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Comienza la aventura.

Domingo, 14 de enero de 2024

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Jn 1, 35-42

«Venid y lo veréis»

Aparquemos por un momento la razón e imaginemos la escena.

Imaginemos a Jesús a orillas del Jordán. Hace cuarenta días ha sido bautizado por el Bautista en ese mismo lugar, luego ha permanecido en el desierto haciendo oración y penitencia, y ahora ha vuelto allí antes de regresar a Galilea. Sobre las cinco de la tarde, Juan se lo señala a dos de sus discípulos, y les dice: «Id con él y escuchadle». Los dos hombres se ponen a seguirle, pero no saben cómo abordarle. Viendo Jesús que le siguen, se vuelve y les pregunta: «¿Qué buscáis?»

Ellos ven un hombre alto, enjuto, de mirada profunda, afectuosa, y una voz recia que no obstante parece acariciar sus oídos. Ellos también son galileos; pescadores de Betsaida y Cafarnaúm. Jesús es artesano. Pertenecen por tanto al mismo estrato social, pero ellos, instintivamente, se dan cuenta de que aquel hombre tiene algo de lo que ellos carecen. No saben qué contestar, y balbucean: «¿Dónde moras?».

Uno de ellos se llama Andrés, hermano de Simón, hombre curtido en el mar que ha visto la muerte cara a cara en más de una ocasión. El otro es casi un muchacho. Se llama Juan y es hijo de Zebedeo. También tiene un hermano llamado Santiago. Santiago y Juan son decididos y pendencieros, hasta el punto que se les conoce como “los hijos del trueno” «Venid conmigo y os lo mostraré».

Jesús les espera, se pone en medio de ellos y los lleva al recodo del río donde ha pasado la noche anterior. Ellos le cuentan el comentario que les ha hecho el Bautista, y al cabo de un rato los tres ríen los dichos y chascarrillos con los que se ha iniciado la conversación. Luego hablan de su tierra, Galilea, de su insoportable situación política y social, de los pronunciamientos contra los romanos, de la pesca, de la cosecha que pronto habrá que recolectar…

Al atardecer, Juan trae dos peces todavía vivos que ha mantenido dentro de una red en la corriente del río. Jesús saca unas aceitunas, unas almendras y algo de pan duro que lleva en el morral. Andrés aporta unos dátiles y un pequeño pellejo de vino de Samaría. Asan los peces, recitan una oración de acción de gracias y despachan sus vituallas con buen apetito.

Aquella cena sirve para hacer desaparecer los últimos vestigios de inhibición y crea entre ellos un clima de franca confianza. No es por tanto de extrañar que Juan —siempre directo— le pregunte sin ambages por su doctrina. Jesús queda confuso ante esa pregunta, pues no sabe si tiene aún una doctrina que explicar. Había transmitido al Bautista lo esencial de su experiencia en el desierto, pero prefería madurar sus ideas antes de compartirlas con nadie. Ni siquiera sabía si quería hacerlo. Cuando se dispone a decírselo así, ve tal ansiedad en sus rostros, que cambia de opinión y comienza a hablarles de Abbá.

«¿Papá?», le pregunta Andrés, extrañado, cuando oye esta expresión cariñosa con la que Jesús se refiere a Dios… Jesús le contesta que así lo siente él en lo más profundo de su ser, y se inicia un diálogo en el que Jesús va desgranado el fundamento de su fe en Abbá, y el cambio radical que supone esta concepción de Dios en la respuesta que Él espera de nosotros.

La noche es tan clara que parece un atardecer. Las estrellas no caben en el cielo, aunque la luna, casi llena, las hace palidecer ante su luz más intensa. El campamento ha quedado prácticamente en silencio, y solo el pertinaz canto de las cigarras rompe el silencio de la noche. Comienza a refrescar y Andrés se levanta a reavivar el fuego. Los tres amigos gozan de la placidez del momento.

«Si Dios es nuestro Padre, nosotros somos Hijos y por tanto hermanos —prosigue Jesús—. No somos siervos que trabajan por un salario; que esperan una recompensa o temen un castigo… No. El que descubre a Abbá quiere ser digno hijo de su Padre, está orgulloso de ser su hijo, quiere parecerse a Él, quiere ayudarle en su tarea, quiere comprometerse en la aventura de sacar adelante este mundo… Quiere, en definitiva, estar en las cosas de su Padre».

Pasan las horas y Juan y Andrés quedan fascinados. En esa charla se han hecho añicos muchas cosas que siempre habían dado por supuestas… ¿Quién es ese hombre capaz de fascinarles con sus palabras y aturdirles con su personalidad? ¿Y aquella mirada, siempre profunda, unas veces apacible, otras, apasionada y vibrante?

Se despiden de él y recorren el trecho que les separa del campamento que comparten con otros galileos. Silenciosos y meditabundos, no terminan de creer lo que acababa de ocurrir. Luego viene la euforia. Despiertan a sus amigos y les cuentan una y mil veces la conversación que han mantenido con “aquel nazareno que parecía amigo del Bautista”: Se llama Jesús, y es un gran profeta.

A la mañana siguiente, muy temprano, Jesús se retira a orar a un pequeño altozano que se divisa desde allí. Un rato después ve acercarse a Andrés y a Juan con otros tres hombres. «Jesús —le dice Andrés cuando llegan hasta él—, éste es mi hermano Simón; y estos dos también son galileos: Felipe y Natanael».

Simón es un hombre corpulento, de nariz gruesa y barba poblada y descuidada. Llama la atención su mirada noble y sus ademanes bruscos y decididos. «Es un cabezota —interviene Juan, dando a su amigo un empujón que le hace trastabillar—, pero no podrás encontrar una amistad más firme que la suya». «¿Tan firme como una roca?», pregunta Jesús, mientras pone la mano sobre su hombro en señal de acogida. «Como la piedra más dura que puedas encontrar en el camino», contesta Simón con una sonrisa. «Entonces te llamaré Pedro».

Desde el primer momento se dan cuenta de que van a congeniar. A Jesús le gusta el aspecto noble y decidido de Pedro, y a éste, la forma de mirar de Jesús. «Este hombre —piensa— es de fiar; no es el charlatán que me había imaginado».

Tiene palabras amables para Natanael y Felipe, y pronto queda integrado en aquel grupo de compatriotas que habían ido hasta allí para ser bautizados por Juan. Durante el tiempo que permanecen junto al Jordán, Jesús comparte con ellos sus reflexiones. Les habla de Abbá, de sus valores, del reinado de esos valores en el mundo, del Reino de Dios; ese descomunal proyecto que comienza a tomar forma en su mente y con el que se siente cada vez más identificado.

Dos días después de su primer encuentro se ponen en camino hacia Galilea y allí empieza la gran aventura.

 

Miguel Ángel Munárriz Casajús 

Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo sobre este evangelio, pinche aquí

Fuente Fe Adulta

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