26.5.19. Dom 6 Pascua. Amor que explora. El gran deseo de Dios
Vendremos a él pondremos en él nuestra morada
Juan 14, 23-29
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él…
Amor que explora. Jesús, explorador de amor[1]
Somos exploradores de amor… Hemos salido en búsqueda del gran continente escondido y misterioso del amor… y en el camino estamos.. Pues bien, la sorpresa de este domingo 6 de Pascua es que no vamos solos, pues camina con nosotros Dios, por medio de Jesús, a quien hoy llamo explorador de amor:
- Vives en Dios, y en él caminas… y exploras misterios de amor, nuevos continente de vida que te llevan del deseo a la libertad, de la necesidad al don, de la alegría al gozo…
- Dios vive en ti… y por ti explora también caminos de amor. Éste es el gran misterio: Dios te necesita para amar, para ser y hacerse en ti camino de amor.
- Tu amor y el de Dios se unen en Jesús… de forma que son en él y por él dos amores y un sólo amor…
Lee el evangelio entero… y sumérgete en el amor de Dios, es decir, en tu propio amor. No tengas miedo, vive y explora el amor, lo que eres, lo que quieres. Después, si aún deseas, puedes volver a mi texto.
Introducción teórica. De la necesidad al deseo.
Tú me ofreciste las bases para escribir este capítulo, siguiendo en la línea del anterior, pues me hiciste ver que los animales tienen deseos fijados por instinto de naturaleza (desean lo que necesitan para vivir), mientras los hombres nacemos en un espacio de amor (de don) que no está fijado (cerrado), de manera que podemos desearlo “todo”, no sólo para responder a las necesidades, sino para vivir humanamente, en el nivel de los deseos personales. Convertir la necesidad “natural” en deseo, y hacer del deseo principio de amor, ésa ha sido la tarea principal de la vida humana, como me decías (y como vengo suponiendo en este libro).
Partiendo de esa apertura, el deseo puede tomar mil formas y caminos. Los animales necesitan sin más, y al saciarse cesan. El hombre nace deseando, de tal forma que su vida se abre como un haz de apetencias insaciables; tiene también necesidades, como el comer, dormir (y en plano de especie aparearse y engendrar); pero ellas pueden volverse fuente de deseos personales, que jamás sacian del todo. En esa línea me decías que el hombre es el animal que convierte sus necesidades en deseos, y los organiza y estructura de un modo personal y social, a través de la cultura. Los animales siguen movidos por la necesidad, y una vez saciada vuelven al equilibrio. El hombre, en cambio, nunca puede saciar sus deseos:
– Eres naturaleza y como tal formas parte del proceso del cosmos y la vida. Quieras o no, en ti se refleja y concretiza, se hace carne, tensión y movimiento, acción y reacción, el gran proceso de los seres, esa fuerza que se expresa como luz, enciende las estrellas, se derrama en los abismos y se expande en las raíces del proceso y sementera de la tierra. Sientes la vida, en ti acaece, la percibes como inmenso mar de fuerzas que se extienden, se condensan y vuelven a expandirse. Quizá fuera preciso añadir que, al ser viviente personal, tú eres un centro del latir del cosmos: Una especie de dique donde la vida se remansa por un momento y toma fuerza, para expandirse de nuevo ¿No es maravilloso? ¡Recibes y das vida! La acoges y la expandes, en el mar indefinido de las cosas.
– Eres persona.En un momento dado, te sientes dueña y tomas conciencia de tu vida, descubriéndote capaz de ser tú misma. Te conoces, sabes lo que tienes, lo que puedes, sientes tu existencia y te encuentras responsable; quieres con firmeza, proyectas tu existencia sobre el mar de los poderes naturales, te recibes y realizas a ti misma. ¿No es maravilloso? Así adviertes que la vida no es algo que recibes simplemente desde fuera, sino que tú misma la asumes y construyes. No sólo la sientes sino que la con-sientes, de forma que puedes moderarla y dirigirla, dirigiéndote a sí misma, descubriendo que eres «tú», un sujeto, y descubriendo a tu lado otros sujetos, que han hecho que tú seas (eres por su gracia), y así la vida indefinida, que parece carente de sentido, se vuelve camino de vida personal.
La naturaleza no desea, sino que necesita, y de esa forma se expande, fluye y refluye en un equilibrio de poderes, tal como se expresa en los diversos seres animales, que se mantienen en el plano del instituto, en armonía de acción y reacciones; no conoce individuos, no tiene interioridad, todo en ella parece situarse en un nivel externo. Pero cuando surge el ser humano nace algo distinto: La vida deja de hallarse regulada de un modo inconsciente, y empieza a existir (a conocerse) en unos seres que son libres al amarse. En los estratos inferiores, el proceso de la vida está saciado (está colmado) en lo que es o en lo que tiene, en equilibrio de totalidad. Cuando llega ser humano, esa naturaleza cerrada en sí (como impulso por tener y por gozar), se vuelve inviable. Como pura naturaleza, el hombre no tiene posibilidad de supervivencia. Por eso, a fin de vivir en su nivel, ha de iniciar un camino de libertad, como persona. Eso eres tú, una extraña o, si quieres, una intrusa: Tienes que vivir en libertad y amor, o no puedes (te mueres).
Según eso, para ti, viviente humano, el deseo no es ya un puro destino de fuerzas naturales, que se imponen, sino que ha de encontrarse asumido en tu despliegue personal de amor y libertad. Ciertamente, tienes necesidades (como el hambre) que debes saciar, pero básicamente vives en un nivel de impulsos y deseos que tú misma diriges. Así te construyes a ti misma humanizando esas pulsiones, integrándolas de un modo misterioso en el proyecto de tu vida, que tú misma descubres y trazas, en apertura a los otros. Sólo eres persona haciendo tuyo el impetuoso mar de los impulsos, realizándote por ellos y tendiendo a estructurarlos de forma equilibrada, convirtiendo tu «medio» cósmico-vital en mundo humano.
De esa forma vives entre el impulso de la naturaleza (que sigue estando en el fondo de tu vida) y tu deseo y libertad de amor (que define aquello que tú quieres). No eres puro deseo, ni libertad desnuda, sino unión de ambos aspectos o momentos: Eres naturaleza que se eleva sobre sí misma, y eres persona que tiende a realizarse en libertad de amor, sobre la base de los impulsos naturales. Si los impulsos estuvieran fijados de manera necesaria, clausurándose en su propio círculo, no podrías ser persona; acabarías siendo esclava de tus apetencias, en un campo de pulsiones fijadas de antemano. Sólo el hecho de que esos impulsos y deseos naturales no se encuentren fijados de antemano permiten que seas persona, en libertad. Por eso, lo que en un momento determinado nos podía parecer imperfección (la apertura indefinida del deseo) se convierte en fundamento de la mayor perfección.
En esa línea, S. Freud (1856-1939) mostró que el niño es en principio un deseo universal. Pero que luego, a fin de hacerse adulto, debe integrar su deseo en la ley que marcan otros, y de un modo simbólico esencial el padre. Estrictamente hablando, sólo llega a ser persona aquel que emerge del mar de los deseos y los cumple, en lo posible, pero sujetándose también (sujetándolos) a un tipo de “ley” que se expresa lo que se puede llamar el principio de realidad (representado por el Padre). En ese contexto se sitúa el “pecado original” de la Biblia, que consistiría en no aceptar ninguna ley, en quererlo todo, queriendo hacernos dioses (dueños del bien y del mal, portadores de un conocimiento absoluta). Por eso, la Biblia añade que fue necesaria una “ley”, para trazar los límites del hombre. En ese lugar de “desajuste”, entre el deseo de tenerlo todo (¡seréis como dioses!) y la necesidad de sujetarse a lo que existe de hecho a través de la Ley (a las normas reales de la vida) nos sitúa la Biblia (cf. Gen 2-3), según S. Freud.
Pues bien, avanzando en esa línea en la que tú me has ido guiando, yo he podido añadir con San Pablo, desde la experiencia de la vida y mensaje de Jesús, que, sometiéndose sólo a la norma de la ley, el hombre acabaría destruyéndose a sí mismo. Ciertamente, sabe que ley es necesaria, pero en sí misma, ella no puede elevar la vida del hombre y salvarle. La ley no puede liberar, pues todo lo que existe en ella parece (por utilizar un lenguaje de Juan) deseo de la carne (placer ilimitado, a costa de los otros), deseo de los ojos (hambre de tenerlo todo, para estar así seguros) y soberbia de la vida (deseo de hacernos infinitos; cf. 1 Jn 2, 16). Cerrada en la ley, la vida del hombre en el mundo acaba siendo inviable, se volvería lucha de todos contra todos. Sólo una gracia más alta, un amor más fuerte (por encima de la pura ley) puede librarle del infierno de sus puros deseos enfrentados. La ley es buena, porque marca un límite, pero es incapaz de ofrecer esperanza y salvar a los hombres, cosa que ellos sólo pueden alcanzar por gracia de amor, en Jesucristo.
Un esquema teológico.
El pensador cristiano que más extensamente ha tratado del tema ha sido quizá San Agustín, situando el deseo (la concupiscencia) en el centro de una lucha entre carne y espíritu. Carne sería el hombre malo, dominado por sus deseos, ansioso de placer, atado en las cadenas de su sexo, esclavo del pecado y de la muerte. Espíritu sería el hombre auténtico, que vive en un nivel de gratuidad, superando sus deseos negativos, no por ley, sino por amor o gracia algo. Desde ese fondo, san Agustín ha puesto de relieve la ruptura humana, la dureza de la vida, la tragedia del pecado en la existencia. Esa visión tiene grandes valores pero, al fin, resulta peligrosa, porque tiende a interpretar todos los deseos como malos y a centrarlos en el sexo, entendido como potencia negativa.
En ese contexto se pueden distinguir tres planos. 1. Fundado en la naturaleza que no logra saciarse nunca, y en la persona que no alcanza por sí misma aquello que pretende, el hombre es un ser desajustado por esencia. 2. Hay un segundo desajuste, marcado por la historia de la que procedemos, con nuestro pasado duro de violencias y de luchas de poder. 3. Hay un tercer desajuste personal, que nosotros mismos hemos ido alimentado, con nuestros fallos y nuestras rupturas. San Pablo pidió a Dios que le librara de su escisión interna, pero escuchó una voz que le decía: «Te basta mi gracia» (2 Cor 12, 9). Esa gracia, que es principio amoroso de vida, no se logra reprimiendo o negando las contradicciones, sino caminando por ellas en amor. Más de una vez, como Pablo, tú misma te has sentido cansada y has soñado con mecerte sobre un mar de paraíso: Has querido que la brisa suave acaricie palmo a palmo la piel de tu inquietud hasta calmarte. Pero, en lugar de eso, sigues sintiendo por tu contracción, los desajustes anteriores, sintiéndote un juguete de sus propios deseos.
¿Te gustaría que cesaran tus deseos? ¿Te gustaría no querer ya nada? Me decías que no, añadiendo que sin tu motor de deseos no podrías vivir. Así te respondía: «Acepta tus deseos, reconcíliate con ellos, conóceles por dentro, con ternura, con piedad, pues forman parte del caudal de tu existencia. Sólo así descubrirás y aceptarás el otro lado de tu vida, tu persona, sabiendo que el amor (gracia de Dios) es mayor que tus deseos. No dejes de integrar los diversos aspectos de tu vida, pues sólo llegarás a ser persona de verdad cuando pongas tus deseos al servicio de la gracia, es decir, del amor a los demás.
En un primer nivel, el posible desajuste de tus deseos no es malo. Alégrate al sentirlos y vivirlos, fuertes, perturbadores, inquietos. ¡Siente que tu vida late en ellos! No olvides que han sido y sigues siendo como aquella caracola de los mares donde resuenan los vientos de las olas y las olas de la historia (cf. Cf. Pablo Neruda, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Barcelona 1980, 15). Si dejaras de sentir esos vientos, si no fueras esos mares, no serías persona sobre el mundo. Pero luego, al mismo tiempo, adviertes que esa voz de esos deseos no te basta, ni te basta una ley para ajustarlos. Sólo podrás vivir de verdad si descubres y dejas que la gracia del amor te llene, por encima de ellos, para transformarlos, haciéndote persona. Desde ese fondo quiero ofrecerte algunas conclusiones.
- Deseo eres tú, naturaleza que se busca a sí misma, haciéndose persona. Por eso lo asumes como bueno y cantas su grandeza, sabiendo que por él te habla la voz la marea, la sangre y carne de la historia. Vives la atracción de la montaña, la llamada de los campos y de forma peculiar la de tu sexo, con la atracción de otras personas. ¿No sería horrible despertarte un día sin sentirlo? Se habría apagado tu vida, dejarían de importante las cosas.
- No reprimas sin más tus deseos, acéptalos como tuyos, con sabiduría y firmeza. Tapados en sí mismos, ellos te perturban, estallan de forma inesperada, te sorprenden. Pero no está la solución en ocultarnos, sino en dirigirlos. En este contexto tienen parte de razón los que aseguran que hemos hecho una cultura represora, que no sabe asumir sus deseos, su ansiedad, su sexo. Pero no olvides que ellos pueden destruirte, pues siento tuyos esconden también una historia de pecado que podría apoderarse de ti, no dejando que vivas ya para el amor de la vida, sino para la muerte.
- Personaliza tus deseos, y encáuzalos como tuyos sin esclavizarte a ellos. Para eso necesitas que tu vida crezca en gratuidad, en amor hacia los otros. Sé persona, asume tu ideal, y vete concretándolo a través de tu existencia. Sé realista: Reconoce que el deseo tiene tu importancia. Nunca lograrás encauzarlo plenamente; pero tampoco puedes permitir que te domine… Acéptalo con cariño, dirígelo con fuerza al plano de tu verdad, sitúalo en el campo de tu relación de amor con los demás.
- Hay, finalmente, un nivel de deseo redimido y abierto hacia Dios, de manera que al decir a otra persona “te deseo” estás deseando en el fondo al mismo Dios, que es la fuente gratuita de todos los deseos. En la misma raíz de tu desajuste… podrá expresarse un signo de trascendencia: «Así voy yo… pobre hombre en sueños, / siempre buscando a Dios entre la niebla» (A. Machado, Poesías completas, Madrid 1959, 71): A través de tus deseos, en niebla que se agranda, mientras vas trazando un camino, puedes ir buscando a Dios entre tu sombra y la sombra de las cosas.
[1] W. A. Ewing, Amor y deseo, Naturart, Barcelona 1999; E. Fuchs, Deseo y ternura. Fuentes e historia de una ética cristiana de la sexualidad y del matrimonio, Desclée de Brouwer, Bilbao 1995; J. Leclecq, El amor a las letras y el deseo de Dios: introducción a los autores monásticos de la Edad Media,Sígueme, Salamanca 2009; P. Ricoeur, Finitud y culpabilidad, Madrid 1969; P. Schoonenberg, El poder del pecado, Buenos Aires 1968; A. Vergote, Dette et désir: deux axes chrétiens de la dérive pathologique, Seuil, Paris 1978; K. Wojtyla, Amor y responsabilidad, FaxMadrid 1969.
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