La indiferencia como defensa
Domingo XXVI del Tiempo Ordinario
29 septiembre 2019
Lc 16, 19-31
“Ojos que no ven, corazón que no siente”, afirma con perspicacia el refrán popular. La indiferencia consiste justamente en eso: en no querer ver, como una forma de blindarse frente a aquello que podría amenazar nuestra zona de confort, los intereses y expectativas de nuestro ego.
La indiferencia, por tanto, es lo opuesto a la compasión, en cuanto capacidad de sentir y vibrar con el otro, particularmente en su dimensión de necesidad y vulnerabilidad. La compasión –en el sentido etimológico del término griego que aparece en el texto evangélico: “splagchnizomai”– nos remueve en las entrañas, nos ablanda y nos mueve a actuar en beneficio de la persona; la indiferencia nos ciega y endurece, nos paraliza y nos encierra.
Si tenemos en cuenta que la compasión constituye uno –si no el primero– de los ejes centrales del evangelio de Jesús, no es extraño que la indiferencia –junto con la hipocresía (mentira) de quienes se consideraban superiores a los demás o utilizaban la religión en beneficio propio (el fariseo, como arquetipo)– sea la actitud denunciada con más dureza.
En esa denuncia se inscribe precisamente la parábola que estamos comentando, junto con otras dos bien conocidas: la que denuncia la indiferencia del sacerdote y del levita que no auxiliaron al hombre malherido (Lc 10, 25-37) y la del “juicio universal” que deja al descubierto a quienes no supieron ver al Señor en quien tenía hambre, estaba desnudo, enfermo o preso (Mt 25, 31-46).
La parábola rezuma sabiduría por los cuatro costados, mostrando con precisión lo que es la indiferencia. En ningún momento se dice que el “hombre rico” –innominado, es decir, es alguien que “no existe”– agrediera o cometiera algún acto positivo contra Lázaro –el pobre existe, tiene un nombre que significa: “Dios ayuda”–; simplemente no lo vio.
La indiferencia produce un “abismo inmenso”. En lugar de ver al otro como no-separado de mí –“carne de mi carne”, como dice el mito de la creación (Gen 2,23); “no te cierres a tu propia carne”, clamaba el profeta Isaías (58,7)–, la indiferencia lo ignora por completo, creando una separación tan abismal como errónea.
¿Qué signos de indiferencia percibo en mí?
Enrique Martínez Lozano
Fuente Boletín Semanal
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