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“Dios está aquí”, por Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Miércoles, 25 de diciembre de 2024

nhh1fotolospeonesbananerosd10i1Comentario a la lectura evangélica (Juan 1, 1-18) de la Misa de la Natividad del Señor – 25 diciembre 2024 –

En realidad, ya estamos en marcha.

Nos hemos preparado, quizás como nunca antes, para esta Navidad. Hemos conseguido, espero, no entristecernos por la situación, las muertes, la incertidumbre, las ausencias… Y hemos recibido la Navidad casi con modestia, quizá incluso sin los excesos que han caracterizado los últimos años.

Seguirá siendo una Navidad dura porque seguirá reinando la incertidumbre.

Y ahora, al comienzo de este brevísimo e intenso tiempo de Navidad, estamos llamados a sintetizar, a subir una octava, a ir más allá, a comprender, en fin.

Antes que nosotros, los discípulos del Señor lo han hecho, en el entusiasmo y la euforia del descubrimiento, tras la resurrección del Maestro, releyendo los acontecimientos, descifrando el código, desentrañando el enigma oculto durante siglos.

Dios está aquí. Dios está entre nosotros. Ha asumido la humanidad.

Se revistió de fragilidad, lo único que no conocía.

Y Juan, el místico, relee lo sucedido y vuelve su mirada a lo Eterno, a la lógica de Dios.

Dios es y ha sido siempre, y es comunión, relación, Trinidad.

Y Dios, en su Palabra, bajó entre nosotros para revelarse, para decirse.

Esto es lo que sucedió.

Solo.

Eres magnífico

Pero, como hemos dicho una y otra vez, la luz llega, pero las tinieblas no la han querido, no la han acogido. Ni la han vencido.

La Navidad que hemos llenado de azúcar está llena de sangre. Es el drama de un Dios presente y un hombre ausente. Un drama que se repite en la vida de cada hombre, de cada uno de nosotros.

Mira adelante, ahora, Juan:

A los que le recibieron, sin embargo, les dio el poder de convertirse en hijos de Dios.

Yo lo recibí, claro que lo recibí. Y me convertí en hijo de Dios.

Siempre lo fui, pero no lo sabía.

Perseguía (mendigaba) la imagen de mí que los demás me devolvían. ¡Cuánto sufrimiento me ha creado y me sigue creando este mendigar, este depender del juicio de los demás!

Pero acoger a ese niño, hacerme cueva, pesebre, ofrecer mi corazón dolorido como tabernáculo del Eterno, me cambia la vida. Me la ilumina.

Soy hijo de Dios. Ni más ni menos.

Y cuando tomo conciencia de ello, mi alma se eleva ante Dios.

Sí, Dios viene al mundo como un hijo para hacernos hijos de Dios. ¡Qué regalo tan maravilloso! Hoy Dios nos sorprende y nos dice a cada uno de nosotros: “Eres una maravilla”. Hermana, hermano, no te desanimes. ¿Estás tentado a sentirte mal? Dios te dice: “¡No, tú eres mi hijo!” ¿Tienes la sensación de no lograrlo, el miedo de ser inadecuado, el miedo de no salir del túnel de la prueba? Dios te dice: “Ánimo, yo estoy contigo”.

Los ojos del corazón

Tendremos tiempo para acoger más y meditar y reflexionar. Si nos hemos decidido -¡ya era hora! – iniciar el camino de conocer toda la verdad, de mirar las cosas desde la perspectiva de lo Eterno. Nos queda mucho camino por recorrer, pero no estamos solos. Ya no estamos solos.

Como San Pablo desea que estemos:

Que el Padre de la gloria, os dé un espíritu de sabiduría y de revelación para un conocimiento profundo de Él; ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis a qué esperanza os ha llamado, qué tesoro de gloria encierra su herencia entre los santos.

 Ser hijos de Dios es descubrir la esperanza que nos aguarda, a pesar de las dificultades, el desaliento, la pesadumbre que a veces parece prevalecer. Hay un tesoro de gloria que aún no hemos descubierto, pero, para ello, se nos invita a profundizar en el conocimiento del Señor. Y a descubrir que Él nos sonríe.

Como lo hizo María, la Madre.

Que veas la luz del rostro de Dios, el resplandor de su rostro.

El resplandor del rostro significa la sonrisa de una persona: cuando sonreímos nuestro rostro se ilumina. Así que hoy te bendigo: pase lo que pase, ahora y siempre, que captes el rostro sonriente de Dios en tu vida, en tus asuntos, incluso en tus labores.

Dios sonríe, por supuesto. El que ama, incluso en la adversidad, sonríe.

El rostro sonriente de Dios nos lo revela Jesús recién nacido.

Dios sonríe; no es huraño, ni impenetrable, ni desquiciado.

Dios sonríe, siempre. El problema, en todo caso, somos nosotros.

En momentos de fatiga y dolor no miramos hacia Dios, sino hacia nosotros mismos, hacia el dolor, hacia el lado oscuro de la realidad; nos abruma la emoción, no reconocemos en Dios ninguna sonrisa.

No esperes que Dios te resuelva los problemas, te allane la vida o te la simplifique.

La vida es un misterio y como tal hay que acogerla y respetarla, y al discípulo no se le ahorra el sufrimiento.

Pero si Dios te sonríe, siempre, significa que hay un truco que no veo, una razón que ignoro, un horizonte más allá, algo más, y entonces confío.

Pase lo que pase en tu vida, ahora y siempre, que Dios te sonría, hermano, hermana.

Poner orden

Para notar la sonrisa de Dios, hay que imitar a la adolescente María.

María, a quien celebraremos dentro de unos días con el título de «Madre de Dios», se ve turbada por demasiados acontecimientos durante la última semana: dar a luz sola, estar lejos de su casa, vivir más que temporalmente, recibir la visita de pastores sombríos. ¿Qué hace? Guarda todas estas cosas meditándolas en su corazón.

Mejor aún, Lucas escribe que «tomó los pedazos y trató de unirlos».

Nos falta un centro en nuestras vidas, estamos abrumados por la vida vivida. Como la colada amontonada en la pila, necesitamos un hilo en el que colgar todas las cosas para que se sequen.

Este centro unificador que es la fe es precioso para nosotros.

¿Por qué no comprometernos a partir de nuevo de Dios, a poner la escucha de la Palabra y la meditación en el centro de nuestra jornada?

Sólo entonces nos daremos cuenta de que Dios nos sonríe.

Feliz Navidad.

Joseba Kamiruaga Mieza CMF

(Remitido por el autor)

Crédito de la imagen: Autor desconocido, sin fecha, Imagen 1943-1944, Mujeres campesinas, Colección fotográfica Fondo Jorge Eliécer Gaitán.

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