“El amor no es la ostia. Con motivo del día contra la violencia hacia las mujeres.“, por Joseba Kamiruaga Mieza CMF
Con motivo del 25N, Día para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres
El día 25 de noviembre se celebra el día contra la violencia hacia las mujeres. A día de hoy hemos visto reportajes televisivos con muchas entrevistas a mujeres implicadas en la violencia de diversas formas y en distintas intensidades. Lo que es impresionante es también el aspecto epidémico del acoso, de los intentos de acercamiento astuto o violento a las mujeres. Y, al mismo tiempo, impresiona la afirmación que repiten en muchas ocasiones las mujeres, de un miedo generalizado y de actitudes defensivas necesarias para afrontar la situación.
Y un pensamiento, entre tantos, me viene espontáneamente. Qué extraña es nuestra sociedad. Tenemos infinitas posibilidades de relación. Naturalmente, me viene a la mente Internet. Pero también el teléfono que es, sí, el punto de llegada de Internet pero también esa “caja de bolsillo” que nos permite hablar con cualquier persona, en cualquier momento y en cualquier lugar. Somos el punto de convergencia de una red muy densa. Sin embargo, en esta red de relaciones, las que se discuten en esta jornada mundial de la violencia contra la mujeres, son las relaciones directas, las que están “en presencia” y no cualquier relación, sino las más ricas y complejas, las que se dan entre el hombre y la mujer. Y en este día somos invitados a pensar no en el encanto sagrado de esas relaciones, sino en la inmundicia de su “profanación”.
Y la conclusión a la que muchas mujeres han llegado al hablar del acoso del que han sido víctimas también nos hace pensar: no salgo, no salgo sola, no salgo por la noche. En otras palabras: reduzco mis relaciones. Dado que las personas equivocadas pueden infiltrarse en mis relaciones, las evito. Así, la jornada contra la violencia contra las mujeres nos hace reiterar lo que, por desgracia, ya sabíamos: tenemos fácil acceso a relaciones ligeras, las del teclado del ordenador y del teléfono móvil, tenemos difícil acceso a relaciones profundas. Nuestra tecnología expone nuestra sorprendente pobreza.
Y esa pobreza es denunciada, al fin y al cabo, por la propia institución de un “Día contra la violencia contra las mujeres“. Otro día para… otro día más… para otra jornada. Las Naciones Unidas celebran 140 cada año. Los hay nobles para batallas muy nobles -memoria de las víctimas del Holocausto, contra el cáncer, por la naturaleza, por las mujeres…-. Hay otros, digamos, un poco más particulares -día de las legumbres, día de las niñas en las tecnologías de la información, día del jazz, del atún, de las aves migratorias, del té, de la luna llena, de los asteroides, de los servicios higiénicos…-. Luego están los días proclamados por diferentes instituciones, incluida la Iglesia Católica.
Tal vez el día contra la violencia hacia las mujeres se pierde un poco en esta marea. Tenemos demasiadas cosas de qué preocuparnos e incluso cosas muy importantes terminan siendo menos importantes, por la sencilla razón de que son demasiadas.
Parecería que, después de todo, una serie de hechos similares a las molestias de cualquier violencia -de baja, de media, de alta intensidad- contra las mujeres es a la secuencia normal y diaria de acontecimientos diarios con los cuales estamos como llamados a convivir. Una novela puede inventar. La realidad, en cambio, no inventa sino que es cierta, dice cosas reales y verdaderas. La avalancha de noticias acoso, maltrato,…, de cualquier intensidad no es falta. La violencia no se trata sólo de matar a otros. Hay violencia cuando utilizamos una palabra denigrante, cuando hacemos gestos para despreciar a otra persona, cuando obedecemos porque hay miedo. La violencia es mucho más sutil, mucho más profunda. Es verdad que el mundo entero no es así. Pero es cierta realidad, porque muchas veces, casi todos los días, aquí y allá en el mundo, es así.
La violencia contra la mujer es comparable a un infierno porque socava los fundamentos de la vida: las relaciones con los demás que, en lugar de hacer crecer y enriquecer la existencia, la anulan, la destruyen, la suprimen. Las relaciones que dan vida, aquí llevan a la muerte, porque no solamente no existen sino que son violentas. No es difícil, si se me permite una pizca de moralismo, ver algo de advertencia en estas inquietantes violencias (y de otras). Es muy sencillo. O vives las relaciones con las mujeres decentemente, desde la dignidad y el respeto debidos, o corres el riesgo de hacer que ellas mal vivan, es decir, no vivan.
Es necesario tener el coraje de mirar estos fenómenos violentos que infestan cada día nuestra convivencia. Los datos, que muestran una tendencia creciente en el maltrato a mujeres (y también a menores), exigen una cuidadosa reflexión sobre los motivos de la violencia de género (y los débiles). Si bien la violencia generada por los conflictos internacionales es en gran medida comprensible y requiere que la combatamos, la violencia contra la mujer parece escapar a una explicación clara y permanece silenciosa e invisible.
Las desigualdades de género y la discriminación hacia los más débiles o aquellos que marcan la diversidad como los inmigrantes siguen representando un problema estructural para el desarrollo de nuestra sociedad. A pesar de los avances en términos de educación y carrera para las mujeres, la discriminación persiste, con un peso que se siente más en contextos sociales tradicionalmente dominados por hombres y la persistencia de una visión patriarcal latente que genera una especie de hegemonía social y cultural de los hombres… casi como ‘el derecho de pernada o el derecho de la primera noche’ (consúltese los manuales de historia o, en su defecto, Wikipedia al respecto).
Para abordar esta compleja situación de violencia de género, es fundamental cambiar el enfoque ante temas de esta naturaleza. Es fundamental problematizar el concepto de masculinidad, muchas veces pasado por alto en la narrativa dominante, que tiende a considerarlo como una categoría neutral. Es hora de reconocer que la violencia de género que sufren las mujeres es un fenómeno muchas veces causado y perpetuado por un modelo de conducta masculino.
El comportamiento violento, la violación individual, la violencia doméstica,…, no son hechos aislados, sino que se ubican en un contexto social que tiende a legitimar dicho comportamiento. La violencia, ya sea directa o simbólica, sea la que sea y se manifieste como se manifieste, es una herramienta mediante la cual se aprenden y refuerzan las normas de género. Ante una violencia brutal, la sociedad suele tender a crear “monstruos”, desviando la atención de que la responsabilidad de tales actos recae en cómo tendemos a configurar el ser hombre y mujer en su conjunto.
La transformación de un problema público en un problema privado, a menudo tratado con sanciones severas en lugar de una verdadera reflexión colectiva, no hace más que despolitizar la cuestión. Hoy en día resulta crucial cuestionar cómo se forman las identidades masculinas y cómo se espera que se comporten los hombres. Y esto es un tema, también, político porque se refiere a nuestra ‘polis’. Estamos en medio de un cambio de estatus que, al socavar un aspecto hegemónico, produce una crisis de masculinidad, y la violencia se utiliza a menudo como reacción a una percepción de pérdida de poder. Las reacciones conservadoras ante la expansión de la presencia femenina en ambientes históricamente masculinos y las de invasión y sustitución cultural que se hacen hacia los migrantes son signos de este malestar.
Ha llegado el momento de repensar el concepto de persona y cómo las nuevas dinámicas de género pueden contribuir a una nueva definición, pero para ello es necesario tomar conciencia de que la construcción de una nueva masculinidad debe convertirse en una cuestión pública. Sólo abordando esta cuestión de manera directa y honesta podemos esperar frenar y contrarrestar la violencia que afecta a una parte frágil de nuestra sociedad, contribuyendo a un diálogo necesario y urgente para un futuro mejor.
Nada puede transmitir ninguna idea de superioridad de género. Y, también en este sentido, debemos educar a los hombres. Ya no puede haber ni siquiera actitudes, bromas, palabras, gestos que transmitan la idea de superioridad de género, de poder de la fuerza o de derecho o de… Es necesario cambiar la mentalidad de la sociedad, que todavía tiende a subestimar y olvidar. Nos acostumbramos a la violencia y esto no es bueno para nuestra sociedad. Una sociedad insensible es una sociedad peligrosa. La violencia es un animal incontrolable que suele terminar atacando, antes o después, a su propio amo.
También a favor de los hombres, que están acostumbrados a dominar sólo en nombre de su privilegio de género y luego se ven incapaces de afrontar las dificultades de la vida si pierden parte o la totalidad de sus privilegios sociales.
Desde el mito de Platón del ser humano macho y hembra, tan felices que despertaron la envidia de los dioses que los separaron cortándolos por la mitad, hasta el Dios de la Biblia que «los creó hombre y mujer», dos versiones de la misma criatura para que pudieran tener la plenitud de la vida, el camino de la adultez de la sociedad ya está trazado. Hoy es hora, como lo fue antes y como, presumiblemente, lo seguirá siendo mañana, de volver a un camino de sensatez -consideración, dignidad, respeto…- o aún nos esperan mucho dolor callado y sufrimiento silenciado de las mujeres. La forma de sanar la sociedad de esta violencia (y de otras) es reemplazando la pirámide de la supuesta superioridad, y de su consiguiente dominación, con el círculo de la igualdad y el respeto. Y mostrar que la violencia es el último recurso del incompetente.
Y no, nunca es verdad que el amor sea la ostia.
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