Servir sin esperar nada a cambio.
No es fácil hacer una reflexión coherente en esta fiesta de Santiago. Sabemos que se trata de una fiesta más sociológica que religiosa; la prueba está en que la celebramos como fiesta o no, dependiendo de los intereses del político de turno. Desde el punto de vista religioso no tiene mayor relevancia, pero aun así debemos aprovecharla para recordar nuestros orígenes y tomar conciencia de los primeros pasos del cristianismo en nuestra España. Aunque la relación de Santiago con nuestra patria no sobrepasa el ámbito de la leyenda, puede ser una ocasión para experimentar la pertenencia.
También puede ser una buena ocasión para expresar juntos nuestro agradecimiento. Acción de gracias a todos aquellos primeros seguidores de Jesús que nos han ayudado a ser lo que somos. Y no cabe duda que la vivencia de los apóstoles fue vital para todo el que, más tarde, ha querido acercarse a él. No olvidemos que la eucaristía es siempre “acción de gracias”. En la figura de Santiago, agradecemos a todos los que nos han ayudado a iniciarnos y progresar en la fe. Conscientes de que es una riqueza que no hemos merecido, pero que tenemos que descubrir y desplegar.
La fiesta de cualquier apóstol nos recuerda que lo que nosotros pretendemos vivir hoy, ya lo han vivido hace dos mil años, otros que eran tan humanos y tan limitados como nosotros. El evangelio que acabamos de escuchar, no tiene desperdicio; pero curiosamente no es ningún alegato a favor de Santiago y Juan, y tampoco de los otros diez. El recordar esas pretensiones tan “humanas” nos lleva a los fundamentos de la primera comunidad y nos recuerda como se fue desarrollando y extendiendo desde un insignificante grupo de discípulos muy duros de mollera.
El evangelio nos recuerda una de la claves del mensaje de Jesús. No es fácil entrar en la dinámica del servicio total a los demás sin esperar nada a cambio, como actitud básica en la vida de un seguidor de Jesús. Es uno de los puntos del evangelio que están sin estrenar. Poquísimos cristianos, a través de los dos mil años de cristianismo, han sido capaces de vivir esa simple enseñanza. Hoy sigue siendo para nosotros, la piedra donde tropezamos en nuestro intento de vivir el evangelio. Descubrir que el centro es siempre el otro nos llevaría a una auténtica actitud evangélica.
Se ha utilizado la religión para escalar puestos y vivir mejor. Cuentan de un monaguillo que tocaba las campanas con todo entusiasmo a la muerte de un Papa. Cuando le preguntaron qué le ponía tan eufórico, contestó: El escalafón es el escalafón. Seguimos intentando por todos los medios, estar por encima de los demás. Ni clérigos ni laicos dejan de buscar el ser más que los demás, el mandar y disponer según su voluntad. Esa voluntad se da por supuesto que es la voluntad de Dios.
El ser humano es social en todos los aspectos de la vida, también en el religioso. El seguimiento del evangelio no se puede hacer individualmente y desentendiéndose de de los demás, pero esa interdependencia tiene que vivirse con sentido de comunidad. En ningún caso debemos refugiarnos en guetos cerrados o peor aún, defensivos contra todo lo que no somos capaces de integrar. El grupo nos tiene que ayudar a comprender mejor y a vivir el evangelio.
El evangelio propone una alternativa al poder, como dominio y opresión. Para Jesús, todo poder que no se ejerce como servicio a todos es una usurpación del evangelio. Santiago y Juan pretendían aprovechar su cercanía a Jesús como un medio para alcanzar el poder. Jesús les ofrece una alternativa a ese mismo poder. Esta propuesta desbarata nuestra instintiva tendencia al domino de otro y a la opresión. Los primeros seguidores de Jesús aprendieron la lección, aunque les costó Dios y ayuda.
La necesidad de estar por encima de los demás es signo de que estamos anclados en nuestro falso yo. Nadie podrá superar esa exigencia del ego si no deja de identificarse con la parte de sí mismo que no es más que apariencia. El evangelio de hoy nos pone en guardia sobre esa tentación de emplear la religión para estar por encima de los demás. Recordemos que la diatriba de Jesús no va dirigida solo contra los dos hermanos sino también contra los diez que demuestran tener las mismas aspiraciones.
Vamos a aprovechar esta fiesta para pensar en nuestra pertenencia a una nación. Sin duda tenemos mucho que rectificar en la forma que hemos tenido de vivir la fe en comunidad. Hemos dejado atrás el nacionalcatolicismo, pero dudo que hayamos superado el afán de vencer al opositor en lugar de convencer desde la vivencia religiosa. No podemos evocar esta fiesta para seguir defendiendo nuestros instintos patrioteros, oponiéndonos con uñas y dientes a todo el que no es de los nuestros.
La campaña de desprestigio y acoso que está sufriendo hoy el cristianismo en España no debe asustarnos y debe servir de acicate para superar actitudes trasnochadas. En vez de quejarnos, lo que tenemos que hacer es ser más fuertes, pero desde la postura de Jesús, abandonando todo privilegio y poniéndonos a nivel de los más bajos para elevar a todos desde ahí. Los apóstoles no lo entendieron todo de repente, pero supieron aprender de sus mismos errores. Los fallos tienen que hacernos más firmes.
También tiene sentido celebrar con los no creyentes una fiesta sociológica. Cada pueblo, y el conjunto de todos los pueblos de España, tenemos que vivir en comunidad para poder solucionar los problemas que afectan a todos. El primer requisito para que nos comprometamos en la búsqueda del bien común, será potenciar el sentido de pertenencia. El pertenecer a una familia no impide, sino que potencia la pertenencia a un pueblo o ciudad, sea grande o pequeña. La pertenencia a un municipio no tiene que impedir para nada la integración en la región. Si la pertenencia a una comunidad no me hace sentirme más seguro y más libre es que están mal planteados.
Jesús nos dijo: “No será así entre vosotros”. Pero la historia y los oprimidos nos dicen: “Ha sido y sigue siendo así entre nosotros”. Seguimos con la misma dinámica de los dos hermanos. Debemos comparar lo que vivimos con la propuesta de Jesús. No vale la excusa: “primero hay que servir a Dios y luego a los hombres”. Esta idea es sencillamente diabólica, porque bajo el pretexto de servir a Dios, estamos preparados para servirnos de todo dios, y dispensarnos de servir a los demás.
Ni poder ni riqueza ni honores tienen valor para Jesús, porque no ayudan a ser más humanos. Lo único que nos hace más humano es el servicio a los demás. El único valor absoluto es el hombre, cualquier hombre; a él tiene que estar orientado todo lo demás. Esta actitud, que es la clave del mensaje de Jesús, la hemos cambiado por otra que no se le parece en nada. Para la Iglesia, lo importante es la institución no la persona. En nombre de la institución se puede machacar impunemente a la persona concreta, poniendo como excusa que hay que sacrificarse por la comunidad.
Fray Marcos
Fuente Fe Adulta
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