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La psicología del pecado.

Domingo, 11 de septiembre de 2022

HIJO-PRODIGO

Lc 15, 1-32

«Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde»

El capítulo quince de Lucas expresa de forma sencilla la esencia misma de la buena noticia. A través de las tres parábolas que lo componen, Jesús nos dice que Dios no es el que nos juzga, el que nos aparta de sí por causa de nuestros pecados y nos condena si hemos pecado. Dios es el que nos busca cuando estamos perdidos; el que sale cada atardecer al camino a esperar nuestro regreso; el que nos restituye a nuestra condición de Hijos sin que medie ningún mérito para ello.

El protagonista indiscutible de la parábola del hijo pródigo es el paterfamilias que da al traste con su dignidad y la mitad de su hacienda porque ha recuperado al hijo que estaba perdido, pero hoy queremos extraer de este texto universal una enseñanza sobre la psicología del pecado.

En primer lugar, el pecado es error. El hijo pequeño se va porque piensa que va a vivir mejor lejos de la casa de su padre, pero se equivoca y arruina su vida.

Nuestra condición humana se ve atraída por lo que no le conviene y es propensa a engañarse acerca del bien y el mal. Nos apetece lo que no merece la pena; nos fascina lo que nos perjudica. Por eso, nuestra condición de pecadores significa, básicamente, que no sabemos distinguir; que nos sentimos atraídos por cosas que nos parecen buenas, pero que estropean nuestra vida y hacen daño a los demás. Una buena definición de pecado podía ser ésta: “Preferir el mal engañados por su apariencia de bien”.

Pero no cabe duda de que el pecado tiene también una componente de debilidad, de esclavitud, que, unida al error, nos arrastra a perder la dignidad e incluso la identidad; como le ocurre al hijo de la parábola. Pablo, en su carta a los romanos, se lamenta amargamente de ello: «Realmente, mi proceder no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, en realidad ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí»

«Me esclaviza la ley del pecado», dice Pablo en esa misma carta. El evangelio no nos considera libres sin más, sino esclavos del pecado, y desde esa óptica, el papel de Dios no es el del juez que juzga a personas libres y responsables, sino el del padre que ayuda a sus hijos a que vean mejor y se liberen de sus cadenas.

Finalmente, también podemos concebir el pecado como una pesada carga de la que Dios quiere librarnos. Como decía Ruiz de Galarreta: «Habitualmente hablamos del pecado cometido, pero rara vez del pecado padecido». Jesús nos libera de esa carga proponiéndonos un modo de vida mucho más atractivo que el que nos ofrece el mundo; nos descubre un tesoro escondido que, cuando alguien lo encuentra, renuncia a todo lo demás porque todo lo demás deja de tener valor para él.

Miguel Ángel Munárriz Casajús

Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo en su momento, pinche aquí

Fe Adulta

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