No tengáis miedo, soy yo
(Lc 24, 35-48)
Para la comunidad de Jesús no fue nada fácil hacer el camino de la Pascua. El horror y el fracaso de la cruz los dejó y las dejó sin aliento, con la esperanza quebrada y el miedo como único horizonte. Algunas mujeres del grupo habían vivido una experiencia que las sostenía en la certeza de que Jesús estaba vivo, aunque con una presencia diferente, pero para la mayoría de la comunidad su testimonio era una locura difícil de creer.
Contaron lo que les había pasado (Lc 24, 35-36)
La decepción y el fracaso se apodera de la mayoría y muchos deciden volver a su casa y retomar la vida que habían abandonado para seguir a Jesús. Así lo recordaba aquella pareja que, abandonando Jerusalén, se dirigía a Emaús. El proyecto de Jesús había sido un sueño, pero todo había acabado. Quedaba el recuerdo de lo vivido y, poco a poco, al evocarlo su experiencia se fue transformando. Al final del trayecto se sentaron a compartir el pan y mientras lo partían supieron, más allá de toda evidencia, que Jesús estaba vivo y que, de alguna manera, él les estaba ayudando a comprender lo que había pasado y recuperar las fuerzas para seguir anunciando la Buena Noticia.
De regreso a Jerusalén se encontraron a la comunidad entre dudas y certezas. Querían creer lo que las mujeres y los de Emaús testimoniaban, pero la tristeza y la impotencia seguían siendo más fuerte.
Y se arriesgaron a creer… (Lc 37-44)
Los discípulos y las discípulas de Jesús necesitaron tiempo para mirar lo que había ocurrido de otra manera. Necesitaron tiempo para calmar su miedo. Necesitaron tiempo para liberar su corazón de la tristeza y de la incertidumbre. Necesitaron tiempo para afrontar con valentía sus dudas y buscar nuevas respuestas.
Y en ese tiempo, poco a poco, fueron aflorando las certezas. Jesús los acompañaba en ese camino. De él brotaba la paz que se iba instalando en sus corazones. No era la paz de la resignación ni de la ausencia de conflicto. Era la paz de quien recuperaba la esperanza, de quien se sentía acompañado/a y sostenido/a. No era una ilusión ni una locura, era una certeza honda y poderosa: la vida de Jesús no podía terminar clavada en una cruz porque su persona y su mensaje habían traído al mundo algo tan definitivamente liberador que solo podía venir de Dios.
La duda fue la compañera que los y las mantuvo alerta, que les permitió salir del miedo y la tristeza. A tientas fueron recuperando la esperanza, al calor de la Escritura entendieron que su vida se hacia misión y al partir el pan volvieron a sentirse comunidad reunida, ahora en nombre de Jesús.
Compartir la mesa: memoria y testimonio (Lc 24, 45-49)
Para las primeras comunidades, sentarse a la mesa y compartir vida y alimento se hizo espacio de memoria y testimonio. En su mente y en su corazón seguían muy presentes aquellas experiencias vividas en Galilea junto a Jesús compartiendo con los/as pobres y desheredados/as, con los/as marginados/as y estigmatizados/as la Buena Noticia de un Dios amor y perdón, que no quería dejar a nadie fuera ni que nadie se erigiera en juez de otros/as por defender fronteras o leyes. Esos recuerdos se asociaban muchas veces a una comida, a una fiesta, a una sobremesa. En esos espacios había algo nuevo, cargado de esperanza y futuro.
Esa comensalidad se hizo honda vivencia en aquella última cena compartida con Jesús, aunque en aquel momento les resultaba difícil comprender lo que estaba pasando. Después de la condena del Maestro, la incertidumbre y el miedo oscureció aún más su horizonte. Sentados a la mesa comenzaron a recordar todo lo que les había dicho y todo lo vivido junto a él. Entonces, poco a poco, fueron dejando que la Santa Ruah refrescara su corazón y les ayudase a ver. Y sintieron a Jesús junto a ellos/as, lo escucharon y lo entendieron.
A la certeza de que Jesús había resucitado no llegaron por el impacto de unas visiones sino de un proceso personal y colectivo, en el que hubo dudas y oscuridad, pero en el que descubrieron un lugar seguro que los/as sostuvo e impulsó más allá de lo evidente. La vida de Jesús se les hacía presente en las pequeñas cosas cotidianas: en el trabajo, en los caminos, en los gestos. Cosas que evocaban encuentros, vivencias, sueños compartidos junto a Jesús que los y las había transformado, liberado, reconciliado. Y eso, en sus vidas, no era algo fugaz ni perecedero sino duradero y capaz de atravesar cualquier fracaso y oscuridad.
Así nos lo contaron, aunque para expresarlo tuvieran que hacer uso de imágenes y recursos literarios que quizá hoy nos resulten difíciles de comprender, pero que debemos tener en cuenta para poder recibir con hondura y verdad su experiencia y hacerla nuestra en nuestro presente y en nuestras circunstancias.
Carme Soto Varela
Fe Adulta
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