisiones finales que les confiere el rol, pero es diferente si estas decisiones y opciones son el resultado de un proceso participativo. Las decisiones y opciones tomadas, entonces, pueden no ser del todo efectivas, pero esto, en la lógica procesual, no debe verse como un fracaso sino más bien como una mayor comprensión de la realidad, de esa tierra que actualmente nos es ajena y que se nos pide explorar y habitar tantas veces con temor y temblor.
Quisiera concluir así: bienaventurados los obispos que tienen miedo y lo comparten, bienaventurados los obispos que se sienten inadecuados y comprenden así que adaptarse a un modelo que ya no corresponde a la realidad les hará sentirse mal a ellos y a las personas a las que están llamados a acompañar; bienaventurados los superiores mayores y párrocos que reconocen su fragilidad humana y la ponen en red con otras fragilidades, sin faltar a su papel.
Por tanto, no se trata de frenar el miedo, sino, al contrario, de bañarse en su fuente, de permanecer vigilantes, atentos, de no dejarse sorprender por la muerte de la suficiencia, de reconocer su energía purificadora. No se trata de atajar el miedo, sino de atravesarlo, de dejar fluir su magma indistinto, de darle un nombre, de ceder a su curso, de extraer de él un don de conocimiento y renacimiento.
Le dejo la palabra a Jetró, suegro de Moisés:
Al día siguiente, Moisés se sentó a hacer justicia al pueblo, y el pueblo se quedó con Moisés desde la mañana hasta la tarde. Entonces Jetró, viendo lo que hacía por el pueblo, le dijo: «¿Qué es esto que haces por el pueblo? ¿Por qué te sientas solo, mientras la gente permanece contigo desde la mañana hasta la noche?”. Moisés respondió a su suegro: “Porque el pueblo viene a mí para consultar a Dios. Cuando tienen alguna pregunta, vienen a mí y yo juzgo las disputas entre unos y otros y les doy a conocer los decretos de Dios y su leyes.” El suegro de Moisés le dijo: «¡No está bien lo que estás haciendo! Terminarás sucumbiendo, tú y las personas que están contigo, porque la tarea te resulta demasiado pesada; no puedes realizarlo solo (Éxodo 18, 13-18).
Estamos invitados a escribir juntos el seguimiento de Cristo ya hacerlo de manera sinodal. Creo que ésta es la clave de la partitura musical de la redacción del documento de la sinodalidad. Entendida, aceptada, asimilada,…, esa clave, la interpretación de esta partitura fluye con belleza.
Fuente, remitido por el autor
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