¿Malditos?
Del blog de Ramón Hernández Martín Esperanza radical:
Venid, benditos de mi Padre
Francamente, sería muy prolijo recoger todo lo que la “bendición” significa en el mundo cristiano como doctrina y práctica cultual. Si insertamos en la teología la primera acepción que hace el DRAE del vocablo “bendecir”, significando “alabar, engrandecer, ensalzar a alguien”, tendríamos que decir que la mayor bendición que Dios nos prodiga es darnos el ser con todas sus potencialidades, un ser ideado, además, a su imagen y semejanza. De ahí que todo hombre por el solo hecho de serlo, sin exclusión de ninguna especie, lleva en su mismo ser la impronta indeleble de la más sólida y completa “bendición divina”.
En el último día, cuando Jesús ya esté entronizado y la humanidad entera sea llamada a juicio (Mt 25, 31-46), a las ovejas situadas a su derecha les dirá “venid, benditos de mi padre”, mientras que condenará al fuego eterno a las cabras, “malditas”, situadas a su izquierda. Precisemos que se trata de un juicio solo catequético, exhortativo, de invitación a hacer el bien, pues no hay diferencia entitativa alguna en el soporte metafórico entre obedientes ovejas y díscolas cabras al ser todas ellas, también, “benditas” criaturas de Dios. Acto seguido, Jesús se identifica con los hambrientos y los enfermos para realzar cuanto hacemos en favor de nuestros semejantes. Así, pues, hay una bendición divina universal y perenne, esencial para el hombre y constitutiva de un Dios cuya entidad es precisamente gracia. Ello quiere decir que es metafísicamente imposible que exista una “maldición divina”, pues sería pura “contradictio in terminis”, es decir, que, si juntamos los términos Dios y maldición, estalla una tormenta apocalíptica de truenos y rayos. Expresada la misma idea en términos negativos, diríamos que la única maldición divina concebible sería “la nada· en el caso de que siquiera pudiéramos imaginarla.
A nadie extraña que la Iglesia católica se vuelque toda ella en la “benedictio urbi et orbi”, la bendición que el papa lanza a los cuatro vientos en determinados momentos ceremoniosos. Teológicamente, también podemos asegurar que la Iglesia católica (en realidad, todo el cristianismo) es igualmente en sí misma una bendición divina universal que Dios regala a la humanidad. Ello quiere decir quela bendición es constitutiva de esa Iglesia de tal manera que, si alguna vez ella cayera en la tentación de excluir o maldecir a alguien, perdería su razón de ser. De ahí que quepa preguntarse si tendría algún sentido que el sacerdote, al impartir la bendición del Dios todopoderoso y trino al final de la misa, excluyera a los asistentes que estuvieran en “situación irregular”.
En este contexto, asomándonos a cuestiones que en estos momentos traen a mal traer a muchos cristianos, algunos de los cuales se las dan de conspicuos teólogos, hasta el punto de rasgarse las vestiduras porque el buen papa Francisco ha dicho que la iglesia (sus prelados) debe bendecir también a las parejas que la pidan aunque vivan en una supuesta irregularidad, a uno no le cabe más actitud que la de hacerse de cruces de que haya dirigentes capaces de encorsetar tanto la religión, cosa que hacen seguramente para poder manejarla a conveniencia. La Iglesia puede hacer frente a todo lo malo de este mundo de mil maneras, sobre todo mostrándose en todo tiempo y lugar como “hacedora del bien”, pero, salvo que quiera suicidarse, jamás podrá negar su bendición a nadie en ninguna circunstancia.
Cogiendo el toro por los cuernos, aunque el divorciado que se ha vuelto a casar y el homosexual que vive en pareja de forma privada o pública se encuentren en una situación irregular porque la Iglesia oficial (la del dogma, la del derecho canónico y la de la jerarquía) no ha sido capaz de digerir todavía y, mucho menos, de asimilar las imbricaciones de la sexualidad humana, no pueden ser privados, cuando la pidan, ni de la bendición que es de suyo la Iglesia misma ni de la que esta prodiga. Subrayemos, de paso, que la Iglesia estará en condiciones de encaminar por las sendas evangélicas a todos los hombres solo cuando haya superado los enquistados complejos que sufre con relación a la comprensión de lo que realmente es la sexualidad humana y tras hincarle el diente al divorcio y la homosexualidad como supuestas irregularidades.
Recordemos, en cuanto al divorcio, que son muchos los dirigentes eclesiales y los teólogos que, esquivando la cuestión, repiten hasta la saciedad que “lo que Dios ha unido no lo separe el hombre”, obviando, por ejemplo, que el auténtico nexo del matrimonio cristiano es el amor y que, cuando este desaparece, no hay vínculo que permanezca. Aunque el mismo papa case a una pareja en un ceremonial pomposo, si la conveniencia remplaza el amor, que es el único capaz de prometer fidelidad mientras dure la vida, entre los contrayentes no se establece ningún vínculo consistente. En cuanto a la homosexualidad, sin obviar en absoluto que también la reproducción es función primaria de la sexualidad, andaremos perdidos y nos escandalizaremos si no somos capaces de entender, por un lado, que la sexualidad es una potencialidad que nos acompaña de la cuna a la sepultura, y, por otro, que su ejercicio, sea por desajustes o por caprichos de la naturaleza, no siempre se atiene a los cánones considerados naturales o normales.
Centrándonos en el meollo de esta reflexión y dada la confusión creada sobre la declaración papal de que deben ser bendecidas las parejas “irregulares” que se acerquen a la Iglesia en su demanda, se nos impone con diáfana evidencia que el auténtico escándalo en esta dimensión lo producen los “patronos de la religión” que se rasgan las vestiduras y se niegan a bendecirlas por una supuesta irregularidad degradante. En esos casos, lejos de salir indemne y mucho menos fortalecida, la religión se prostituye e incluso dinamita sus propias estructuras evangélicas y teológicas. Dicho sin ambages y descarnadamente: la religión, tan amante del lujo y la elegancia en su ceremonial, tiene mucho que ver de hecho con la “mierda humana”. De forma menos grosera y con cierta pulcritud teológica, diríamos que tiene mucho que ver con el “pecado”. ¿Acaso hemos olvidado la grave acusación que algunos hacían a Jesús porque hablaba con prostitutas y comía con pecadores? De hecho, la Iglesia es gracia que se inserta en la miseria, luz que penetra la oscuridad, vida que desnaturaliza la muerte. Sin ningún ánimo de identificar las supuestas “parejas irregulares” con la miseria, la oscuridad y la muerte, pues haciéndolo cometeríamos una grave injusticia, digamos que esas situaciones humanas, como cualesquiera otras, también necesitan ser redimidas y bendecidas.
Si hay dirigentes a los que les repugnan dichas bendiciones, también a mí me repugna, por ejemplo, no solo el ostracismo y el espíritu carcelario con que ellos acogotan la fe cristiana, sino también su condición de líderes eclesiales, ciegos irredentos que se empecinan en guiar a sus hermanos. Pero, por muy trogloditas que me parezcan, no los repudio y no solo los trato como mis hermanos, sino también los considero como tales, pues también ellos llevan, inserta en su ser, la bendición divina que a mí me hace sentirme afortunado. ¡Con lo hermosa, esperanzadora y alegre que es la fe cristiana, fundada en un Jesús que solo hizo el bien y nunca echó a nadie de su campo de juego! Los seguidores de este blog adivinarán fácilmente que, con las reflexiones que preceden, he querido “dar mi propia bendición” al papa Francisco, animándolo, si fuera necesario, a culminar la paciente tarea de dulcificar y embellecer la Iglesia que se ha echado a la espalda.
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