La urticante asimetría de la gracia: raíz de ‘Fiducia supplicans’
Teología de la bendición ¿Modernismo puro?
“Las redes sociales se pueblan de videos reaccionando en contra del último documento del Dicasterio para la Doctrina de la fe”
“Tanto Fernández como Francisco parecen haber pateado el tablero con esta ‘novedad’ en torno a lo que bien podríamos llamar el último capítulo en la Teología de la bendición”
“El movimiento sorprende, despierta urticarias y activa levantamientos apocalípticos, que recuerdan aquellos tiempos en que en el mercado se discutían a viva voz cuestiones de alta teología dogmática”
“Hay algunos elementos que pueden servir para entender la contienda. Aquí los menciono para alentar el diálogo superador”
“Un accionar del Espíritu por fuera de las fronteras visibles de la lglesia y su moral”
| Alejandro Bertolini
Las redes sociales se pueblan de videos reaccionando en contra del último documento del Dicasterio para la Doctrina de la fe. Tanto Fernández como Francisco parecen haber pateado el tablero con esta “novedad” en torno a lo que bien podríamos llamar el último capítulo en la Teología de la bendición. El movimiento sorprende, despierta urticarias y activa levantamientos apocalípticos, que recuerdan aquellos tiempos en que en el mercado se discutían a viva voz cuestiones de alta teología dogmática. Hace mucho que la discusión teológica no se pone tan picante y actual.
Hay algunos elementos que pueden servir para entender la contienda. Aquí los menciono para alentar el diálogo superador.
La realidad que embiste a la idea
Muchos hermanos creyentes, la inmensa mayoría, no están alineados con la exigente, sofisticada e intrincada moral católica. Por infinidad de motivos, muy variados. Pero no lo están. Y aun así, “irreverentes” ellos, desean a Dios. Tienen necesidad de Él. Lo añoran, conscientes de su incorrección, de su estar lejos de lo que la institución entiende como ideal. Ante esta realidad se presentan dos opciones.
La primera es la postura clásica: se los llama al orden, invitándolos a reformar sus vidas para adecuarse a la prolijidad de la existencia «en gracia». El guión sugiere decir de mil modos posibles: «Vengan y sean como nosotros. Ustedes pueden. Decídanlo y punto». Así funciona el razonamiento básico, que supone varias cosas: a) que el necesitado de Dios tiene claridad meridiana respecto de lo que está bien y lo que está mal, b) que está completamente seducido por la belleza y la conveniencia de la vida teologal, c) y que dispone de una “determinada determinación” para un cambio de vida rotundo que queme las naves de su triste vida pecadora y abrace la virtud, guiado por los pastores de su Iglesia que son auténticos baqueanos del Espíritu. ¿Qué puede salir mal?
Malas noticias: ni lo ven tan claro, ni se sienten atraídos por la opacidad de una institución que no trasunta la vitalidad transformante de Aquel que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5). Y para rematar: aunque lo vean, y quieran, no pueden. Una buena parte de la historia de la doctrina de la Gracia se resume en esta línea divisoria de aguas. Y sin embargo, a pesar del fracaso estrepitoso de esta actitud pastoral, sigue pautando la pastoral en demasiadas iglesias locales.
La segunda respuesta es la aproximación personal, compasiva, que primerea la misericordia como condición de posibilidad de lo que sigue. Los evangelios están plagados de situaciones concretas de este tipo: Jesús come con los indeseables, con los corruptos, con los de vida ligera. No solo con los pobres y enfermos, sino con los marginados morales (Lc 7, 36-50; 19,1-10). El padre misericordioso sale al encuentro del hijo traicionero, licencioso y torpe (el mote “pródigo” solo romantiza la bajeza moral del que mata a su padre en vida y se atomiza en pasiones desenfrenadas) y lo abraza, antes de escuchar su discurso aprendido e interesado. Es el modo de anunciar el Reino: muy en línea con la encarnación, cruzando una vez más la barrera clara y distinta que separa lo profano de lo sagrado, lo puro de lo impuro, lo divino de lo humano. El “primereo” es su estilo, pues la iniciativa salvífica activa de Dios es el núcleo de la novedad del evangelio respecto de la ley judaica. Dios se pone al hombro la tarea de redención porque el hombre no ve claro, no se siente atraído y por sobre todas las cosas, por más que quiera: no puede. Crujen los huesos de Pelagio desde la tumba, pero es así.
De aduanas y varas de medida
Hay una configuración institucional que necesita trascenderse para comprender el mensaje de la doctrina sobre la bendición: la iglesia es mucho más que la garante de la moral occidental y cristiana. Mal le ha ido en este rol, luego de que saltaran a la luz las atrocidades de su pasado remoto y no tan remoto. Desde el cesaropapismo, la bula Unam sanctam, las querellas de las investiduras, los papados mundanos y orgiásticos, las indulgencias que construyeron San Pedro, la Inquisición, las relaciones carnales con el poder, el absolutismo monárquico, la complicidad con las dictaduras y gobiernos opresivos, los abusos sexuales, la pederastia, los crímenes de los orfanatos de Canadá, Irlanda, los desfalcos en el Vaticano de Francisco, etc. etc. etc. ¿De veras queremos insistir en el rol de doctores de la ley versión 2.0? Spoiler: no nos da la altura moral… para medir la moral de los demás como función fundamental de nuestra existencia. Lo que no implica cancelar el contenido moral de nuestra vivencia espiritual, claro está. Pero estoy convencido de que la furia con la que la posmodernidad nos enrostra nuestras miserias morales es simplemente el fruto de la larga y machacona insistencia eclesial en supervisar la moral de Occidente sin anunciar el kerigma, de exigir el fruto sin haber sembrado y de priorizar el resultado por encima de la gratuidad de la gracia.
Ser sacramento del amor infinito de Dios (FS 42 -45) implica para la iglesia renunciar a ese rol de poder arriba descripto que no debe (¡ni puede!) llevar adelante. La lógica descentralizadora del Concilio Vaticano II recupera la noción de sacramento poniendo la misma razón de ser de la iglesia en el «ir de Dios hacia el hombre», y de su necesidad de significar tangiblemente su gratuidad resucitante. La iglesia no es la meta: la meta es el Padre. Somos los embajadores de la moción reconciliadora de la Pascua (2Cor 5,17 – 21), no de la venganza del Señor: esa perspectiva ya fue abolida por Jesús en la sinagoga (Lc 4, 16-20).
La teología de la bendición parece indignar a una parte importante de la Iglesia todavía convencida de un rol que tanto el evangelio como el mundo repelen. Es que Fiducia supplicans exige que la iglesia abandone el centro y se instale en las periferias existenciales, donde lejos del fariseo panóptico foucaultiano se ve mucho más claro, en blanco sobre negro, lo que intuye Pablo en la segunda carta a los Corintios: «Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad» y «porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Cor 12, 7.10). Es que de eso estamos hablando, en definitiva. De la centralidad de la primacía de la gracia por sobre la moral.
La gracia: ¿condición de posibilidad o resultado de la virtud?
El giro sustancial en teología de la Gracia lo dio K. Rahner cuando a mediados del siglo XX cambió lo que se entendía por primer analogado de esta realidad: ya no la gracia creada sino la increada. No tanto el hombre regenerado en Cristo, sino Dios mismo dándosenos. Durante siglos la doctrina tomista de la gracia creada había formateado (y sigue haciéndolo) la visión de la moral cristiana. Fruto de la justificación, el hombre es recreado en Cristo y está ya en condiciones de seguirlo, de merecer y de obrar santamente. Nada más real que esto. ¿Quién lo discute? Lo cierto es que la recepción del Aquinate olvidó destacar la imprescindible vinculación entre esta renovación interior del hombre con la fuerza personal del Dios que lo habita, el mismo Dios que es la causa permanente de esa realidad estable de agraciamiento. Con sutileza y solidez, Rahner vuelve a posar la atención en la causa continua de tal regeneración que es, una vez más, Dios mismo dándosenos. Y con este golpe magistral causó un efecto muy necesario: la gracia ya no será primeramente la prolijidad de una vida en puntillosa sintonía con la doctrina sino la entrega permanente, incondicional y asimétrica que el mismo Dios es, en la persona del Espíritu. Y solo en segundo lugar la gracia será la respuesta del hombre a esta donación. Así queda esbozado el retrato de la gracia como vínculo, en el Espíritu, con el mismo Dios que se nos da, continua e irrefrenablemente.
¿Modernismo puro? No lo creo. Lo que este teólogo pone sobre la mesa es la misma raíz de la maternidad virginal de María, dogma que aprecian con frenesí los mismos sectores conservadores que hoy atacan a Fernández y a Francisco. La asimetría incondicional de Dios para dar vida nueva que exige la prescindencia del concurso humano de varón para engendrar a Jesús es el epítome de la precedencia del primereo de Francisco, de la lógica evangélica y cristológica que rompe el círculo vicioso de la ley y el pecado y permite un nuevo comienzo. Es cierto que se necesitó del fiat mariano para este paso, pero otro dogma ilumina la singularidad de este movimiento de fecundidad: el de la inmaculada concepción de María. Una vez más, un punto para la iniciativa divina que trasciende la respuesta humana, cimentándola.
¿A dónde vamos con este giro dogmático? Es necesario señalar la reciedumbre teológica de Fiducia supplicans. No es una concesión blanda a los sectores progresistas, sino una afirmación categórica de la gratuidad y la incondicionalidad de la gracia, de su asimetría y precedencia respecto de la respuesta humana de la que lejos de ser su resultado, es más bien su origen y condición de posibilidad. Sin una experiencia real y tangible de la excedencia de Dios respecto de la propia virtud, no hay conversión posible. Si la espiritualidad no va más allá de la moral no puede servirle de fundamento. Fernández sostiene con gran lucidez la primacía del kerigma que responde al clamor confiado y fecunda -pneumatológicamente- la apertura temerosa a la paternidad divina.
Se insinúa un proceso de conversión, o mejor dicho el inicio de acercamiento que coincide por un lado con el aguijoneo de la nostalgia de Dios y por otro por la premura de ubicar la propia contingencia en las manos del que todo lo conforta (cf. Fil 4,13).
Es imprescindible entender que una bendición no necesariamente «legitima» el proceder errado del que la recibe. Afirmar eso sería como entender que una madre es permisiva y laxa porque expresa cariño a su hijo díscolo, porque le recuerda que lo ama incondicionalmente. En la lógica vivencial de la maternidad se intuye curiosamente lo contrario: es la gratuidad del afecto lo que permitirá en un futuro que el hijo recapacite, si es que esto sucede, sostenido por un vínculo que no depende de su elección sino que la habilita. Una bendición no necesariamente «legitima» pero siempre «agracia», porque la gracia está más allá y más acá de la ley. Decir lo contrario supone arrancar del evangelio la teología paulina presente en Romanos y en Gálatas.
Por una pedagogía de la atracción
Identificar a la Gracia con la persona del Espíritu permite entender lo que parece estar de fondo en todo el documento del Dicasterio para la Doctrina de la fe: el carácter personal y procesual de la gracia, que no siempre coincide de modo taxativo con la nitidez propia de la ley de cuño más cristológico.
Que el Espíritu actúa antes y después de Jesús es una verdad de perogrullo, atestiguada tanto por el Antiguo Testamento (el Espíritu aleando sobre las aguas: Gn 1,2; el Espíritu en los profetas: Ez 37, Is 11) como por el Nuevo Testamento (Jn 14, Hch 2). Pero lo interesante y sugerente es que Lucas nos aporta un accionar del Espíritu por fuera de las fronteras visibles de la lglesia y su moral. El episodio de Felipe con el eunuco etíope (Hch 8, 26-39) lo deja bien claro: hay una conversión que antecede al diálogo con el apóstol. Es verdad que termina en bautismo, pero se inicia de modo independiente.
Por eso resulta tan sugerente que se asocie la práctica de la bendición extralitúrgica al Espíritu (FS 31.33), pues da cuentas de su accionar propedéutico, pedagógico y didáctico que nos recuerda con mucha frescura lo que Trento en su Decreto sobre la Justificación describe como parte del proceso interno del que todavía no está justificado: la gracia lo excita y lo ayuda (capítulo V) y el hombre se inclina hacia Dios, lo desea y se dispone a esperarlo (capítulo VI). Lo dice Trento, no la teología queer. Es pura gracia “actual”, anticipada que seduce y atrae a la persona a la misma conversión. De allí que el deseo de Dios sea retratado por el documento como una semilla del Espíritu cuyo crecimiento no debe sofocarse sino más bien alentarse. Toda la patrística viene en auxilio de este rol pedagogo del mismo Dios que hace de la inquietud por él un efecto de esa atracción pascual propia del crucificado resucitado («cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí» Jn 12,32).
Creo de veras que el documento de Fernández ofrece muchas pistas para cuestiones que son incluso más decisivas que el mismo desencadenante pastoral de las bendiciones “irregulares”. La excedencia de la espiritualidad respecto de la moral, la ubicación estratégica de la iglesia en las fronteras existenciales y su consecuente rol kerigmático y no tan aduanero, la maternidad graciosa de sus gestos y la ampliación del registro estrictamente legalista que nos sitúa más cerca de la letra que mata que del Espíritu que vivifica (cf. 1 Cor 3,6). Ojalá aprovechemos la oportunidad para que, como suele darse en la historia de la iglesia, una situación puntual y concreta -como en este caso es la situación de las uniones irregulares o del mismo sexo- ponga en marcha un diálogo fecundo que permita ver con más nitidez y contundencia lo que parece ser el núcleo místico, dogmático y pastoral de la discusión: la gratuidad y la universalidad de la gracia y su primacía asimétrica sobre la respuesta del hombre.
Fuente Religión Digital
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