Dom 27.6.21. Terapia de familia. La hija del archisinagogo (Mc 5, 21-24.36-45)
Una familia que “mata” a los niños. A los cinco años de Amoris Laetitia
El evangelio de este domingo (13 del TO) consta de dos “terapias de mujeres” (la hija del archinagogo y la hemorrosia), unidas entre sí. Trataré de la hemorroísa el próximo día. Hoy me ocupo de la hija del archisinagogo, que está en trance de morir, y que hubiera muerto, si es que Jesús no hubiera curado primero a su padre.
Este es un milagro de familia. Lo más importante del mundo es que una niña, como esta hija “desgraciada” (¿desamorada?) del archisinagogo pueda vivir, lo que exige que el padre “cambie” (sea de verdad padre).
El Papa Francisco ha querido que este año 2021, a los cinco de su encíclica “Amoris Laeticia”, esté dedicado a la familia, como seguiré poniendo de relieve en este blog.
Muchos estamos sobrecogidos no sólo por las últimas noticias de pederastia en ciertos espacios clericales, sino por el “internamiento” y en parte la muerte de niños indígenas de Canadá (en instituciones de Iglesia) hasta finales del siglo XX.
Por eso quiero dedicar cierta atención a este relato de la hija de archisinagogo, uno de los que mejor recogen y proclaman la identidad del evangelio y la terapia de familia de Jesús
25.06.2021 | X Pikaza
Texto. Mc 5, 21-24.35-43)
En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago. Se acercó un jefe de la sinagoga (archisinagogo), que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia: “Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.” Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba….
(Se introduce el texto de la hemorroísa: Mc5, 25-34)
Todavía estaba hablando, cuando]llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: “Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?” Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: “No temas; basta que tengas fe.” No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Entró y les dijo: “¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida.”
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y dijo: “Talitha qumi” (que significa: “Contigo hablo, niña, levántate”). La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.
(He desarrollado este motivo de familia en mi libro sobre la Familia en la Bibliay en mi comentario de Marcos. Allí podrá verse un estudio más completo de los temas, que resume en reflexión que sigue).
Introducción
Éste es el primer milagro de familia (de niños y padres) en Marcos. Un milagro sorprendente, entretejido con toda la trama del evangelio, mirado aquí desde la perspectiva de un judaísmo sinagogal que parece impedir que sus hijos (y en especial sus hijas) crezcan y vivan. Este “sinagogo” principal es un hombre importante del sistema socio-religioso de Israel, debería ser un modelo de padre de familia, pero tiene una hija enferma, y no encuentra manera de curarla y por eso acude a Jesús pidiéndole ayuda.
Como dice el texto, Jesús acepta la petición del archisinagogo, y se pone a andar con él…, pero cuando comienza a caminar hacia su casa para curar a la niña, se interpone una hemorroísa (mujer condenada al aislamiento, por su flujo irregular de sangre), que le toca y queda así sanada. Es como si, antes de llevarnos a la casa de la niña enferma, el evangelio quisiera introducirnos en el problema de una mujer que vive aislada (condenada como impura) por un tipo de enfermedad “femenina”. El problema y curación de esta mujer (¡doce años enferma!) resulta esencial para entender el problema de esta niña de doce años, que parece morirse, en la casa del archisinagogo.
- Enfermedad de familia.
En ese contexto, el “milagro” de la hija de Jairo se vincula, en forma de sándwich o tríptico con la curación de esta hemorroísa que está condenada a la soledad (sin marido, sin hijos), mostrando así que ambos temas (niña que se niega a crecer y mujer que no puede amar, vivir en libertad y engendrar), aunque distintos, se encuentran vinculados, y suponen (exigen) una nueva forma de entender y vivir la familia.
Como seguiremos viendo, en nuestro caso, el verdadero enfermo es el padre, y por su culpa se muere la niña. Por eso, que quien debe cambiar desde el principio es el archisinagogo, responsable del “orden” (o desorden) de un tipo de familia israelita.
La hemorroísa (Mc 5, 24-34) había vivido encerrada en su enfermedad durante doce años por flujo constante de sangre menstrual, de manera que no podía tener verdadera familia: casarse, engendrar, entablar relaciones sociales cercanas y afectivas. En línea convergente, la hija del Archisinagogo, resguardada hasta entonces en el espacio de máxima pureza de Israel (casa de su padre), parece apagarse y morir al descubrirse mujer, con el primer flujo de sangre, a los doce años, como diciendo que no tiene sentido madurar a la vida (sometimiento) de mujer en estas circunstancias.
Ésta es una niña/adolescente que se nieva a vivir de esa manera, en la casa del archisinagogo, un hombre de la buena sociedad, posiblemente rico. Esta niña, de casa rica y “santa”, se nieva a vivir así, a asumir su “responsabilidad” personal en aquel tipo de familia que debía estar resguardado por el archisinagogo.
Son muchas las niñas/mujeres que han sufrido y sufren al llegar a esa edad, dominadas bajo un gran trastorno personal y de familia. Es normal que sientan la condición y exigencia de su cuerpo, diferente ya y diferenciado, preparado para el amor y la maternidad, pero amenazado por un duro control familiar y una ley de varones (padres y hermanos, vecinos y posibles esposos) que especulan sobre ellas, convirtiéndolas en rica y frágil mercancía. Se descubren objeto del deseo de unos hombres que quizá no las respetan, ni escuchan, y así responden de la única forma que pueden, enfermando, a no ser que alguien les conceda fuerza para vivir.
Pues bien, parece que esta niña, hija del archisinagogo, no se atreve a recorrer la travesía de su feminidad amenazada, dentro de su familia y de su entorno. No le han educado para una vida en libertad, no le han abierto posibilidades de maduración humana, en familia y sociedad. Es víctima de su condición de mujer, y parece sentirse condenada por el fuerte deseo de posesión de los varones (machos) y por la dura ley sacral de una sociedad que le convierte en víctima sumisa de las leyes de pureza y de los miedos, de los planes y violencias de otros (varones “maduros”, representantes de la ley de familia). Hasta ahora podía haber sido feliz, niña en la casa, hija de padres piadosos (sinagogos), resguardada y contenta en el mejor ambiente. Pero, al hacerse mujer, se descubre moneda de cambio, objeto de deseos, miedos, amenazas, represiones.
No necesita doce años de flujo irregular (como la hemorroísa) para sufrir su soledad, para sentir su impotencia, para que crezca en ella un intenso deseo de muerte. Le han bastado doce años de vida. Ha madurado de pronto, con la primera menstruación, en la escuela de la feminidad amenazada, y en ese momento descubre (conoce con su cuerpo y/o su alma) lo que significa ser mujer en esa circunstancia, padeciendo en su cuerpo adolescente (que debía hallarse resguardado en su casa familiar), un tipo de terror que sufren de manera especial las mujeres amenazadas: hemorroísas, leprosas…, pero que empiezan sufriendo muchas niñas Por su misma condición de niña que ha de hacerse mujer en aquellas circunstancias empieza a vivir amenazada por la muerte.
Conforme a la visión de Marcos, la sinagoga era el lugar donde se escondía el demonio del poseso (Mc 1, 21-28), y donde el sábado importaba más que la salud del hombre de la mano seca (3, 1-6)… Lógicamente, el Archisinagogo, padre de la niña, vivía para esa institución de ley, pues era el representante de la sinagoga en la comunidad; parecía tenerlo todo y, sin embargo, no podía acompañar a su hija en la travesía de su maduración como mujer. Quizá animaba a su comunidad, pero tenía que matar o dejar morir (como nuevo Jefté, cf. Jc 11) a su hija.
La niña tendría que haber sido feliz, deseando madurar para casarse con otro archisinagogo como su padre, repitiendo así la historia de su madre y de las mujeres “limpias”, envidiadas, de la buena comunidad judía. Pero a los doce años, edad en la que debían empezar a cumplirse sus sueños de vida, ella renuncia.
No acepta este tipo de existencia, y no tiene medios o capacidad para optar por un camino diferente; no le queda más salida que la muerte. Y de esa forma, de un modo quizá inconsciente, “decide” vitalmente morir, en gesto callado de autodestrucción, sometida a un tipo de enfermedad que, por la palabra final de Jesús (¡dadle de comer!: 5, 43), parece tener rasgos de anorexia. Esta niña puede interpretarse así como signo (paradigma) de miles y millones de adolescentes que empiezan a ser mujeres padeciendo un tipo de enfermedad vinculada con el ser mujer en estas circunstancias. Es normal que haya enfermado.
La escena nos introduce en el centro de la crisis de un tipo de familia que se manifiesta y estalla en su miembro más débil, que es la hija. No sabemos nada de la madre (que aparece sólo hacia el final: Mc 5,40), aunque podemos imaginar que sufre con la hija, identificándose con ella (pues en aquel contexto social solía haber una simbiosis más fuerte que hoy entre madres e hijas). El drama está representado por el padre, que puede presidir la sinagoga (ser jefe de comunidad) pero que resulta incapaz de ofrecer compañía, palabra y ayuda a su hija. Por eso, como va indicando paso a paso el evangelio de Marcos, el verdadero milagro (necesario para la curación de la hija) será la conversión del padre, que deberá creer y transformarse por el testimonio de la hemorroísa, para acoger y educar a la hija.
Terapia de familia, análisis del “milagro”.
Leído en ese fondo, el texto ofrece una terapia de padre (familia), semejante a la de Mc 9, 14-29 (pasaje del que hablaremos más tarde). La niña como tal no tiene fuerzas, no puede superar el muro que eleva en torno de ella el entorno social, de manera que por sí misma no puede curarse, a no ser que cambie el entorno, es decir su padre, el jefe judío de la sinagoga, a quien podemos ver como representante de muchos padres que, buscando su propia seguridad, siguen dejando de hecho que sus hijos/as mueran o se destruyan, incapaces de encontrar familia. Pues bien, el evangelio muestra que este padre cambia, tiene que cambiar, para hacer que su hija viva, como iré señalando con cierto detalle, citando y comentando las palabras principales del pasaje (poniendo en algunos casos la palabra griega, que puede ser importante pero que no es necesaria para entender el tema):
‒ La hija (thygatrion) está enferma, y su padre Archisinagogo va en busca de Jesús para pedirle que la cure (Mc 5, 22-24b). Como la hemorroísa cuya historia se entrecruza con la suya, esta niña padece un dolor que brota del contexto social y familiar. Tiene doce años, debía ser (hacerse ya) mujer, y sin embargo el texto la presenta por dos veces como niña, en palabra significativa (paidion, korasion: 5, 40-41) que acentúa su rasgo infantil, presexuado. Es como si no quisiera madurar y hacerse mayor, de manera que intenta quedarse fijada en la infancia. Precisamente porque eso es imposible, y porque no puede resolver su situación, ella se va muriendo. Como representante de una estructura social y religiosa que es incapaz de ofrecer vida a su hija, este Archisinagogo busca a Jesús, pidiendo que le imponga las manos para que se salve (5, 23). Este hombre habita, según eso, en un espacio de contradicción, siendo causa de enfermedad y muerte para su niña, pero, como presintiendo su culpa, va hacia Jesús para pedirle su ayuda.
‒ La lección de la hemorroísa. Mientras la niña agoniza (eskhatôs ekhei) Jesús hace recorrer al padre un camino de fe (Mc 5, 35-36), curando a la hemorroísa (5, 24b-34). Externamente, la hija fallece y así le dicen al padre: No merece la pena que lleve a Jesús a su casa, la niña ha muerto (5, 35). Pero Jesús va, pues quiere intervenir para que la niña pueda recorrer un camino de vida a pesar del contexto adverso, y por eso dice al padre que “crea” (5, 36), haciéndole testigo del camino de fe de la hemorroísa a la que había dicho al fin: ¡tu fe te ha salvado! (5, 34). Ahora es el padre quien debe creer, para curar con su fe a la hija. Este pasaje ha tendido así un nexo profundo entre dos personas que parecen encontrarse en los extremos del arco social israelita: la hemorroísa, una mujer impura (fuera de la sociedad), y el puro archisinagogo (dirigente religioso de la sociedad). A los dos se les pide lo mismo ¡que tengan fe!, en un caso al servicio de ella misma (la hemorroísa), en el otro caso al servicio de su hija (el archisinagogo),
‒ Jesús entra en la habitación de la niña con su padre y su madre (5, 37-40). Llegan a casa, viene la madre. Ambos, padre y madre, unidos en su responsabilidad, podrán y deberán dar testimonio de vida y garantía de futuro a su hija niña hecha mujer. El milagro ha comenzado en el momento en que el padre ha confiado en Jesús, aceptando el gesto de la hemorroísa, disponiéndose a creer (con la madre que le acompaña en la casa). Ésta es la novedad: que el padre y la madre asistan a la niña para que se vuelve mujer, en esas circunstancias, haciendo así posible que ella asuma la travesía de la vida. En busca de Jesús había salido un padre vencido, encerrado en una estructura social y familiar que impedía la maduración de su hija. Ahora viene con Jesús un hombre nuevo (¡Jesús le ha hecho capaz de creer!), unido a su mujer (la madre de la niña), un hombre que ha logrado aprender lo más difícil: Ser padre, aceptando el gesto y curación (limpieza) de la hemorroísa, para ofrecer vida distinta a su niña adolescente.
‒ Jesús toma consigo además a tres discípulos varones (Pedro, Santiago y Juan: 5, 37). No van como curiosos, ni están allí de adorno. Son miembros de la comunidad o familia mesiánica (cristiana) que ofrece espacio de maduración y garantía de solidaridad a la niña que se hace mujer. Significativamente son varones, pero llegan a la casa con Jesús como seres humanos (respetuosos, no dominadores), para entrar en la habitación de una niña enferma que, según se dice, probablemente ha muerto, está muriéndose, por miedo a crecer entre los hombres. Superando un tipo de sinagoga donde la niña parece condenada a morir, encontrarnos aquí una familia cambiada, un padre y una madre que desean compartir una esperanza de vida con la niña, en medio de un grupo de discípulos que pueden ofrecer un espacio de madurez solidaria, es decir, de Iglesia. En ese nivel, la niña no es judía ni cristiana, en clave confesional, sino simplemente una persona que empieza a vivir como mujer, en compañía de los padres y de los discípulos que entran en su habitación y son testigos del gesto Jesús, que le agarra por la mano le dice que se levante.
‒ Milagro.Sólo de esa forma (con la fe del padre, la presencia de la madre y la comunión de los discípulos) puede realizar Jesús su gesto: Agarrando con fuerza la mano de la enferma (kratêsas), le dice ¡talitha koum!, niña levántate (5, 41). Jesús no se limita a tocarla (como al leproso de Mc 1, 41), sino que la agarra con fuerza, tomándole la mano y elevándola (como a la suegra de Simón: Mc 1, 31) le dice que “viva”. De esa forma rescata a la niña de la cama donde había pretendido quedarse y le dice: ¡Egeire! ¡levántate! Frente al llanto funerario preparado para celebrar la muerte (Mc 5, 38-40) se eleva aquí Jesús como portador de vida, creador de familia. Éste es su signo, un anuncio de resurrección, en un contexto de familia, precisamente en Galilea (cf 16, 7-8). Por eso, este pasaje ha de entenderse el clave eclesial: lo que Jesús hizo a esta niña es lo que han de hacer los padres y la comunidad cristiana con las adolescentes, superando un tipo de ritualismo sinagogal y de ley de purezas de sangre que lleva a la muerte. Cada niña que se hace mujer es en el fondo una experiencia de pascua, una auténtica resurrección.
‒ Jesús pide a los padres que alimenten a la niña (5, 43), insinuando así que ella estaba muriendo de un tipo de anorexia de familia. Están en el cuarto los seis que han entrado (los padres, Jesús y tres discípulos suyos), con la niña que empieza a caminar… Jesús le ha dado la mano, le ha levantado, de manera que ya no tiene que decirla más cosas, no le da consejos, no le acusa o recrimina nada… Ella no tiene la culpa, el problema es de la familia. Es claro que las cosas (las personas) tienen que cambiar para que ella viva, animada a recorrer un camino de vida fecunda, volviéndose cuerpo que confía en los demás y ama la vida. Tienen que cambiar los otros; por eso dice a todos (autois que incluye a padre y discípulos) que den de comer a la niña, que le inicien de forma diferente en la experiencia de la vida, que ella asume de nuevo al curarse.
Éste es un milagro de Jesús, pero se realiza a través de la iglesia (comunidad) y de la familia de la niña moribunda. En ese sentido, su gran protagonista es el padre que debe cambiar. Es un milagro de “educación” que se centra en el cambio radical del padre, que ha de aprender a creer en Dios creyendo en su hijo, dialogando con ella y ofreciéndola un espacio de maduración como mujer, como persona. Por eso, el evangelio introduce a los representantes de la comunidad mesiánica en el hogar y familia de esta niña, para que ellos ofrezcan el testimonio concreto de la vida de Dios que se expresa en la maduración personal dentro de un contexto familiar y social de acogida.
Evidentemente (en un plano humano), Jesús no puede curar a esta niña si el padre no cambia y si no viene a su lado la madre, para abrir ante su hija un espacio de nueva humanidad (cf. 5, 40). Jesús no puede curarla si no se comprometen otros miembros de la comunidad para ofrecerle un espacio de maduración humana en el camino del Reino. No tenemos aquí ningún dato confesional (ni judío, ni cristiano), ningún dogma o principio exterior.
El texto nos sitúa en un espacio radicalmente humano, de fe personal… que se hace fe social: Que los padres abran un espacio de confianza y vida para la hija (para los hijos), que lo haga la comunidad, los tres “compañeros de Jesús”. Este padre “archisinagogo” ha de creer en Dios creyendo en su hija, abriendo un camino de vida ate ella. Sólo en ese contexto se podrá hablar de Jesús, evocando (invocando) su presencia.
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