Juan Bautista vive en la puerta de al lado.
Juan 1, 6-8.19-28
Sara y yo decidimos ayer acercarnos a Betania, a la otra orilla del Jordán. Habíamos oído que Juan, el hijo de Zacarías e Isabel, estaba bautizando en el río, y queríamos saber qué hacía y por qué. Se dicen tantas cosas de él… Hay gente que cree que es el mesías que esperamos desde hace siglos, o un gran profeta. Otras personas piensan que está loco, porque se viste con una piel de camello y come saltamontes y miel silvestre. Queríamos juzgar por nosotras mismas, y nos sorprendió.
Juan estaba en la ribera del río, bautizando a la gente que se acercaba. Un grupo de hombres, enviados por los sacerdotes y los levitas, esperaba en la orilla. Uno de ellos le preguntó que si era el Mesías. Tardó un poco en responder. Le miró fijamente, como intentando averiguar por qué le hacía esa pregunta.
– No soy el mesías -dijo Juan, con toda claridad-.
Sara se llenó de tristeza, tenía la esperanza, de que llegara el mesías prometido. Estábamos hartas de los falsos mesías, de esos hombres que un día salían a predicar lo que se les ocurría, se rodeaban de discípulos, y poco después se retiraban o eran atrapados por los romanos.
Entonces Leví, que conocía bien las Escrituras, le preguntó:
– ¿Eres tú Elías? Porque ese profeta también estuvo aquí, en el Jordán, pero un día se fue en un carro de fuego y esperamos su vuelta.
– No soy Elías, ni el Profeta -respondió Juan-.
Los enviados se pusieron nerviosos. Murmuraban entre sí: ¿qué respuesta vamos a dar a quienes nos han enviado? ¿Es que este hombre no sabe quién es?
– ¿Nos volvemos a la aldea? -me dijo Sara-
– Vamos a esperar un poco. A lo mejor cuando bautice a la gente que está esperando a la orilla, nos dice algo importante.
Y así fue. Nos dijo que no importaba quien era él, que miráramos a nuestro alrededor, porque el Señor se había compadecido de su pueblo y nos había enviado a alguien tan grande, tan importante, que él no era digno de desatar la correa de su sandalia. Nos recordó algunas palabras del profeta Isaías y nos dijo que estábamos en un tiempo de conversión, por eso, quien tuviera dos túnicas que diera una a quien no tiene, y que hiciéramos lo mismo con los alimentos. Miró con dureza a los soldados romanos que vigilaban de cerca y les dijo que se conformaran con su sueldo y no denunciaran falsamente a nadie. Temimos que le apresaran. Entonces lo comprendí todo.
– Sara, este hombre está demostrando que realmente es un profeta. Vive tan austeramente que parece que está loco. No sabemos cómo ni cuándo lo ha llamado Dios, pero nos invita a practicar la justicia, denuncia la corrupción con claridad y mucha gente se convierte al oírle.
Nos volvimos a la aldea charlando sin parar sobre lo que habíamos visto y oído a orillas del Jordán. Nos preguntábamos ¿a qué nos llama el Señor a nosotras? ¿Cómo podemos practicar la justicia? ¿Cómo reconoceremos a ese enviado que ya está entre nosotros?
María, discípula amada.
Juan Bautista vivió con coherencia su misión: la ropa que utilizaba, el lugar donde vivía, los alimentos que comía y el mensaje que dirigía a sus destinatarios eran expresión de esa misión. Su coherencia le llevó a la muerte.
Aprendamos de los hombres y mujeres que son “los Juan Bautista” de hoy. Están a nuestro lado, hablan con claridad, no se callan delante de señores ni de monseñores, ni se venden al mejor postor.
Creo que el evangelio de hoy nos invita a reflexionar sobre cómo vivimos nuestra misión, personalmente y en la comunidad cristiana. ¿Qué límites ponemos? ¿Llamamos prudencia a la cobardía?
Marifé Ramos
Fuente Fe Adulta
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