No hay varón ni mujer (Gal 3,28). La familia, una historia pendiente
“Una historia pendiente, no sólo para la iglesia, sino para el conjunto de la humanidad”
Los medios siguen hablando de la diversidad sexual (día-gay, grupos Lgtbi) y de la identidad personal de los seres humanos, que pueden escoger su género “real” (ley-trans), de forma que en el DNI se pueda poner no sólo V (varón), M (mujer), sino tercera casilla con O (=otras identidades).
El tema DNI es secundario y se podría resolver quitando esas casillas de sexo. Lo importante es el fondo, la identidad humana. Es un tema complejo complejo y no hay respuestas fijas, pero podemos plantearlo mejor, desde el principio bíblico, en este año 2021, dedicado oficialmente a la “la familia”.
No se trata de negar la realidad (como algunos piensan), ni de decir que todo da lo mismo, sino todo lo contrario, de poner a los seres humanos ante su “verdad personal”. Estos cambios nos sitúan ante la mayor tarea humana de los últimos siglos, y aquí tiene mucho que decir el cristianismo.
Sin duda, el sexo influye mucho: Parece haber un “núcleo dominante” bi-sexual en los seres humanos, que se identifican (=les identifican) como varones o mujeres. Pero hay espacios liminares, o, quizá mejor, núcleos borrosos (=enriquecedores) en los que las personas se definan de otras formas, en línea homo- y/o trans-sexual (en la línea de los eunucos de Mt 19, 12).
Esos “bordes y/ nucleos porosos” puede resultar amenazantes, para algunos que se creen “seguros” porque son muy inseguros, de forma que ellos responden con críticas, desprecios e incluso violencia a los que piensan y viven de un modo distintos. Pero esos “distintos” (¡todos lo somos de algún modo!) pueden ofrecer y ofrecen muchas veces formas de comprensión y vivencia humana más alta.
Esa diversidad no es amenaza o maldición para la “clase” bi-sexual (que es una forma intensa de expresar el amor), sino que puede y deber ser una bendición y camino de enriquecimiento de la humanidad, según el evangelio y la nueva sensibilidad antropológica.
Algo he pensado sobre este tema e incluso he publicado un estudio desde la perspectiva de las religiones y otro desde la Biblia, con subtítulo programático: “Una historia pendiente”. El tema de familia es, sin duda, una historia pendiente, no sólo para la iglesia, sino para el conjunto de la humanidad.
Divido mi reflexión en cuatro partes. Por favor, quien quiera ver pronto mi respuesta vaya a la cuarta parte. Los demás pueden empezar por la primera.Buen de día a todos, y buena familia.
| Xabier Pikaza teólogo
1. Hay un Antiguo Testamento… Una historia pendiente
Nuestro “Antiguo Testamento” (es decir, la ley antigua), interpreta la familia en forma jerárquica (supremacía del varón) y bi-sexual (matrimonio de varón como mujer). Ciertamente, en sentido estricto, el Dios de ese Antiguo Testamento no es varón ni mujer (aunque suele tomar formas y signos de varón patriarcal). Eso significa que no hay una “pareja sexual divina” (Dios y Diosa). La divino es más bien la Vida en plenitud (eso que los judíos llamaban Yahvé: el que es, el que hace ser-vivir).
De todas formas, en ese contexto antiguo, los profetas judíos aplicaban la dualidad sexual de amor a la relación entre Dios y los hombres. Dios era padre-marido amoroso de la humanidad; la humanidad era la esposa-amada (y en el fondo protegida) por el Dios esposo superior. Esa clave de amor esponsal, que se refleja sobre todo en los profetas, sigue siendo aún conmovedora. Así nos emocionan y remueven palabras como ésta:
Ya no te llamarán abandonada, ni a tu tierra devastada,porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá marido. Como un joven se casa con su novia así te desposa el que te ha creado;la alegría que el esposo encuentra con su esposa la hallará tu Dios contigo (Is 62, 4-5).
Ese símbolo esponsal nos sigue emocionando porque alude a la existencia como encuentro de amor y habla de Dios como el padre/amigo varón cuyo gozo consiste en dar gozo a los hombres. Pero este modelo está fundado sobre una experiencia asimétrica y jerárquica del matrimonio. El esposo es a la vez amigo y dueño: ama y se entrega a su mujer, pero se encuentra siempre arriba, dominando y dirigiendo la existencia de su esposa. La esposa, por su parte, se introduce en ámbito de amor, pero sigue estando dominada por el esposo: por eso es símbolo del pueblo de Israel que está en las manos del Señor-Esposo transcendente.
Este simbolismo matrimonial, interpretado así en forma jerárquica, puede aplicarse después de un modo cristiano (cristológico y eclesial) de un modo que no responde al principio radical del evangelio de Jesús, expresado en forma de libertad e igualdad entre seres humanos, varones y/o mujeres, que no se definen ya como varones o mujeres, sino como personas. Pues bien, en contra de esa igualdad se ha elevado una tradición de san Pablo insistiendo en el “matrimonio” como relación entre desiguales, apoyándose en una forma muy parcial de entender a Jesucristo:
Cristo es cabeza de todo varón;el varón es cabeza de la mujer;y la cabeza de Cristo es Dios» (1 Cor 11, 3).
Por eso, la iglesia puede presentarse como esposa de Jesús porque en su misma condición de esposa-mujer se encuentra sometida ya al esposo universal que es Cristo. Esta línea simbólica culmina en el texto fundamental de la tradición (post-)paulina:
Las mujeres deben someterse a sus propios maridos como al Señor. Porque el varón es cabeza de la mujer, como el Cristo es cabeza de la iglesia, el mismo Cristo que es el salvador del cuerpo. Pues bien, como la iglesia se somete a Cristo también así las esposas a sus maridos en todo. Los varones que amen a sus mujeres, como Cristo amó a su iglesia y se entregó por ella… Así conviene que los varones amen a sus mujeres como a su propio cuerpo (Ef 5, 22-28).
El texto continúa en esa línea, reinterpretando en clave de dominio masculino la unidad primaria del varón y la mujer que ha establecido Gen 2, 24 cuando dice que ellos forman «un cuerpo». Ahora es la mujer la que aparece más directamente como cuerpo del esposo: ella es objeto de amor y de cuidado, pero no tiene autonomía; carece así de personalidad frente al marido, al que «debe obedecer en todo» (Ef 5, 33).
Desde el momento en que el matrimonio se estructura en línea jerárquica, Dios y Jesucristo se conciben en clave de varón, dentro de eso que puede llamarse patriarcalismo del amor. Ciertamente, el varón tiene que amar, como ama Cristo; pero ama desde arriba, como patriarca y responsable que dirige y organiza la marcha de la casa. La esposa es una especie de sierva muy amada, como realidad inferior a la que debe cuidarse y ayudarse. Lógicamente, la humanidad entera aparece ante Dios (y ante Jesús) como mujer: realidad inferior y muy amada a la que el mismo Dios eleva al misterio de sus bodas, en símbolo que asume de forma impresionante ApJn 21-22.
Ciertamente, el amor vincula en forma estrecha a los esposos; pero Cristo sigue siendo la cabeza, en forma de varón, frente a una iglesia que se entiende como femenina. De esta forma se vinculan los rasgos de lo masculino-femenino, en relación con Dios y con los hombres, en esquema jerárquico de amor y de sometimiento.
2. Modelo dual. Igualdad y diferencia entre varón y mujer. Una historia recomenzada
EL modelo anterior tiene ventajas y valores, que deben conservarse y potenciarse. Pero muchos creyentes, y especialmente las mujeres, han pensado que el esquema jerárquico que emplea resulta inadecuado. En nuestro tiempo no se puede hablar de la mujer como inferior o sometida; no se puede utilizar el simbolismo de la unión matrimonial de tal manera que la esposa venga a interpretarse como dominada, dirigida por el gesto activo del esposo.
Hemos superado (o queremos superar) ya para siempre la visión jerárquica del matrimonio, donde las funciones del esposo y de la esposa resultan asimétricas. Por eso no podemos hablar de un «Dios esposo» (superior, varón) que se vincula con la «humanidad esposa» (inferior, mujer). ¿Tendremos que dejar por siempre el simbolismo matrimonial?
Algunos han pensado que ese símbolo matrimonial es importante, y han buscado una respuesta nueva en la misma palabra de la Biblia cuando alude a la unión en igualdad del varón y la mujer, conforme a la palabra primigenia: y creó Dios al hombre (=ser humano) a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó (Gen 1, 27).
En esta palabra se supone que el varón no es anterior a la mujer (ni lo contrario). Ambos surgen en su mutua referencia formando la unidad primera de lo humano. Por eso, «el hombre» no es varón: es el varón y la mujer. Más aún, en esa línea se puede hablar de formas distintas de realizar la travesía humana de la vida.
Desde aquí puede entenderse también otro texto de la creación. Hay un Adán solitario que da nombre a plantas y animales, no es aún estrictamente humano. Ese Adán, ser humano en general, se humaniza cuando encuentra y acepta, cuando asume y potencia la existencia de otros seres humanos que le acogen le impulsan…
Desde la perspectiva del Antiguo Testamento “el otro complementario” del varón es la mujer, y el otro de la mujer es el varón… Ellos se definen a sí mismos en diálogo personal, estando el uno frente al otro (cf. Gen 2, 18). Ambos se unen y los dos juntos forman una sola carne: por eso el varón abandona padre y madre y se junta a su mujer y se hacen una sola carne (Gen 2, 24).
Pero lo que importa en este pasaje y en la historia humana no es que uno sea varón y otro mujer, sino que ambos sean personas. Pueden ser y son varón y mujer; pero lo que define su relación es que sean varones y mujeres… sinos seres humanos, que dialogan por la palabra y el afecto. Carne son ambos, varón y mujer, para forma una humanidad… Pero son carne y humanidad como personas, de forma que puede haber maneras distintas de relacionarse, de convivir, no en forma de jerarquía sexual, sino de apertura y comunicación personal.
Por eso, ahora no se puede hablar del varón como signo de Dios, frente a la mujer que sería signo de la humanidad y de la tierra (madre=materia). Ambos unidos son señal de Dios. Esto nos lleva a revisar la perspectiva anterior: El camino de la humanidad no consiste en vincularse esponsalmente con Dios (como mujer sometida/amada por un Dios varón) sino en llegar a realizarse (desarrollarse) plenamente en el plano de lo humano, imitando o traduciendo en forma histórica (creada) la verdad y plenitud que es Dios.
Ciertamente, es bueno conservar la palabra de Gen 1, 27: «A su imagen los creó, varón y mujer los creó». Pero ésa es una palabra que debe ampliarse, universalizarse, diciendo: “A su imagen los creó, personas los hizo, varones y mujeres, con todo tipo de personas capaces de encontrarse, vincularse en amor, propagarse, a través de la palabra y de la vida, en sus diversas formas”. Por eso, lo que importa no es la “forma sexual” (bi-sexual, homo-sexual, trans-sexual), sino la profundidad personal del amor, como el mismo Pablo ha barruntado cuando dice:
“Ni la mujer sin el varón, ni el varón sin la mujer, en el Señor.Pues lo mismo que la mujer (=Eva) surgió del varón también el varón surge a través de la mujer. Y todo proviene de Dios (1 Cor 11, 11-12).
Eso significa que, en el fondo de la vida humana, “Dios” se muestra y revela como principio de vida, de libertad personal y de generosidad, de comunicación mutua y de enriquecimiento vital. Ciertamente, podemos conservar el término Padre para hablar de Dios, pero siempre que entendamos esa palabra en sentido simbólico (no patriarcal, no impositivo). Este “padre” es padre y madre, es hermano y amigo, es amante y es amado, en una línea que ha puesto de relieve el evangelio de Marcos (Mc 3, 31-35), empleando un lenguaje de Madre y Hermanos y Amigos: Los que aman conmigo la vida (en el círculo concreto de mis relaciones, en gesto de ayuda, acogida y comunicación mutua… esos son mi madre, mi hermano, mi hijo, mi amigo.
3. Un amor, varios caminos
Las observaciones anteriores pueden parecer complicadas y lo son, pero me parecen importantes para apoyar el modelo mesiánico de fraternidad interhumana es imitación o presencia del amor de Dios en el camino de la historia.
La dualidad sexual, como elemento clave de la distinción y del encuentro de amor generador entre los hombres, es un aspecto importante de la creación de Dios. Por eso, cuando el texto afirma que «varón y mujer los creó, a imagen de Dios los creó» (Gen 1, 27) está diciendo algo valioso sobre el ser del hombre como reflejo de Dios dentro de la historia. Por medio de la dualidad sexual, el hombre y la mujer pueden reflejar sobre la tierra el misterio del amor de Dios y su poder generador.
Pero esa dualidad no se entiende ya en plano cerrado de distinción sexual (bi-sexual), sino que abre al plano más alto de la diferencia y comunicación personal, en un plano que puede ser homo-sexual o trans-sexual, pero siempre en línea “evangélica” de libertad y gratuidad, de comunicación liberadora, abierta por un lado al gozo de la vida (el gozo de un ser humano es otro ser humano) y por otro al servicio y ayuda mutua, en línea de iluminación, de sanación, de liberación. Éste es el centro y clave del amor de Jesús, que acoge, sana, eleva a los oprimidos… Éste es el amor radical del evangelio: Dar de comer, vestir-acoger (=dar dignidad) a los demás, curar, liberar (Mt 25, 31-46); y todo eso no sólo por “deber ético”, sino por gozo evangélico y personal.
Por eso, dualidad y unión bi-sexual han de entenderse como un elemento importantísimo del camino de la vida humana. Pero es un momento, no el fin en sí. Es un momento, no cubre todo el espectro de la vida humana, que sólo se despliega y explícita en plano personal de libertad y comunión gozosa y liberadora de unos con otros. Eso significa que el ser humano no se define ya exclusivamente como varón y mujer, sino como persona, pues la dualidad sexual en sus diversas formas (con la homo-sexualidad y la trans-sexualidad) es valiosa en la medida en que está al servicio de una comunicación personal más intensa, más libre.
Existe un feminismo de la diferencia, en la línea de la perspectiva antes citada. El ser humano se distingue, según ella, en masculino y femenino, varón y mujer. Ambos realizan su camino en distinción y complementariedad: hay, por lo tanto, dos maneras primordiales de ser y realizarse como humano; a cada uno le falta lo que tiene el otro; ambos se vinculan desde su plenitud, pero también, desde su diferencia y su carencia (el varón encuentra en la mujer lo que le falta, y viceversa).
Nosotros, en cambio, defendemos un feminismo (y también masculinismo) de la identidad. Ambos, varón y mujer, son distintos; pero su diferencia sexual no alcanza la raíz de su personalidad, que se realiza en plano diferente de acogida, libertad, entrega, comunión y vida abierta hacia los otros. No se aman buscando uno en el otro aquello que le falta, sino dándose y compartiendo aquello que les “desborda”. No se aman por carencia, sino por generosidad positiva, en línea de “agape” (no de puro eros de carencia).
Por eso, ya no importa el ser varón o mujer sino el vivir y realizarse en nivel de hondura humana, en libertad y amor, cerno persona. Por eso, ya no importa el amor bi-sexual, sino el amor, en profundidad, un amor que puede tomar formas homo-sexuales o trans-sexuales, pero siempre ha de estar al servicio del despliegue de la vida, en sus diversas formas. En esa línea es muy importante la generación (la paternidad/maternidad compartida), pero no sólo la generación de nuevos sujetos o personas, sin el enriquecimiento de las demás personas, como Jesús, que no tuvo “hijos biológicos”, pero que ha sido y sigue siendo “creador de humanidad”.
En esta perspectiva interpretamos los datos primordiales de la teología. Ya hemos dicho que Jesús, como Hijo de Dios, no es masculino o femenino: es la expresión total del Padre, ser divino. Ciertamente, el Hijo de Dios se ha encarnado en un varón que se llama Jesús; un varón de Galilea, que vive en el siglo primero de nuestra era, en unas determinadas coordenadas culturales y sociales. Todo eso es evidente; no es preciso resaltarlo.
Pero lo que a Jesús le ha definido como “hijo (=encarnación) de Dios” no es su sexo concreto de varón sino su plenitud personal, en apertura a Dios, pero, también, al mismo tiempo, en apertura a los demás, en libertad y donación, no por carencia, sino por generosidad, no buscando en el otro lo que me falta, sino poniendo (dando, regalando) aquello que me “sobra”..
Por eso, la condición masculina de Jesús no pertenece a su entraña redentora. Lógicamente, aquellas expresiones de Ef 5 que le han presentado como esposo de la iglesia no se pueden entender ya en perspectiva masculina, como signo de su autoridad de varón, que es cabeza del cuerpo (es decir, de la mujer o iglesia). Tampoco deben entenderse como signo de que Cristo ha divinizado el aspecto masculino de la vida, frente a su madre, María, que habría divinizado el aspecto de la vida. Esas expresiones han de interpretarse en una perspectiva mesiánica de amor personal, en plenitud, no como necesidad “erótica” (en sentido clásico del término, según Platón, Banquete), sino como generosidad “agápica” (conforme al sentido que la palabra agape toma en los evangelios).
Hombres y mujeres pueden ser (y son) distintos en un plano, con grandes matices intermedios. Pero lo que les define de un modo radical es ya el ser personas que, siendo autónomas, cada una completa en sí misma, pueden regalarse la vida unas a otras (y unas con otras, en sus diversas formas). Eso significa que Jesús no es Hijo de Dios como varón (a diferencia de María, su Madre, o de María Magdalena su amiga), sino como persona. Si Jesús fuera hijo de Dios como varón necesitaría a su lado una mujer (su madre, su amiga…) para que se realizara de esa forma la encarnación total de Dios.
Jesús no es “hijo de Dios” como varón, sino como “ser humano” (anthropos, no anêr). Ese hecho de definirse como “antropos”, persona, no es una limitación, sino una profundización, en línea de autonomía y de capacidad de donación, de comunión, de fecundidad personal. Éste es el modelo que presento aquí como “mesiánico”.
En un nivel antiguo, dominado de manera casi obsesionante por el sexo, el hombre parece definirse únicamente por su condición de masculino y femenino. Nos define la naturaleza sexuada, la atracción de macho-hembra, el proceso de la generación biológica. Sin duda, ese nivel es importante y no podemos olvidar nuestra raíz cósmica, de naturaleza. Pero ‘lo que define nuestra vida es otra cosa: es el nivel de la cultura del amor, entendida en perspectiva creadora. Nos define lo que somos y hacemos en tarea de libertad, como personas. Pues bien, en ese plano, varones y mujeres no tenemos distinciones, estamos igualmente llamados a expresar en libertad y gratuidad nuestra persona.
Ciertamente, en una cultura patriarcal se podía tener la impresión de que sólo el varón representa la cultura, la verdad, la liberad. Sólo el varón es libre y puede realizarse por sí mismo. En contra de eso, la mujer permanecía ligada a la naturaleza: los ritmos sexuales de la menstruación, el engendramiento de los hijos etc.
4. Nuevos signos de amor, nuevas experiencias
En la línea anterior quiero decir que la “cultura patriarcal” ha terminado ya en Jesús (aunque algunos eclesiásticos no se hayan enterado todavía, después de XX siglos). Esa cultura patriarcal ha terminado, no sólo por Jesús, sino por el despliegue de la nueva cultura antropológica (vinculada en parte al despliegue del mismo cristianismo).
En este nuevo tiempo de la humanidad (en la plenitud de los tiempos: Gal 4, 1-4), varones y mujeres nos definidos, en libertad, igualdad y diferencia, como personas. En esta perspectiva nos sitúa un texto clave de la tradición evangélica. Dicen a Jesús que una mujer «ha pertenecido» a siete esposos, en su vida sobre el mundo. Cuando llegue la resurrección final ¿a quién podrá pertenecer? Jesús responde:
Cuando resuciten de los muertos, los varones no se casarán,ni las mujeres serán tomadas por esposas,pues (unos y otros) pues serán como ángeles del cielo (Me 12, 25).
La relación matrimonial de varones y mujeres, en clave jerárquica y económica (como la que supone la ley del levirato que está en el fondo de ese texto) pertenece al tiempo y forma de vida de este mundo viejo, definido por la lucha de varones por causa de dinero y por mujeres (por su haciendo y su “descendencia”). En contra de eso, la nueva vinculación que Jesús pide y propone. es decir, la “resurrección” humana en la historia se expresa en forma de gratuidad personal, no de imposición de unos sobre otros, en clave posesiva,
Eso significa que los hombres (varones y mujeres) pueden realizarse como humanos aunque no se casen en forma tradicional. Ni los unos se definen por varones en plano sexual, ni las otras por mujeres. Unos y otros se definen como humanos en un mismo nivel de gratuidad, servicio mutuo y esperanza de reino. Sólo desde esa libertad personal, en igualdad, como varones y/o mujeres, pueden casarse y relacionarse, para gozo personal, para enriquecimiento de la vida. Sólo en esa línea se puede hablar de hijos verdaderos en clave de engendramiento y/o de generosidad personal.
En esta misma línea mesiánica, de igualdad y encuentro de varones y mujeres desde Cristo, se sitúa la palabra fundante de san Pablo:
Ya no hay judío ni griego,ya no hay siervo ni libre, ya no hay varón ni mujer.Todos vosotros sois uno en Cristo (Gal 3, 28).
Las viejas distinciones (siervo-libre, judío-griego, varón-mujer) se sitúan en plano de contraposición y lucha de este mundo. Pues bien, Cristo ha superado ese nivel de lucha. Ya no hay jerarquía interhumana, como sabe bien Mt 23, 8-10: «no llaméis a nadie maestro, pues uno es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos; no llaméis a nadie padre, porque uno es vuestro padre, el de los cielos».
Este es el modelo mesiánico que expresa y refleja sobre el mundo eso que hemos titulado la libertad creadora y personal de Dios. Ciertamente, Dios comienza siendo Padre y da la vida, como siguen haciendo los padres de este mundo. Pero de tal forma la ofrece que su Hijo viene a realizarse como autónomo y los dos se encuentran, en un gesto de amor mutuo, formando así la unión personal de la vida, que podemos llamar “Espíritu Santo”, que se expresa en el matrimonio bi-sexual, pero también en otras formas de matrimonio o de vinculación persona, homo- o trans-sexual.
Ciertamente hay diferentes formas de expresar la realidad humana. Todos surgimos a la vida como hijos; algunos se realizan luego como padres, mientras otros renuncian a la paternidad, por causas diferentes. Unos son varones, otros mujeres. Unos se casan, otros no se casan… Pues bien, estas diferencias pertenecen al orden de este mundo que termina; son aspectos previos que nos capacitan para realizar el valor de la persona como libertad, gracia y encuentro con Jesús; el valor total de la persona sólo se despliega en apertura a Dios, en libertad interna y en servicio de amor a los que están necesitados.
Por eso, al final de la jornada, cuando se desvele el ser de la persona, el juez ya no pregunta: ¿fuiste varón o mujer? ¿te casaste o no te casaste? ¿tuviste hijos o no los tuviste? Lo que pregunta es más universal, más profundo y más sencillo, al mismo tiempo: «Tuve hambre ¿me disteis de comer? Estuve exilado, desnudo, enfermo, encarcelado ¿me servisteis? ¡Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 31-46). Sólo la fraternidad universal, reflejada en el servicio concreto hacia los más necesitados, viene a presentarse como signo de Dios sobre la tierra. Sólo ella despliega el valor de la persona.
Ciertamente, mientras siga el curso de la historia, la dualidad del varón y mujer será determinante. Pero ella vale de verdad en la medida en que nos abre hacia el amor, en el camino de la vida. Porque Dios no es ya varón ni mujer, sino el amor eternamente realizado y abierto de manera creadora y misericordiosa hacia los pobres, en el Cristo.
También nosotros, los humanos, nos definimos como “hijos” de Dios, imitadores de la Trinidad y personas, a medida que descubrimos la presencia del mesías en los pobres de la tierra. Nos definimos como personas y salvamos la existencia en la medida en que, siendo varones o mujeres, casados o solteros, sabemos suscitar amor, ayudando en el camino a los más necesitados. De esa forma, la fraternidad humana, vivida en clave de servició mutuo se convierte en signo de Dios sobre la tierra.
Por eso Cristo dice (simbólicamente) a los que están a su derecha, evocando de manera perfecta el gran misterio trinitario: «venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer…» En el servicio de amor se hace presente y salvador el Espíritu de Cristo y de esa forma se explícita ya la Trinidad de Dios sobre la tierra.
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