“¿Jueces o hermanos?”
ECLESALIA, 10/01/20.- Hace unos pocos días hemos comenzado un año nuevo. Naturalmente el nuevo calendario no cambia las cosas. Los problemas y sufrimientos siguen ahí. ¿Qué tendré que hacer yo para sentirme bien?
A veces pensamos que lo decisivo es que cambien las cosas a nuestro alrededor. Esperamos que nos sucedan cosas buenas, que las personas nos traten mejor, que todo nos vaya bien y responda a nuestros deseos. Pero, con el pasar de los años, es imposible tanta ingenuidad. Una pregunta comienza entonces a despertarse en nosotros: Para sentirme mejor, ¿tiene que suceder algo fuera de mí o justamente dentro de mí mismo
Por eso, al comenzar el año, son bastantes las personas que se proponen vivir de manera más sana y ordenada, cuidar más su cuerpo, estar más en contacto con la naturaleza. Otras han descubierto que es su vida interior la que está descuidada y maltrecha. Y con esfuerzo admirable se ejercitan en técnicas de interiorización y meditación, buscando paz y sosiego interior. Pero llega fácilmente un momento en que la persona siente que su yo más profundo pide algo más.
Al parecer, el ser humano no puede crecer de manera plana y armoniosa si faltan dos experiencias fundamentales. La primera de ellas es el amor. Parece un tópico decir que la gente está enferma por falta de amor y que lo que muchos necesitan urgentemente es sentirse amados, pero realmente es así. La segunda es el sentido. No hay vida humana completa, a menos que la persona encuentre una motivación y una razón honda para vivir.
La fe cristiana no es ninguna receta para encontrar la felicidad. Ser creyente no hace desparecer de nuestra vida los conflictos, contradicciones y sufrimientos propios del ser humano. Pero en el núcleo de la fe cristiana hay una experiencia básica que puede dar un sentido nuevo a todo: Yo soy amado, no porque soy bueno, santo y sin pecado, sino porque estoy habitado y sostenido por un Dios santo que es amor insondable y gratuito.
Contra lo que algunos puedan pensar, ser cristiano no es creer que Dios existe, sino que Dios me ama y me ama incondicionalmente, tal como soy y antes de que cambie. Esta es la experiencia fundamental del Espíritu. El “bautismo del Espíritu” que nos recuerda el relato evangélico y que tanto necesitamos los creyentes de hoy. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”. Si no conocemos esta experiencia, desconocemos lo decisivo. Si la perdemos, lo perdemos todo. El sentido, la esperanza, la vida entera del creyente nace y se sostiene en la seguridad inquebrantable de saberse amado.
Para los primeros cristianos fue un problema responder a la pregunta de ¿por qué se bautizó Jesús, si Él no tenía pecado? Cuando un hombre es encontrado culpable de algo, casi instintivamente nace en nosotros un movimiento de distanciamiento, rechazo y hasta repulsa. Parece la reacción normal de todo hombre que desea reafirmarse en la honestidad y rectitud de una conducta limpia. Parece como que lo primero y quizás lo único que debemos hacer ante el culpable es separarnos de él, condenando su actuación y criticando su conducta. Tendemos a sentirnos más jueces que hermanos.
Sin embargo, quizás no es ésta la única postura ni siquiera la que más puede ayudar al hombre a rehacerse de su pecado, rehabilitarse y recuperar su dignidad perdida. Con frecuencia, se han preguntado los creyentes por qué se hizo bautizar Jesús. Su gesto resulta sorprendente. Juan el Bautista predica “un bautismo de arrepentimiento para el perdón de los pecados”. ¿Cómo pudo, entonces, Jesús, el hombre justo y sin pecado, realizar un gesto que lo podía confundir con el resto de los pecadores? La respuesta es, quizás, bastante clara para aquél que conozca un poco de cerca la actuación de Jesús de Nazaret.
Uno de los datos mejor atestiguados sobre Jesús es su cercanía y su acogida a hombres y mujeres considerados como “pecadores” en la sociedad judía. Es sorprendente la fuerza con que Jesús condena el mal y la injusticia y, al mismo tiempo, la acogida que ofrece a los pecadores. Comparte la misma mesa con pecadores públicos, a los que nunca un judío piadoso se hubiera acercado. Ofrece su amistad a los sectores más despreciados por las clases “selectas” de Israel. Llegan a llamarle con desprecio “amigo de pecadores”.
Y están en lo cierto. Jesús se acerca a los pecadores como amigo. No como moralista que busca el grado exacto de culpabilidad. Ni como juez que dicta sentencia condenatoria. Sino como hermano que ayuda a aquellos hombres a escuchar el perdón de Dios, encontrarse de nuevo con lo mejor de sí mismos y rehacer su vida.
El bautismo no es un gesto extraño en Jesús. Es el gesto de un hombre que, al escuchar la llamada del Bautista, desea encontrarse cerca de los pecadores y solidarizarse con aquel movimiento de renovación que Juan pide al pueblo. La denuncia firme del mal no está reñida con la cercanía al hombre caído.
Cuántas veces esas personas que tan fácilmente condenamos, están necesitando más que nuestras críticas ligeras, una comprensión y una ayuda que les dé fuerza para renovar su vida.
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