Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde… el Defensor, el Espíritu Santo… será quien os lo enseñe todo
A nosotros van dirigidas estas palabras… Jesús nos envía un defensor que nos irá enseñando todo recordando lo que Él nos ha enseñado…
“Hay que hacer la guerra más dura, que es la guerra contra uno mismo. Hay que llegar a desarmarse.
Yo he hecho esta guerra durante muchos años. Ha sido terrible. Pero ahora estoy desarmado.
Ya no tengo miedo a nada, ya que el Amor destruye el temor.
Estoy desarmado de la voluntad de tener razón, de justificarme descalificando a los demás. No estoy en guardia, celosamente crispado sobre mis riquezas.
Acojo y comparto. No me aferro a mis ideas ni a mis proyectos.
Si me presentan otros mejores, o ni siquiera mejores sino buenos, los acepto sin pesar. He renunciado a hacer comparaciones. Lo que es bueno, verdadero, real, para mí siempre es lo mejor.
Por eso ya no tengo miedo. Cuando ya no se tiene nada, ya no se tiene temor.
Si nos desarmamos, si nos desposeemos, si nos abrimos al hombre-Dios que hace nuevas todas las cosas, nos da un tiempo nuevo en el que todo es posible.
¡Es la Paz!”
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Atenágoras I (1886-1972), patriarca de Constantinopla,
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(en: OLIVIER CLÉMENT, Dialogues avec le Patriarche Athénagoras I, Éd. Fayard, Paris 1969, p.183. Traducido y ofrecido por Xavier Melloni, en Cetr.)
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El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
– “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.
La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado.” Si me amárais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.”
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Juan 14, 23-29
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Sin el Espíritu Santo, es decir, si el Espíritu Santo no nos plasma interiormente y si nosotros no recurrimos a él de manera habitual, prácticamente, puede ocurrir que caminemos al paso de Jesucristo, pero no con su corazón. El Espíritu nos hace conformes en lo íntimo al Evangelio de Jesucristo y nos hace capaces de anunciarlo al exterior (con la vida). El viento del Señor, el Espíritu Santo, pasa sobre nosotros y debe imprimir a nuestros actos cierto dinamismo que le es propio, un estímulo al que nuestra voluntad no permanece extraña, sino que la trasciende. Dios nos dará el Espíritu Santo en la medida en que acojamos la Palabra allí donde la oigamos.
Debería haber en nosotros una sola realidad, una sola verdad, un Espíritu omnipotente que se apoderara de toda nuestra vida, para obrar en ella, según las circunstancias, como espíritu de caridad, espíritu de paciencia, espíritu de mansedumbre, aunque es el único Espíritu, el Espíritu de Dios. Todos nuestros actos deberían ser la continuación de una misma encarnación. Sería preciso que entregáramos todas nuestras acciones al Espíritu que hay en nosotros, de tal modo que se pueda reconocer su rostro en cada una de ellas.
El Espíritu no pide más que esto. No ha venido a nosotros para descansar; es infatigable, insaciable en el obrar; sólo una cosa se lo puede impedir: el hecho de que nosotros, con nuestra mala voluntad, no se lo permitamos, o bien no le otorguemos la suficiente confianza y no estemos convencidos hasta el fondo de que él tiene una sola cosa que hacer: obrar. Si le dejáramos hacer, el Espíritu se mostraría absolutamente incansable y se serviría de todo. Basta con nada para apagar un fuego diminuto, mientras que un fuego inflamador lo consume todo. Si fuéramos gente de fe, podríamos confiarle al Espíritu todas las acciones de nuestra ¡ornada, sean cuales sean, y las transformaría en vida-
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Madeleine Delbrél,
Indivisibile amore. Frammenti di lettere,
Cásale Monferrato 1994, pp. 43-45, passim
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