“El Dios excesivo ”, por Joseba Kamiruaga Mieza CMF
El Hijo Pródigo | Giovanni Francesco Barbieri
De su blog Kristau Alternatiba (Alternativa cristiana):
Comentario a la lectura evangélica (Lucas 15,1-3.11-32)
Sólo en el desierto podemos descubrir el vértigo de esta página evangélica.
Sí, amigos, necesitamos habernos despojado (y mucho) de nuestros prejuicios y moralismos para poder leer realmente esta página con el corazón abierto. Lucas construye todo su evangelio en torno a ella, teje una fina red para bordar esta parábola asombrosa, inquietante.
¿La conoces? Sí, la mal llamada del hijo pródigo, la que aprendimos en los aburridos años de catecismo, el hijo fugitivo que despilfarra todo el dinero de su herencia y luego vuelve, arrepentido, con el rabo entre las piernas y se convierte… sí, la conoces, ¿verdad?
Cuando -ay- teníamos que arrastrar nuestras pobres conciencias a la limpieza pascual para confesarnos y el cura nos hacía sentir como el hijo desgraciado… sí lo sabes, ¿verdad?
Pues olvídalo y lee.
Lee sobre dos hijos (¿Por qué nos olvidamos del segundo? Quizá se parece demasiado a nosotros…) que tienen una idea muy equivocada del Padre. El Padre es una máscara, un competidor («tengo que salir de casa para realizarme» piensa el primero), un déspota («tengo que trabajar toda mi vida siendo un buen chico sin un poco de satisfacción» piensa el segundo), una marioneta.
Como ese Dios en el que creemos o no creemos (es curioso pero es cierto: ¡mucha gente no cree en un Dios que no existe!) Ese Dios frustración del hombre, castración de la libertad, ese Dios al que hay que rendir cuentas, por amor de Dios, que muchos, demasiados (¡incluso cristianos!) llevan en el corazón entristecido.
Y lee sobre el primer hijo que lo gasta todo, que se hace Dios, que piensa que la vida es un subidón.
Hermoso, verdadero, justo.
Pero entonces la vida pasa factura, la verdad sale a la luz y el hijo pierde sus delirios de omnipotencia en el fango de los cerdos.
Y piensa, reflexiona.
¿Se arrepiente? ¡Por amor de Dios!
Lee bien: el hambre le hace volver, no el remordimiento; el estómago le impulsa, no el corazón.
Y, astutamente, prepara su excusa: «Sabes, tienes razón, qué estúpido soy, no merezco…».
No, sigue sin entender nada del Padre.
Y lee sobre ese otro hijo que vuelve del trabajo cansado y resentido por la fiesta. ¿Cómo culparle? Su corazón es pequeño pero su justicia grande: sí, es verdad, el Padre se comporta injustamente con él.
Pues bien…
Nada de finales bonitos. Lucas se detiene.
No dice si el primer hijo apreció el gesto del Padre y finalmente cambió de opinión.
Tampoco dice que el hermano, ablandado, entró.
No: la parábola termina abierta, sin soluciones previsibles, sin moralinas fáciles ni finales de príncipe azul. En absoluto: la verdad sigue ahí.
Se puede estar con el Padre sin verlo, se puede trabajar con Él sin alegrarse, se puede dejar que la fe se convierta en reverencia respetuosa sin que el corazón estalle de alegría.
Y ahora, por favor, deja de mirar a estos dos hijos y hermanos, tan parecidos a nosotros.
Pequeños y mezquinos, como nosotros.
Y contempla al Padre, por favor.
Y contempla a un Padre que deja ir a su hijo aun sabiendo que se hará daño.
Y contempla a un Padre que otea el horizonte cada día.
Y contempla a un Padre que no reprende («¡Te lo dije!»), que no acusa, que abraza, que silencia las excusas (y no las quiere), que devuelve la dignidad, que celebra.
Contempla a un Padre injusto, exagerado, que ama a un hijo que le deseaba la muerte («¡dame la herencia!»), que divagaba en el delirio («¡tengo derecho!»), un Padre que sabe que ese hijo aún no está curado por dentro, pero que tiene paciencia y ya lo celebra con una fiesta por todo lo alto, tirando la casa por la ventana.
Contempla a un Padre que sale a suplicar a su hermano mayor irritado, que intenta justificarse, explicar sus buenas razones.
Contempla a este Padre que acepta la libertad de sus hijos, que es paciente, que señala, que estimula.
Los interlocutores de la parábola se pusieron pálidos…
Entonces: ¿Dios es así? ¿Hasta aquí? ¿Tanto?
Sí, amigos. Dios es éste y no otro. Dios es así y no de otra manera.
¿Y el Dios en el que creeos es realmente éste? ¿Y el Dios que confesamos es finalmente así?
Jesús morirá para afirmar esta verdad, estará dispuesto a ser inmolado para no negar esta revelación inesperada.
Dios es el pródigo, no el hijo.
Porque lo que es exagerado, lo que es excesivo, en esta historia, es sólo el amor de Dios.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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