Señor… Señor…
Pero la separación provocada por la llamada de Jesús al seguimiento es aún más profunda. Tras la separación del mundo y de la Iglesia, de los cristianos falsos y verdaderos, la separación se sitúa ahora en medio del grupo de los discípulos que confiesan su fe. Pablo afirma: «Nadie puede decir “Jesús es señor” sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Cor 12, 3). Con la propia razón, con las propias fuerzas, con la propia decisión, nadie puede entregar su vida a Jesús ni llamarle su señor. Pero aquí se tiene en cuenta la posibilidad de que alguno llame a Jesús su señor sin el Espíritu Santo, es decir sin haber escuchado la llamada de Jesús.
Esto resulta tanto más incomprensible cuanto que en aquella época no significaba ninguna ventaja terrena llamar a Jesús su señor; al contrario, se trataba de una confesión que implicaba un gran peligro. «No todo el que me dice: “Señor, Señor” entrará en el Reino de los Cielos…». Decir «Señor, Señor» es la confesión de fe de la comunidad. Pero no todo el que pronuncia esta confesión entrará en el Reino de los Cielos.
La separación se producirá en medio de la Iglesia que confiesa su fe. Esta confesión no confiere ningún derecho sobre Jesús. Nadie podrá apelar nunca a su confesión. El hecho de que seamos miembros de la Iglesia de la confesión verdadera no constituye un derecho ante Dios. No nos salvaremos por esta confesión.
Jesús revela aquí a sus discípulos la posibilidad de una fe demoníaca, que le invoca a él, que realiza hechos milagrosos, idénticos a las obras de los verdaderos discípulos de Jesús, hasta el punto de no poder distinguirlos, actos de amor, milagros, quizás incluso la propia santificación, una fe que, sin embargo, niega a Jesús y se niega a seguirle. Es lo mismo que dice Pablo en el c. 13 de la primera carta a los corintios sobre la posibilidad de predicar, de profetizar, de conocerlo todo, de tener incluso una fe capaz de trasladar las montañas… pero sin amor, es decir, sin Cristo, sin el Espíritu Santo.
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Dietrich Bonhoeffer,
El precio de la gracia. El seguimiento,
Sígueme, Salamanca 51999, pp. 127-129.
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