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27.12.20 Domingo después de Navidad. Una reflexión Dios en el pesebre, allí lloraba y gemía. Los que lloran y gimen, teología de la Navidad

Domingo, 27 de diciembre de 2020

49786D00-B0C9-4919-A377-1ECF34E28336Del blog de Xabier Pikaza:

Navidad es Dios y niño que llora en el pesebre: Dios que gime en todos los “pesebres” del mundo, en los expulsados y hacinados, en los descartados de la vida, como animales de carga y cuchillo, fuera de las puertas de la ciudad rica cerrada en su egoísmo. Así decía ya  Juan de la Cruz:  Dios en el pesebre, allí lloraba y gemía (Romance de la Trinidad).

Éste es el argumento y raíz de la teología de la Navidad, que  desarrollo aquí en tres puntos: (1) En la plenitud de los tiempos  envió Dios a su Hijo (Pablo), (2) y el Espíritu Santo vino sobre María (Mateo y Lucas), (3) pues en el principio era la Palabra, y la Palabra se hizo carne entre nosotros (Juan).

 Quien lo sepa ya no siga leyendo. Algunos lectores  podrán detenerse en el principio del texto que sigue y  recoge algunos aspectos centrales de la Teología de la Biblia. Quienes deseen llegar a la raíz de las discusiones, argumentos y contra-argumentos de la Navidad pueden bajar a las notas.

1. PABLO. DIOS ENVIÓ A SU HIJO, NACIDO DE MUJER  

Pablo ha vinculado dos representaciones cristológicas: (a) Jesús como Hijo de Diosresucitado, en la línea del judeo‒cristianismo helenista y del final de los sinópticos; (b) Jesús como Hijo de Dios (Palabra, Sabiduría encarnada), en una línea más cercana al evangelio de Juan[1].

Cuando el heredero es menor, aunque sea Señor de todo, no se distingue en nada del siervo, sino que está bajo tutores y administradores, hasta la edad señalada por el padre. Así también nosotros, cuando éramos menores estábamos sometidos bajo los elementos del mundo. Pero, cuando llegó la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para que rescatara a los que estaban bajo la ley, para que alcanzáramos la filiación (Gal 4, 1‒4).

        El Dios de la Ley se sitúa y nos sitúa según eso en una historia de infancia y sometimiento, propia de una humanidad, que no ha llegado a su madurez en libertad, pues la Ley encierra al hombre en un mundo sometido a los elementos cósmicos (la misma ley forma parte de ellos), hasta que Dios envíe a su Hijo para hacernos con él “hijos”, en y ante Dios, y libres en nosotros mismos en amor que acoge y crea, sobre toda ley opresora, cósmica o social[2].

          Pablo no se ocupa de una posible identidad eterna del Hijo (como Dios separado), sino de su envío desde Dios en el tiempo, pues, de hecho, ese Hijo (nacido de mujer, bajo la ley) se identifica con Jesucristo histórico. Según eso, Pablo no ha desarrollado el tema del surgimiento de un Hijo de Dios en sí (no dice ¡Dios tiene un Hijo!), aunque esa imagen pudiera hallarse al fondo de su argumento, sino que proclama su “misión” humana, como dice Gal 4, 4: Dios envió a su Hijo… para que recibiéramos la filiación. Sólo ese envío, que culmina y se ratifica en la Pascua (cf. Flp 2, 6‒11), nos permite entender la salvación, distinguiendo las dos economías:

 ‒ Hubo un tiempo (estadio) de ley, cuando el hombre era siervo de Dios, sometido a mandatos y esclavizado por imposiciones, estructuras o personas opresoras. Un tipo de judaísmo concebía al hombre así, como atrapado bajo la dura ley de las obras, obligado a cumplir unos mandatos que Dios mismo le imponía desde arriba, porque él lo había querido, sin más razón ni fundamento. Era el tiempo en que unos hombres podían y de algún modo debían ser esclavizados por otros para existir (sobrevivir) sobre una tierra fundada y gobernada por violencia.

Ha llegado el estado (=tiempo) final de filiación y conforme a ella viene a revelarse la vida de Dios (=que brota de su entraña), como principio de libertad fundada y avalada por el mismo Hijo divino, nacido bajo la ley, sometido a la esclavitud del mundo (cf. Flp 2, 6-11), para liberar a los esclavizados, para que sean (seamos) hijos de Dios en plenitud. Frente al sometimiento anterior se despliega así la filiación, como identidad de Jesús con Dios y como libertad para los hombres, hijos de Dios.

 Dios no envía a su Hijo a modo de fantasma en su “cápsula” divina, desde fuera de la historia, sino haciendo que surja y viva como humano, nacido de mujer, de tal forma que el envío divino y la generación humana constituyen dos facetas o momentos del único despliegue y presencia de Dios. Gal 4, 4 no cita el nombre y rasgos de esa mujer (María), como harán Mt 1 y Lc 1‒2, sino que la presenta sólo como engendradora, en un plano de ley (=nacido de mujer, nacido bajo la ley)[3].

       Este pasaje (Gal 4,4‒6) nos lleva al lugar donde los hombres, liberados de la esclavitud de la ley por el Hijo, pueden dirigirse a Dios diciendo ¡Abba! ¡Oh Padre! Tanto el Padre como el Hijo resultan implícitamente masculinos, pero en este pasaje se cita a la madre humana de Jesús, como “mujer”, a diferencia de Rom 1,3‒4, donde Jesús aparece vinculado al padre: “nacido del esperma (genomenon ek spermatos) de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder, según el Espíritu de Santidad, por la resurrección de entre los muertos” (Rom 1, 3-4).

Rom 1, 3‒4 vincula a Jesús con su padre (=antecesor) humano (Abraham, David), no con su madre, diciendo que, en el nivel de la carne (=humanidad), el Hijo de Dios nace del semen o esperma de David, en sentido simbólico fuerte, en un contexto patriarcal donde el padre/varón instaura con su fuerza generante activa la genealogía (en aquel tiempo se suponía que las mujeres no influían activamente en la generación de los hijos, sino que se limitaban a recibir, guardar y madurar en su “vientre” un semen exclusivamente masculino). En esa línea, Gal 3, 16 presenta a Jesús también como “esperma”, “descendiente” seminal, de Abraham, sin referirse a su madre, destacando así su surgimiento israelita, mostrando a sus padres humanos (Abraham y/o David) como mediadores y signo del envío divino[4].

Posiblemente, Pablo ha insistido en ese “nacido de mujer, nacido bajo la ley” para situar así a Jesús en la línea de Flp 2, 6‒11, donde se dice que Cristo se hizo esclavo, hasta la muerte, para liberar a los esclavizados por ella. En esa línea, naciendo de mujer, Jesús empieza a realizar su recorrido humano “bajo la ley”, en un mundo dominado por poderes cósmico-sociales; y lo hace precisamente para rescatar así por dentro a los que estaban esclavizados por esos poderes, bajo administradores y tutores, sin alcanzar la mayoría de edad para relacionarse libremente con el Padre.

       Dios ha permitido que los hombres hayan estado, en el tiempo de su infancia, sometidos, por un tipo de ley, bajo poderes cósmicos de odio y de violencia. Pero en un momento dado, al llegar la plenitud del tiempo, él ha enviado a su Hijo (nacido de mujer, bajo una ley que le condenará a la muerte) para manifestar y revelar por él su amor, liberando a los hombres de la esclavitud del mundo y del pecado. Dios no crea a los hombres para que vivan sometidos a una ley (ni siquiera divina), sino para que crezcan, rompiendo la opresión de sus administradores o amos (Gal 3, 26‒29), viviendo de esa forma en libertad, ser ellos mismos.

Pablo sabe que hombres y mujeres, se encontraban antaño oprimidos por la ley, en régimen de sumisión religiosa. Sacerdotes y jerarcas del templo querían domarles (dominarles) con látigo de miedo, pensando que sólo el temor resguarda de los riesgos de su libertad. Pues bien, sabiendo que Cristo ha superado esa ese miedo, Pablo ha proclamado la palabra clave de la libertad: Dios ha enviado a su Hijo (¡sobre toda Ley, pues él es libertad-amor, no ley), para que, naciendo de una mujer (signo de Ley), libere a los sometidos a la ella, para que todos, hombres y mujeres (cf. Gal 3, 28), alcancen la libertad de hijos de Dios.

              Esto significa que ha llegado la plenitud: ha terminado el tiempo de sometimiento, dominado por la ley; ha comenzado la era de la libertad, conforme al designio salvador de Dios que se ha querido mostrar en plenitud, como divino, siendo Padre de todos los hombres y mujeres de la tierra, en amor y no en sometimiento. Dios ha querido realizar su amor en forma humana, y por eso ha enviado a su Hijo, nacido de mujer, bajo la ley, para compartir la existencia de los hombres y mujeres, ofreciéndoles su amor (en un camino sellado por la cruz y la resurrección), de manera que los hombres ya no somos siervos, sino hijos Dios, compartiendo así su propia vida[5].

2. MATEO Y LUCAS. CONCEBIDO POR EL ESPÍRITU SANTO

 Pablo no podía decir más sobre la madre de Jesús, pero, una vez que lo ha dicho (nacido de mujer, nacido bajo la ley: Gal 4, 4), ha puesto en marcha una búsqueda cristológica (teológica y antropológica) que ha sido retomado por Mt 1, 18-25 y Lc 1, 26-38 en quienes se explicita la encarnación (envío) del hijo de Dios en forma de concepción por el Espíritu. Las afirmaciones empleadas por los textos para narrar esta concepción y nacimiento, por obra del Espíritu Santo en María, son misteriosamente simples, y sólo así, de un modo simbólico, pueden y deben entenderse.

Narración de fondo

El Espíritu Santo que actúa y engendra al Hijo de Dios por María es el mismo Dios providente, que crea y anima (=da vida) a todo lo que existe, introduciéndose de un modo supeerior en la historia humana, tal como ha venido a centrarse en la concepción y nacimiento de Jesús, por medio de María[6].

Este misterio (motivo) teológico nos sitúa en el centro de la “cooperación” entre el Espíritu santo, como presencia de Dios, y la acción libre de María (mujer creyente: Lc 1, 45). Así decimos que el Dios (Padre) engendra a su Hijo eterno, por obra del Espíritu, en (por) María. Así lo han contado, en perspectivas diversas, Lc 1-2 y Mt 1-2, autores de la biografía teológica de Jesús desde su nacimiento[7].

              No son biografía biológica, pues eso sería banalizarlos, convirtiendo su tema en un simple milagro externo, sino símbolo fundante de la fe, y en esa línea dicen lo esencial sobre el origen de Jesús. No son cristología primitiva que debe ser superada por afirmaciones más hondas; no son mito que debe desmitificarse, para llegar a la verdad existencial, sino narración teológica que siendo plenamente humana (contada desde la perspectiva de José y María) nos sitúan ante el principio de la revelación divina, allí donde, diciéndose a sí mismo, Dios dice (engendra) en la historia a su hijo Jesucristo[8].

Dos relatos convergentes: Mateo y Lucas

               Mateo y Lucas acogen y desarrollan de un modo convergente el tema de la concepción por el Espíritu, poniendo en el centro de su atención a María, que no es simple mujer bajo la ley, sino llena del Espíritu, siendo así madre del Cristo[9].

Mateo 1, 18‒25. Más allí de patriarcalismo de la ley. Gal 4, 4 había dicho “nacido de mujer, nacido bajo le ley…”, añadiendo que la efusión del Espíritu Santo (es decir, la nueva humanidad del Reino) se vincula a su resurrección (cf. Rom 1, 3‒4). Pues bien, en contra de eso, con gran audacia, desde un fondo judeo‒cristiano, Mateo afirma que Jesús no ha sido concebido “según la ley”, sino por obra del Espíritu Santo. Ciertamente, al comienzo, a modo de proposición más oficial Mateo había dicho que el libro trata de Jesucristo hijo de David, hijo de Abraham, dentro del patriarcalismo judío (Mt 1, 1). Pero después recoge las palabras del Ángel (=Dios) que dice a José: “Hijo de David, no tengas miedo en acoger a María, tu esposa, porque lo concebido en ella es por obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 20).

               Dentro de aquello que parecía el camino exclusivamente masculino de la filiación de Abraham y de David (en la línea del AT) se introduce, según eso, el Espíritu de Dios como ruptura de la genealogía humana, superando un tipo de paternidad legal (patriarcal), no por un tipo de acción o mérito humano, por Ley, sino por medio del Espíritu de Dios que se ha introducido y actúa en la generación de Jesús, por medio de una mujer (en una línea que, según Mt 1, 22, había sido ya evocada por Is 7, 14).           Por encima de lo que puede esperarse de José, hijo de David (y de Abraham), representante de un mesianismo nacional (plano de carne), aquí se desvela y actúa el Espíritu de Dios, situándonos así ante un nuevo comienzo, en la línea de Is 7, 14: “He aquí que una virgen/muchacha concebirá y dará a luz un hijo…”. Pues bien, en contra del rey rey Acaz (que rechazaba el signo de Dios), José lo acepta, reconociendo al Hijo de María como Hijo de Dios, apareciendo como signo de un judaísmo que debe trascender su plano de ley y separación nacional, reconociendo que Cristo ha nacido por el Espíritu de Dios, dialogando con María[10].

Lucas 1,26‒38: Un diálogo de gracia. Lucas avanza en la línea de Mt 1, 18‒25, pero sin necesidad de justificar frente a la Ley la obra de Dios en María. Según Gal 4, 4, la madre de Jesús pertenecía al plano de la ley; según Mt 1,18‒25, ella aparece en silencio (aunque haya concebido por el Espíritu Santo), de manera que la formulación creyente (salvadora) venía expresada por José, que escucha y obedece al ángel. Pues bien, conforme al nuevo relato de Lucas, María (madre de Jesús) dialoga directamente con Dios, de manera que su palabra de fe-asentimiento forma parte de la revelación definitiva de Dios.

              María viene a presentarse así como nueva humanidad (Eva) que, en vez de dialogar con la (su) serpiente, rechazando a Dios, acepta la petición de Dios y colabora con él de un modo activo (en gracia) para el nacimiento humano del Hijo de Dios. Ella forma parte del despliegue de la revelación bíblica, como auténtico Israel, que acepta la propuesta de Dios y responde con su “fiat” (hágase) al más hondo hacer de Dios. En esa línea, ella no es sólo representante de Israel, sino de la humanidad, que acoge la palabra de Dios y la cumple (la culmina) con su vida, diciendo genoito, fiat, hágase[11].

              Conforme a esa visión, toda la Teología Bíblica Cristiana depende de ese “fiat” (hágase, hagamos) de María acogiendo la Palabra de Dios y respondiendo a ella, de manera que la Biblia no es ya sólo el libro de la Palabra que Dios dirige a los hombres, sino también el libro de la humanidad que escucha y responde a Dios acogiendo su propuesta de encarnación. Teóricamente, las cosas podrían haber sucedido de otra forma; pero de hecho, ellas han sucedido por María, de manera que sin ella no podría haber Biblia cristiana[12].

3. EVANGELIO DE JUAN. NACER DE DIOS, MESIANISMO UNIVERSAL

               De manera sorprendente (y lógica), Jn 1, 12-13 amplía y aplica la encarnación (concepción) por el Espíritu a todos los creyentes, que escuchan y acogen la Palabra:

     A quienes la recibieron (a la Palabra de Dios) les dio el poder de ser Hijos de Dios; los cuales no han nacido (no han sido engendrados) ni de las sangres, ni del deseo (=voluntad) de la carne, ni del deseo (voluntad) de un varón, sino que han nacido de Dios.

Mesías de la Palabra. Con algunos manuscritos, el pasaje anterior podría entenderse en singular, de forma que quien nace de Dios sería solamente Jesucristo. Pero la mayoría de los testimonio y el mensaje del texto hacen preferible el plural: Los que nacen de Dios, superando el plano de carne y sangre, son los creyentes, de forma que todos nacen en el fondo (en realidad) como Jesús, de un modo “virginal”, por obra del Espíritu de Dios, a través de su palabra. Según eso, los creyentes (que confían en el Dios de la Vida) son palabra de Dios encarnada, como lo ha sido Jesús, es decir, por Jesús (Palabra hecha carne: Jn 1, 14). En esa línea quiero hablar de un mesianismo universal de la Palabra proclamada y compartida, en contra de otros de tipo particular[13]:

‒ Mesianismo guerrero, Cristo conquistador. Los Salmos de Salomón recuerdan que Dios escogió a David por rey y aseguró con juramento que sus hijos gozarían del reino para siempre (Sal Sal 17, 5). Pero ese salmo sigue diciendo que el pecado de Israel truncó la promesa (Sal Sal 17, 6-22), de forma que debe elevarse la voz del orante: “Mira, oh Señor, y ensalza entre ellos a su rey…; cíñele de fuerza, de manera que pueda aniquilar a los poderes enemigos y limpie a Jerusalén de los paganos…” (17, 23-24). El rey a quien espera el orante de este salmo es Hijo de David (17, 5. 23) y Ungido del Señor (17, 36; 18, 6. 8). Su tarea primordial será instaurar el reino de Israel, venciendo a los poderes enemigos y logrando así el dominio sobre todos los pueblos de la tierra (17, 23-27). Pues bien, conforme a todo lo que venimos indicando, un reino extendido por dominio militar va en contra del Cristo Jesús, un perdedor que quiso ofrecer un Reino para todos.

‒ Mesianismo clerical, Cristo sacerdote superior. Los ambientes sacerdotales del entorno de Jesús consideraban primordial el orden cúltico y religioso del templo. Por eso, junto al mesías de David (guerrero) insistían en el Mesías de Aarón (Gran Sacerdote). Esta dualidad mesiánica, insinuada en Zac 6, 9-14, ha sido temáticamente desarrollada en Test XII Pat y en algunos textos Qumrán. El rey, mesías de David (o de Israel) dirigirá el combate, como jefe de batalla, pero ha de hallarse sometido a la norma y dirección del Sumo sacerdote, jerarca sacral y mediador de Dios para los hombres. Cf. Test Levi 18; Test Judá 24; CD VII, 18 XIX, 7; 1Q Sa II, 12 1Q Sb V, 20. Pues bien, en contra de eso, Jesús se opuso al orden sacerdotal del templo, con su jerarquía de levitas superiores (cf. cap. 15‒16).

En esa línea regia y/o sacerdotal, Jesús no hubiera sido mesías para todos. Y a eso debemos añadir que él no ha impuesto el Reino por la fuerza, ni ha sido Sumo Sacerdote de Jerusalén, para dominar con su religión sobre la tierra. Pues bien, en contra de eso, como he señalado en cap. 13‒16, Jesús ha sido Mensajero y Presencia (=Palabra) de un Dios que es principio de comunión (=salvación) universal. Posiblemente se consideraba “hijo de Dios”, pero no para imponerse sobre otros, sino para abrir entre (para) todos un camino de Palabra compartida.

 No vino de un cielo superior de imposición, de manera sólo transcendente, para realizar un juicio supra-temporal, sino que surgió en la historia de esperanza de su pueblo, centrada, simbólicamente, en la figura de David. En esa línea, él actuó como rey sin reino (sin ejército, dinero o territorio, sin estrategia militar…), como hombre de Dios, Dios-hombre al servicio de los pobres, desde Galilea, mirando hacia Jerusalén, donde subirá para proclamar su (una) Palabra que es presencia salvadora, universal de Dios, nueva humanidad.

‒Jesús es Mesías misericordioso, y así le invoca el ciego de Jericó: Hijo de David, ten misericordia de mí (Mc 10, 47-48), en la línea de la revelación más honda del Monte Sinaí, cuando se escucha la gran voz que dice: ¡Señor, Señor, Dios clemente y misericordioso! (cf. Ex 34, 4‒6; cap 3‒4). La obra del mesías de David no es triunfar sobre los enemigos, sino tener piedad, como ha puesto de relieve el evangelio de Mateo (cf. 9, 27; 15, 22; 20, 30-31)[14].

‒ Jesús entra en Jerusalén como portador del reino de David (Mc 11, 9-10; cf. Zac 9, 9; Sal 118, 25 ss; cap. 8), pero no como Mesías militar, galileo armado, para conquistar la ciudad del templo, sino como portador de la Palabra profética de Dios. Éste es su poder, esta su verdad. El gobernador romano tiene el poder de las armas, los sacerdotes de Jerusalén tienen el poder sacral. Pero Jesús no tiene más autoridad su Palabra[15].

Resurrección de la Palabra.  En un sentido, Jesús ha muerto (ha sido enterrado), como grano de trigo, pero en otro (precisamente por morir de esa manera) él ha triunfado (resucitado) como Dios Palabra, que se va transmitiendo de generación en generación, conservada y recreada en la memoria de Dios, de tal forma que en ese nivel podemos definirle como memorial (presencia) de todas las palabras vividas en la historia. Jesús no es “logos” (Palabra) de Dios en un plano ideal, sino por lo que dice y hace, por la forma en que muere, ofreciendo su mensaje a todos, por su resurrección, entendida como triunfo y permanencia de la Palabra:

 ‒ La Palabra de Dios no es algo por encima del hombre, como una ley que se impone, sino el mismo ser humano, en comunicación de vida (es decir, de Palabra) que se extiende a todos, empezando por los excluidos, los enfermos, los considerados impuros. En esa línea, Juan ha definido a Dios como Palabra universal de comunicación de vida, identificando esa Palabra con el mismo Jesús, que es así mesías de la comunicación.

‒Ser-hombre en plenitud es Ser-Palabra, y por eso creer en el Logos‒Jesús significa creer en la comunicación que triunfa de la muerte. Lo que era diálogo del Padre y del Hijo se vuelve amor hecho palabra concreta de (y para) todos los hombres. De esa forma, el Logos‒Dios se ha hecho Palabra histórica en Jesús, comunicación creadora y liberadora en la historia humana.

              En esa línea, cuando decimos que Jesús es “Logos de Dios” no le estamos dando un título filosófico, que se impone artificialmente desde fuera, ni le aplicamos un concepto que pueda separarse del conjunto de su vida, sino al contrario: La confesión de Jesús como Palabra encarnada y resucitada nos sitúa no sólo en el centro de la Biblia (¡Palabra de Dios!), sino de toda la vida humana:

‒ El Logos de Jn 1, 1‒18 es la misma Palabra de siembra de Mc 4, 2‒9 par: la vida de Jesús, difundida en su mensaje y en sus obras. Del Jesús que siembra la palabra al Jesús que es Palabra podemos trazar un camino básico de cristología. Si el Logos de Jn 1 se separa del mensaje y vida de Jesús (Mc 4) se convierte en mito gnóstico.

‒ El Logos de Jn 1 es la Palabra del mensaje o kerigma que Pablo ha colocado en el centro de su cristología, la palabra enviada por Dios (Gal 4, 4), que se identifica con Jesús resucitado. El Cristo pascual es Dios hecho mensaje, de manera que la Cristología ha de centrarse en su Palabra de evangelio, hecha fuente de vida.

Finalmente, Jesús es Palabra de resurrección en la vida de la Iglesia, en la que cada hombre o mujer (cada creyente) es una encarnación diminutiva y luminosa de la misma Palabra de Dios que lo sigue creando y manteniendo todo, por medio de nosotros (aunque nosotros podemos negarnos a ella y destruirla, destruyéndonos a nosotros mismos)[16].

Mataron a Jesús‒Palabra, pero Dios ratificó su camino, resucitándole de entre los muertos y haciéndole principio de diálogo salvador para todos los humanos. Entendida así, la palabra de Dios es resurrección. No es que primero haya Dios como silencio o vacío (sin comunicación) y que luego Dios se comunique, haciéndose Palabra. De manera sorprendida y gozosa (uniendo Gen 1 y Jn 1, con Ap 20), de principio a fin, la Biblia muesta a Dios como Palabra que se encarna y despliega en la palabra‒vida de los hombres, como principio de vida, es decir, de resurrección (cf. Jn 1, 1-4).        Desde ese fondo, apoyados en la Palabra creadora de Dios en Jesucristo, podemos afirmar que la iglesia es la comunidad de aquellos que comparten y expanden la Palabra, como principio de resurrección. La Iglesia no es una simple unión de gentes de razas distintas, sino una comunidad de dialogantes que comparten de tal forma la vida que al darla resucitan, esto es, viven en aquellos que acogen la palabra.

 ‒ Muchos dicen que la comunicación universal, real y concreta, entre todos los hombres es imposible: desiguales nos ha hecho la naturaleza, desiguales debemos seguir los humanos, en camino en que los fuertes dominan e imponen su verdad sobre los débiles. Por eso, más que la universalidad inoperante importa la operatividad de los poderosos.

Otros (ciertos postmodernos) afirman que no hay logos universal, ni lenguaje unitario para todos. Cada grupo humano tiene su verdad parcial, de manera que estamos ante un mosaico de palabras particulares, desiguales, quizá complementarias. Toda búsqueda de comunicación total acaba siendo dictadura de los fuertes.

             En contra de eso, a lo largo de la Biblia, de Gen 1 a Jn 1, afirmamos que es posible la comunión universal por la palabra encarnada (nacida) y resucitada: Aquello que somos y damos (llegando a morir al serlo y darlo) resucita en aquellos que la acogen. Sin ese principio de comunicación “natal” (engendradora) de cada nacimiento humano y “pascual” (de resurrección por la palabra) no se puede hablar de verdadera humanidad, ni de futuro, pues los hombres sólo viven (vivimos) por donación gratuita y creadora de unos a los otros, es decir, por la palabra compartida. Si niegan la palabra, si no la transmiten en gratuidad, si no la reciben y ofrecen unos a los otros (desde, con y para los más pobres), los hombres terminan matándose a sí mismos. Desde este fondo, retomando el despliegue de esta Teología bíblica cristiana, podemos ofrecer estas propuestas:

Creer en Jesús es creer en la comunicación universal, en gratuidad no impositiva, entre todos los hombres, creyendo así en la resurrección: La Palabra que somos y damos resucita en aquellos que la acogen. Por eso, los cristianos debemos elaborar una hermenéutica dialogal, concretada en la escucha mutua, no como dogma separado de la vida.

Dios es Palabra (Jn 1, 1), es decir, se expresa a sí mismo, se dice y despliega, porque es comunicación, no sólo en sí, sino en los hombres, que en ella viven y son (como podemos decir, evocando el texto clave de Hch 17, 17‒28) y sobre todo el prólogo de Juan, cuando dice que todo existe (se crea) a través de la Palabra (Jn 1, 1-4).

La Teología Bíblica es teología de la Palabra que resucita, desde la primera creación (en la que surge a la vida por palabra de Dios)hasta la culminación en Cristo, Palabra humanada que resucita en aquello que la acogen. Por eso, Hombres y mujeres somos Palabra en Dios, pues de ella hemos nacido y en ella somos en Cristo, que no tiene más autoridad que la Palabra que llama e invita, corrige y anima, en camino de resurrección[17].

 Notas

[1] El centro temático del NT es el diálogo entre las diversas experiencias e interpretaciones del acontecimiento Jesús, tal como han sido aceptadas, elaboradas y/o matizadas en un contexto muy influido por Pablo, en contra de un judeo‒cristianismo que tiende a ver a Jesús como variante del judaísmo anterior (o de una gnosis que diluye al Jesús histórico).

[2] Cf. J. N. Aletti, Une lecture de Ga 4,4-6: Marie et la plénitude du temps, Marianum 50 (1988) 408-421; A. Serra, Gal 4, 4: Une mariologie in germe, Theotokos 1 (1993) 7-25 ; A. Vanhoye, La Mère du Fils de Dieu selon Ga 4, 4, Marianum 40 (1978) 237-247. Análisis temático en P. Bonnard, Galates, CNT IX, Neuchâtel 1972, 85-86; E. W. Burton,Galatians, ICC, Edinburgh 1980, 216-21 y H. Schlier, Gálatas, Sígueme, Salamanca 1975, 226-229.

[3] Pablo no ha dicho nada más sobre la madre de Jesús, pero es evidente que su texto ha suscitado grandes preguntas, sobre todo al ser leído en una cultura religiosa abierta al simbolismo religioso de lo masculino y femenino. (a) Por un lado, esa madre forma parte de la historia israelita, está sometida a la ley, lo mismo que su Hijo y lo está de un modo especial como mujer, según ha precisado con mucho detalle la legislación judía (cf. Lev 12, 15; Misná, Nashim). (b) Al mismo tiempo, ella es símbolo de la humanidad generadora. Pues bien, en el fondo de ese esquema, superando su aspecto patriarcal (vinculado a una ley de varones), la tradición cristiana, a partir de Gal 4, 4 (nacido de mujer) ha puesto de relieve el influjo de la madre de Jesús en su nacimiento. (c) Por otra parte, esta mujer aparece integrada en el despliegue de Dios y de su Hijo. Pablo sabe que Dios no tiene mujer en plano teogámico, ni hijo en línea de generación, pero al vincular a la mujer que engendra y con el Hijo divino que nace, está evocando unos símbolos de gran fuerza, que serán importantes para la tradición posterior del cristianismo.

[4] En esa línea se sitúa la pregunta, quizá polémica, sobre la función de David como padre mesiánico del Cristo en Mc 12, 35-37 par. De manera sorprendente, Mt 1, 18‒25 y Lc 1, 26‒38, no han entendido a Jesús desde una línea genealógica israelita, y el NT en su conjunto ha rechazado el riesgo de un patriarcalismo mesiánico, centrado en el sometimiento a los principios patriarcales de la ley judía. Ellos superan así la visión patriarcal de un José dominador (al modo de David), y la visión matriarcal de María como madre divina de tipo hierogámico. El Dios fundante a quien llamamos de ordinario Padre vendría a presentarse en plano de eminencia misteriosa como Padre/Madre de un Hijo divino, nacido en el mundo a través de una pareja engendradora (José y María). Pero Pablo, que ha evocado la línea patriarcal en Rom 1, 3‒4 y Gal 3, 16 (Jesús hijo de David y Abrahán), no habla en ningún lugar de un “nacimiento dual” de Jesús, como hijo de María y de José, sino que, habiéndole presentado como hijo/esperma de David o de Abraham, le define como “hijo de mujer”, en un contexto de sumisión: Se sometió a la ley (naciendo de mujer…), para liberar a los que estaban sometidos a la ley.

[5] La “economía” de la ley esclavizaba al hombre, haciéndole siervo, sometido a unos mandatos, dominado por leyes, estructuras o poderes del mundo, de manera que la piedad se interpretaba como sometimiento: cuanto más sumiso es un hombre, más religioso; cuando más se niega a sí mismo, más agrada a Dios. Lógicamente, los jerarcas religiosos y sociales pedían sometimiento a sus vasallos, en nombre de Dios. Pero según Pablo ha llegado la economía o tiempo de filiación, de manera que el mismo Dios “impulsa” a los hombres para que alcancen libertad, en madurez cristiana. Dios no quiere esclavos, sino amigos. No busca vasallos, sino hijos, hombres y mujeres que le amen, amándose entre sí, y para eso ha enviado a su Hijo nacido bajo la ley, sometido a la violencia, como siervo de los poderosos, para liberar de esa manera al mundo, desde abajo, desde los mismos pobres (cf. Flp 2, 6-11).

[6] Puede darse también y se ha dado una lectura antitética de la concepción y nacimiento de Jesús, en línea de exclusión el poder engendrador de Dios (en plano trascendente) y el de un hombre (José), tal como se ha defendido en la tradición cristiana (y, sobre todo, en la musulmana) de forma que la concepción pasiva de Jesús en/por su madre María, por obra del Espíritu de Dios (o de Gabriel: Dios poderoso), ha debido hacerse sin intervención biológica activa de varón, de forma que el mismo Dios que en el principio creaba directamente de la nada, superando así el caos precedente (Gen 1), ha engendrado al final a su Hijo Jesús, por medio del Espíritu, sin intervención de varón, en la “carne” de María. Dios ha superado (=negado) según eso no sólo el posible caos‒violencia del sexo masculino, que se expresa en forma de pecado (de incapacidad humana), sino la misma acción masculina, de forma que así Dios es el único que interviene de un modo activo, directo e inmediato, por (con) María, que es “tierra virginal”, simplemente receptiva (no activa), que Dios mismo fecunda, a fin de que nazca de ella el Hijo de Dios.

María viene a presentarse como signo radical de fe (en sentido receptivo), como Madre virginal (receptiva, pasiva), como expresión del más pleno acogimiento de la gracia y de la acción salvadora de Dios, humanidad (=mujer) que escucha y acoge la Palabra, “en su mente y en su vientre” (seno materno), de forma que Jesús pueda nacer y crecer como Palabra de Dios, en nueva creación, por obra del Espíritu Santo. En esta perspectiva, esta tradición rechaza (silencia) la contribución del varón (José), porque ella se concibe como activa, y opuesta, según eso, a la acción de Dios. María en cambio se mantiene y colabora en forma “receptiva”, pues conforme a la visión de entonces la mujer colaboraba de forma pasiva, frente a la acción del varón, que queda así silenciada, a fin de que aparezca activo sólo Dios.

Esta perspectiva del varón como activo y de la mujer como receptiva puede mantenerse en sentido simbólico (siempre que se aplique al fin por igual a varones y mujeres), pues la biología (antropología) actual sabe que la mujer es tan activa o más que el varón en concepción de los hijos. Es muy significativo el hecho de que dos grandes pensadores cristianos del siglo XX (K. Barth, Kirchliche Dogmatik, y R. Girard, Las cosas escondidas desde el comienzo del mundo) hayan querido recuperar desde esa perspectiva el signo del nacimiento virginal de Jesús (concebido sin varón, por el Espíritu Santo). Pero ese signo y argumento no puede ya mantenerse, como mostraré, Dios mediante, en un próximo trabajo de dedicado a Santa María, la Carne de Dios.

[7] No es que el Espíritu sea hipóstasis o simbolización femenina de Dios, como a veces se ha pensado, ni que se identifique de manera personal con María, como también se ha dicho, sino que entre ambos (Espíritu y María) se ha dado una fuerte vinculación por la Palabra, de manera que ella, María, aparece (al lado de José, su esposo, hijo de David, símbolo del judaísmo nacional) como la mujer donde ha venido a expresarse en plenitud la Palabra del Espíritu, para que así surja el Hijo de Dios sobre la tierra. Sea cual fuere la perspectiva que se tome en relación a José, el mensaje de la Concepción por el Espíritu no se sitúa en un plano biológico, sino de teofanía personal de Dios, que se encarna o manifiesta en Jesús de Nazaret, verdadero ser humano, siendo Hijo de Dios. Según eso, él nace, al mismo tiempo, de la Palabra (Espíritu) de Dios y de la historia humana, sin que un nivel o nacimiento sustituya al otro: nace totalmente de Dios y totalmente de lo humano por obra del Espíritu Santo.

[8] En esta línea, la encarnación se entiende como inmersión gratuita y salvadora de Dios (de su Hijo‒Palabra‒Cristo) en la historia de los hombres, para recrearla por dentro. No es la imposición de un ser superior que se esconde en la humanidad, para seguir obrando de forma dominadora en ella, sino presencia humilde del Dios‒carne en la historia de los hombres, a través de su Palabra (y como Palabra). De esa forma se vinculan ambos símbolos: (a) Hijo eterno (preexistente) de Dios. (b) Concebido por el Espíritu Santo.

[9] Mateo desarrolla el tema en un contexto más judío, desde la perspectiva de Herodes, rey de los judíos, y de José, padre “legal” del niño. Lucas pone más de relieve el contexto imperial romano, desde la perspectiva de María, la madre de Jesús. Tanto Mateo como Lucas sostienen que la historia mesiánica de Jesús no empieza con su vida pública (de Mayor), sino en su misma concepción humana. He desarrollado el tema en. Cf. S. Benko, The Virgin Goddess. Studies in the Pagan and Christian Roots of Mariology, Brill, Leiden 1993; R. Brown El nacimiento del Mesías, Cristiandad, Madrid 1982; A. Feuillet, Jésus et sa Mère, Gabalda, Paris 1974; J. C. R. García, Mariología, BAC, Madrid 1995; J. McHugh, La Madre de Jesús en el NT, DDB, Bilbao 1978; E. Neumann, La grande madre, Astrolabio, Roma 1981; X. Pikaza, La Madre de Jesús, Sígueme, Salamanca 1990; Historia de Jesús, Verbo Divino, Estella 2015; L. Pinkus, El mito de María, DDB, Bilbao 1987; I. de la Potterie, María en el misterio de la alianza, BAC, Madrid 1993.

[10] José tiene que pasar del plano patriarcal de Ley donde nos situaba Pablo (nacido de mujer: Gal 4, 4) al plano universal de Gracia, superando el nivel genealógico judío. De esa manera, superando el plano de la cristología pascual de Rom 1, 3‒4 (hijo de Dios por la resurrección), el ángel de Dios revela a José en Mt 1, 18‒25 la más alta cristología natal, pues el nacimiento humano de Jesús viene a presentarse como revelación universal de salvación. En este contexto se sitúa la “conversión de José”, es decir, del patriarcalismo de ley (propio del hijo de David) al universalismo salvador de Jesús, que nace de María, su mujer, por el Espíritu Santo.

[11] El ángel del Señor le dice el Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, lo que nazca de ti será llamado Santo, Hijo de Dios” (Lc 1, 35), y ella responde “fiat” (Lc 1, 38). Esa palabra no nos pone ante una maternidad sacral de tipo cósmico (concepción y alumbramiento divino), sino ante la acción y presencia más alta del Espíritu Santo en María, es decir, ante la Palabra, que ella acoge, siendo así Madre del Hijo de Dios..

[12] Según eso, las dos perspectivas (concepción virginal y preexistencia) expresan de formas convergentes una misma experiencia de fondo: Jesús hombre es Palabra de Dios, Revelación suprema. El misterio cristiano no es que Dios tenga un Hijo eterno, sino que ese Hijo, constituido en poder por la resurrección (cf. Rom 1, 3‒4), sea el mismo Jesús, hijo de María (cf. Mc 6, 3), al que Mt 13, 53 llama “el hijo del carpintero” y Jn 6, 42 “el hijo de José”. Los relatos de la concepción virginal mantienen por un lado el origen davídico de Jesús, como ponen indican las genealogías (Mt 1, 2‒17; Lc 3, 23‒38); pero, al mismo tiempo, destacan su origen supra‒davídico (pascual). En otra línea, la designación metronímica de Jesús como “el hijo de María” (Mc 6, 3) ha venido a vincularse a veces con la posibilidad de un nacimiento “irregular” de Jesús, sin que se conozca el nombre de su padre: cf. J. Schaberg, Illegitimacy of Jesus, Ac. Press, Sheffield 1995. Ese origen “irregular” no está demostrado, pero indica que el mesianismo de Jesús no exige un nacimiento “honrado” en un plano de carne.

[13] Ciertamente, en un plano, los hombres nacemos del esperma del varón y del óvulo/esperma (y sangre) de la mujer (aunque en tiempo de los evangelios no se conocía el esperma femenino), es decir, de dos personas que se vinculan de un modo esponsal. Pero en otro, al mismo tiempo, como creyentes, nacemos de la Palabra, es decir, la voluntad y la vida de Dios, de manera que somo, como y con Jesús, encarnación de Dios. Desde ese fondo la cristología se expande e interpreta en forma de antropología, pues cada creyente (varón y/o mujer) es Cristo, palabra de Dios encarnada.

[14] Los Salmos de Salomón (17 y 18) suponían que el Hijo de David debe aniquilar a los enemigos, instaurando el orden mesiánico por fuerza. En contra de eso, según el evangelio Jesús es Cristo porque tiene piedad de los expulsados y oprimidos. La siro-fenicia sabe que es Hijo de David porque se apiada de pobres y enfermos (Mt 15, 22); frente a los fariseos que interpretan los milagros como signo diabólico (Mt 12, 24) las gentes se admiran y exclaman: ¿no será este el Hijo de David?

[15] Jesús se presentó en Jerusalén como “sembrador de la Palabra” (cf. Mc 4). No vino a imponer sino a sembrar. No vino a conquistar la ciudad, sino a ofrecer su vida en ella al servicio de esa Palabra. Olvidando a veces esto, algunos han tendido a convertir su mensaje en una religión de poder social y económico, de forma que la “divinización” de Jesús ha ocultado el sentido de su mesianismo.

[16] El proyecto de comunicación (es decir, de Palabra) de Jesús ha suscitado el rechazo de aquellos que quisieron controlarla, y que por eso le mataron. Ciertamente, el Imperio de Roma tenía palabras, pero al fin su Palabra era la espada (el imperium). Los sacerdotes de Jerusalén tenían buenas palabras, pero en el fondo todas se centraban en el poder sacral del templo, con sus sacrificios de animales y su economía. Jesús, en cambio, no tenía más palabra que su vida, sin ejército ni imperio, sin templo y sacrificios, siendo así todo‒palabra (sólo‒palabra) y con ella subió a Jerusalén, siendo asesinado por los que temían la Palabra.

[17] En vez de razonar sobre el origen de Jesús con argumentos de filosofía, en vez de imaginar sus genealogías, como hace la gnosis, los cristianos, partiendo de los evangelios, han contado y presentado de forma emocionada el nacimiento, la vida‒pascua de Jesús, como encarnación del Dio‒Palabra, descubriendo en ella por ampliación y elevación el misterio original de lo divino, en el que los hombres (por Cristo) son (se hacen) palabra que permanece para siempre, esto es, Biblia humana. De esa manera, para presentar (=proclamar) la encarnación, no se puede acudir a claves biológicas, como un tipo de religiones antiguas (Dios principio activo, la mujer útero receptivo), ni de emanación vital, como los sistemas gnósticos del entorno del primitivo cristianismo, sino en forma de narración histórico pascual, presentando a Jesús como portador de la Palabra‒Dios, comunicación de vida en la vida de los hombres.

              Esa comunicación de vida es el principio de la resurrección. Los animales mueren y desaparecen como individuos. Los hombres, en cambio, mueren y “resucitan”: Permanecen como palabra‒vida en Dios y en aquellos que les siguen. Todo lo que existe en los hombres nace de esa comunicación, que es Dios-Palabra, y todo se condensa en ella, a través de la Palabra de los hombres, de manera que podemos afirmar que ella está presente en este mundo, que no es pura tiniebla ni espacio de pecado donde sufren las almas desterradas y caídas (religiones orientales), sino lugar de gracia y vida (de resurrección) para los hombres en quienes el mismo Dios se encarna como sabe el Credo de Nicea (325 d.C.) y como recordaremos al final de este Teología

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