Espíritu Santo, ven…
“Sin el Espíritu Santo, Dios es lejano, Cristo queda en el pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia una simple organización, la autoridad un dominio, la misión proselitismo, el culto una evocación, la praxis humana una moral de esclavos…
Pero en el Espíritu Santo el cosmos es elevado a gemidos de parto del Reino, Cristo resucitado está presente, el Evangelio es potencia de vida, la Iglesia significa comunión, la autoridad un servicio, la misión es un pentecostés, la liturgia un memorial y una anticipación, la praxis humana queda divinizada”
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Ignacio IV,
patriarca de Antioquía
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En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
– “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros.
El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.”
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Juan 14, 15-16. 23b-26
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Jesús nos envía al Espíritu para que pueda llevarnos a conocer del todo la verdad sobre la vida divina. La verdad no es una idea, un concepto o una doctrina, sino una relación. Ser guiados hacia la verdad significa ser insertados en la misma relación que tiene Jesús con el Padre; significa llegar a ser partner en un noviazgo divino. Esa es la razón por la que Pentecostés es el complemento de la misión de Jesús. Con Pentecostés, el ministerio de Jesús se hace visible en plenitud. Cuando el Espíritu Santo desciende sobre los discípulos y habita en ellos, su vida queda«cristificada», esto es, transformada en una vida marcada por el mismo amor que existe entre el Padre y el Hijo. La vida espiritual, en efecto, es una vida en la que somos elevados a ser partícipes de la vida divina.
Ser elevados a la participación de la vida divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo no significa, sin embargo, ser echados fuera del mundo. Al contrario, los que entran a formar parte de la vida espiritual son precisamente los que son enviados al mundo para continuar y llevar a término la obra iniciada por Jesús. La vida espiritual no nos aleja del mundo, sino que nos inserta de manera más profunda en su realidad. Jesús dice a su Padre: «Yo los he enviado al mundo, como tú me enviaste a mí» (Jn 17,18). Con ello nos aclara que, precisamente porque sus discípulos no pertenecen ya al mundo, pueden vivir en el mundo como lo ha hecho él (cf. Jn 17,15s). La vida en el Espíritu de Jesús es, pues, una vida en la cual la venida de Jesús al mundo -es decir, su encarnación, muerte y resurrección- es compartida externamente por los que han entrado en la misma relación de obediencia al Padre que marcó la vida personal de Jesús. Si nos hemos convertido en hijos e hijas como Jesús era Hijo, nuestra vida se convierte en la prosecución de la misión de Jesús.
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H. J. M. Nouwen,
Tú eres mi amado: la vida espiritual en un mundo secular,
PPC, Madrid 2000.
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