Jean Paul Sartre: “Por momentos, María se olvida de que es Dios, lo toma en sus brazos y le dice: ‘¡Mi pequeño!'”
‘Barjona o hijos del trueno’, texto navideño escrito por Sartre, entonces prisionero de guerra.
“Pero en otros momentos permanece turbada y piensa: “Dios está ahí”, y se siente presa de un temor religioso ante este Dios mudo, ante este niño”
Ella lo mira y piensa: “¡Este Dios es mi hijo! Esta carne divina es mi carne. Está hecho de mí, tiene mis ojos y la forma de su boca es la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí”
“Ninguna mujer ha tenido a su Dios todo para ella. Un pequeño Dios que puede tomar en sus brazos y cubrir con besos, un Dios cálido que sonríe y respira, un Dios que puede tocar y que vive”
“José sufre porque ve lo mucho que la mujer que ama se parece a Dios, lo cerca que está de Dios. Porque Dios ha estallado como una bomba en la intimidad de su familia. José y María están separados para siempre por este fuego de luz. E imagino que toda la vida de José será para aprender a aceptar”
| Jean-Paul Sartre
Recibí este texto de un amigo y colega de teología de la PUC-SP Fernando Altemeyer Junior, conocido pero poco divulgado por J.P.Sartre. Prisionero en la Segunda Guerra Mundial, a petición de algunos sacerdotes, también prisioneros, se le pidió que escribiera una meditación, lo más amplia posible para que todos pudieran entenderla. Ateo confeso y generoso, aceptó la invitación. Entró en el espíritu de la Navidad y les dio este conmovedor texto que nos ilumina hasta el día de hoy. En caso de duda, lo reconoció como suyo en 1962, explicando el contexto en el que fue escrito. Agradecemos al incansable investigador y profesor Fernando Altemeyer Junior por haber accedido a este texto en originales portugueses y franceses. Leonardo Boff
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Barjoná o los hijos del trueno
Como hoy es Navidad, tiene derecho a exigir que se le muestre el pesebre. Ahí está. Mire a la Virgen, mire a José y mire al Niño Jesús. El artista ha puesto todo su amor en este dibujo, pero puede considerarlo un tanto ingenuo. La verdad es que los personajes tienen hermosos adornos, pero son rígidos, se diría que parecen marionetas. Ciertamente no eran así.
Para entederme, sólo tiene que cerrar los ojos y le diré cómo los veo dentro de mí. La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que falta por reflejar en su rostro es una mueca de maravillosa ansiedad, una expresión de arrobamiento que sólo aparece una vez en la historia de una figura humana.
Porque Cristo es su hijo, la carne de su carne y el fruto de sus entrañas. Lo ha llevado nueve meses y le dará su pecho, y su leche se convertirá en la sangre de Dios. Y en ciertos momentos la tentación es tan fuerte que se olvida de que es Dios. Lo toma en sus brazos y dice: “¡Mi pequeño!”
Pero en otros momentos permanece turbada y piensa: “Dios está ahí”, y se siente presa de un temor religioso ante este Dios mudo, ante este niño. Porque todas las madres se sienten así, por momentos, ante ese pedazo rebelde de su carne que es su hijo y se sienten exiliadas ante esa nueva vida que se ha hecho con su vida y que pueblan pensamientos extraños.
Pero ningún hijo ha sido arrancado más cruel y más rápidamente a su madre, porque este niño es Dios y está más allá de todo lo que ella pueda imaginar. Y es una dura prueba para una madre avergonzarse de sí misma y de su condición humana delante de su hijo.
Pero creo que también debió haber otros momentos, rápidos y huidizos, en los que ella siente al mismo tiempo que Cristo es su hijo, su pequeño, y que es Dios. Ella lo mira y piensa: “¡Este Dios es mi hijo! Esta carne divina es mi carne. Está hecho de mí, tiene mis ojos y la forma de su boca es la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí”.
Y ninguna mujer ha tenido a su Dios todo para ella. Un pequeño Dios que puede tomar en sus brazos y cubrir con besos, un Dios cálido que sonríe y respira, un Dios que puede tocar y que vive.
Y es en esos momentos en los que yo pintaría a María, si fuera pintor, e intentaría representar la expresión de tierna audacia y timidez con la que ella avanza su dedo para tocar la dulce piel de este niño-Dios, cuyo cálido peso siente en sus rodillas y que le sonríe.
Esto es lo principal de Jesús y de la Virgen María. ¿Y José? A José yo no lo pintaría. Sólo mostraría una sombra en el fondo del portal y dos ojos brillantes. Porque no sé qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo.
Adora y es feliz adorando. Le encanta y es feliz de amar al niño, pero se siente un tanto exiliado. Creo que sufre sin admitirlo. Sufre porque ve lo mucho que la mujer que ama se parece a Dios, lo cerca que está de Dios. Porque Dios ha estallado como una bomba en la intimidad de su familia. José y María están separados para siempre por este fuego de luz. E imagino que toda la vida de José será para aprender a aceptar.
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