El centro que nos descentra
12 mayo 2019
Jn 13, 31-33ª. 34-35
Fácilmente los humanos caemos en malentendidos, lo cual no es extraño, si tenemos en cuenta los condicionamientos que nos pesan y la perspectiva tan limitada de nuestra mente.
En lo que se refiere al conocido como “mandato del amor” o “mandamiento nuevo”, me parece que hemos caído en dos lecturas desajustadas. Por una parte, se ha insistido en que la vivencia del mandato dependía de la voluntad; por otra, parecía afirmarse que el amor a los otros negaba la necesidad de cuidar el amor a uno mismo. Y esto último a pesar de que la afirmación que se encuentra en los evangelios sinópticos lo afirma con total claridad: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mc 12,31).
El amor no nace de la voluntad, sino de la comprensión. Y tampoco tiene que ver prioritariamente con el sentimiento o la emoción. Es una certeza, que nace de la comprensión de que formamos un todo no-separado. El “amor” que se identifica con el sentimiento, como el “amor romántico”, dura lo que dura la atracción: se halla a merced de factores que pueden socavarlo fácilmente. Porque, en rigor, no era amor, sino una búsqueda, con frecuencia inconsciente, del propio bien, un deseo de respuesta a las propias necesidades. Por el contrario, el amor genuino no muere nunca, porque la unidad de fondo es la característica definitoria de lo real. O, dicho con otras palabras, la realidad es no-dual. Cuando eso se comprende experiencialmente, el amor fluye, aunque en ocasiones nos suponga esfuerzo, renuncia, sacrificio… y hasta “muerte” del yo.
Tal comprensión no solo no excluye ni niega el amor a uno mismo. Al contrario, conociendo el modo como funciona el psiquismo humano, vemos con claridad que el cuidado del amor incondicional y humilde hacia sí es el cimiento imprescindible de una personalidad integrada y armoniosa, la condición para evitar ir por la vida mendigando el amor de los demás y cauce que facilita vivir el amor universal.
El amor es expansivo, inclusivo, universal. Al conectar con él, gracias a la comprensión de lo que somos, tocamos aquel Centro que nos descentra o, tal vez mejor, para evitar equívocos de lectura, nos desegocentra. Porque la comprensión no nos encierra ni nos hace girar en torno a nosotros mismos en un narcisismo infantil y asfixiante, sino que abre, como abrazo sin límites, a toda la realidad.
Otra paradoja: el amor es una poderosa fuerte centrípeta y centrífuga a la vez. En el mismo movimiento, unifica hacia “dentro” nuestra persona y abre hacia “fuera al encuentro de todos.
¿Cómo es la comprensión y la vivencia del amor en mí?
Enrique Martínez Lozano
Fuente Fe Adulta
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