“Dios es feliz, porque libera”… III Domingo de Adviento (Lucas 3,10-18)
Comentario a la lectura evangélica (Lucas 3,10-18) del III Domingo de Adviento
Dios es feliz.
Esto es lo que el profeta Sofonías dice al pueblo en el exilio. No es feliz porque el pueblo sufra, sino porque sabe que lo conducirá de vuelta a Jerusalén.
Dios es feliz. Crear, amar, existir, salvar, ser.
Dios es feliz porque ha decidido intervenir, forzar su mano a pesar de que se había comprometido a permanecer oculto, fuera de la vista, porque el Amor sólo puede dejarnos libres.
Dios es feliz porque viene, porque nace, porque libera, porque motiva. Es un Dios feliz el que esperamos. Un Dios que trae la felicidad cuando menos lo esperamos.
Dios es feliz y nosotros con Él.
En la Biblia se utilizan más de veinticinco términos para describir la felicidad. Así, para recordarnos a los cristianos, a menudo deprimidos y apesadumbrados, que la fe tiene que ver con la alegría.
Pablo escribe a los cristianos de Filipos: es verdad, hay fatigas, bajamos los brazos viendo las muchas contradicciones que experimentamos, estamos constantemente abrumados por mil noticias que nos desaniman. Pero si Dios está cerca, escribe Pablo, nada puede realmente apagarnos, angustiarnos, alejarnos. De Él.
Y este Adviento, marcado todavía por el miedo, por la incertidumbre del futuro, por la impaciencia social, por la crisis galopante en nuestras comunidades cristianas, por…, tiene precisamente este propósito: hacer que nuestro corazón habite en Dios, levantar la mirada, sumergirnos en las profundidades del océano, abandonando la superficie sacudida por la tempestad.
El Adviento es esto: volver a creer que Dios es feliz y que nos hace felices.
Peregrinos.
¡Qué bueno es poder escribir estas cosas! ¡Qué hermoso contemplar este secreto compartido, más allá de las muchas contradicciones! Estamos tan desesperadamente necesitados de buenas noticias, de consuelo, de horizontes diferentes de la sombría experiencia que tenemos cada día.
Dispuestos a recorrer kilómetros para encontrar a alguien que nos dé esperanza.
Como las multitudes de Jerusalén que bajan al Mar Muerto para encontrarse con el profeta Juan.
Tienen el templo, y los sacerdotes, y el culto, pero sus corazones no están llenos.
Rituales, no verdad.
Costumbre cansada, no palabras que sacuden y resucitan.
Acuden a Juan, piden ayuda, piden camino, etapas, indicaciones, propuestas.
¿Qué debemos hacer?
Para ser felices. Para vivir, por fin. Para florecer.
Y es algo extraordinario, inesperado, esencial.
¿Qué debemos hacer?
Somos nosotros los que tenemos que hacer. Nadie lo hace por nosotros, nadie nos da la felicidad y la plenitud. Sólo yo puedo tomar las riendas de mi vida, dejándome iluminar por la plenitud de Dios. Yo soy el capitán de mi barco.
Y Juan señala.
Haced.
Dad una de las dos túnicas que tenéis, él que vive desnudo.
Dad de comer, él que ayuna.
No exijáis, el que nada pide.
No robéis, el que nada posee.
Le escuchan porque vive lo que dice. Entonces los buscadores llegan hasta él. Incluso los publicanos, incluso los soldados. Él no los rechaza, altivo en su fama de santidad.
Todos pueden ir. Y a todos les ofrece un camino.
Sencillo, accesible, posible.
¿Es una indicación para nuestra Iglesia en su camino pos-sinodal?
Una suma de pequeñas cosas.
Las respuestas del profeta son desconcertantes: consejos banales, sencillos, no propone ninguna opción radical imposible, ningún sueño excesivo: comparte, no robes, no seas violento…
Al pueblo (¡creyente y devoto!) Juan le pide que comparta, que no deje que la fe se quede sólo en oración o pertenencia vaga, sino que haga vibrar esta fe en nuestra vida, que la deje contagiar nuestra vida y nuestras opciones concretas, para no hacer esquizofrénica nuestra religiosidad.
A los publicanos, a los recaudadores de impuestos y a los ladrones, nos pide que seamos honestos, que no exijamos demasiado escondiéndonos detrás de un dedo. Como cuando, los profesionales, exigimos demasiado dinero por nuestra experiencia apelando a los honorarios y olvidando los momentos difíciles que vive la gente.
A los soldados, acostumbrados a la violencia, Juan les pide moderación y justicia, no que se enseñoreen de los demás.
Juan tiene razón: de las pequeñas cosas nace la aceptación.
Juan tiene razón, haz bien lo que estás llamado a hacer, hazlo con alegría, hazlo con sencillez y se convierte en profecía, en el camino preparado para acoger al Mesías.
Era normal que los publicanos robaran, normal que los soldados fueran prepotentes, normal que la gente acaparara lo poco que ganaba. Entonces como ahora.
Juan muestra una «otra» historia: sé honesto, no seas prepotente, comparte.
Esta «otra» historia es nuestra civilización, la que hay que defender con la razón y la profecía.
Esto podemos hacer, hoy, para contrarrestar toda violencia, todo abuso, todo desaliento. Para acoger al Dios que viene.
Se hace heroico, también hoy, ser honrado en la honestidad del trabajo, profético ser manso en un mundo de tiburones, desconcertante hacer gestos de gratuidad.
Dios se hace pequeño. En pequeñas actitudes trazamos su estela luminosa.
Y esto da alegría, también ahora.
Porque el Dios feliz ama a las personas felices.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
(Remitido por el autor)
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