Dichosos los que confían, porque pueden ver
28 abril 2019
Jn 20, 19-31
A juzgar por los elementos que contiene, nos hallamos ante una catequesis “completa” sobre la resurrección. Una catequesis que tiene como destinatarios –el evangelio de Juan se escribe en torno al año 100– a los discípulos de la “segunda generación”.
¿Por qué a no pocos cristianos les cuesta aceptar que se trata de una catequesis? Los motivos pueden ser varios: por un lado, venimos de una tradición que ha entendido estos relatos en una tal literalidad, que resulta difícil abandonarla; por otro, nuestra imaginación –con ayuda también de pintores y predicadores– “creó” la escena, y eso nos hace pensar que lo imaginado tiene que ser real; por otro todavía, nuestra mente exige una prueba “tangible” –como el apóstol Tomás en este relato–, sin percibir que se trata de un ámbito al que la mente nunca puede tener acceso.
Por todo ello puede resultar difícil reconocer que este relato sea una escenificación catequética, a través de la cual, el autor del evangelio quiera comunicarnos la experiencia de los primeros testigos, el mensaje que encierra la resurrección y la invitación a “creer sin ver”. De no ser así, ¿cómo se explicaría que un hecho tan contundente no haya sido narrado por los otros evangelistas?
En esta catequesis, se hace referencia a algunos datos significativos. Las dos apariciones ocurren “el primer día de la semana”, y simplemente con ello se le están diciendo al lector dos cosas: que la resurrección es una “nueva creación”, y que las apariciones “ocurren” en el domingo, en la celebración comunitaria de la eucaristía o “fracción del pan”. Con lo cual, se le está invitando a descubrir al Resucitado en la eucaristía compartida. De hecho, Tomás no “ve al Señor” por estar ausente, fuera de la comunidad.
Todo apunta a que la escena de Tomás es un añadido tardío, que tenía como objeto señalar la igualdad básica de la fe de la comunidad actual con aquella de los primeros discípulos. El centro de la narración se encuentra justamente en la bienaventuranza con que concluye: “Dichosos los que crean sin haber visto”.
¿Por qué entonces la insistencia en los agujeros de los clavos en las manos y de la lanza en el costado? Sin duda, es el modo portentoso de señalar que los humanos tendemos a exigir pruebas físicas para creer en el resucitado. De hecho, en ningún momento se dice que Tomás accediera a tocar las heridas.
En realidad, se trata de una invitación a la fe, que se expresa en la confesión final: “¡Señor mío y Dios mío!”. Por eso, los destinatarios del relato son precisamente “los que crean sin haber visto”, a quienes se les llama “dichosos”.
“Dichosos los que creen sin haber visto”. En el cuarto evangelio, el tema de “creer” –que aparece unido a “nacer de nuevo”– presenta una especial relevancia y remite a algo paradójico: no se trata de “ver” para poder “creer”, sino justo al revés: solo cuando se “cree”, se “ve”.
Aunque de entrada pueda sonar extraña, en realidad esa paradoja responde ajustadamente a lo que es la condición humana. Si sabemos que “creer” significa “confiar”, caeremos en la cuenta de que el niño, antes de “saber”, confía… Y sobre esa confianza se empieza a construir su personalidad.
¿Qué significa, pues, “creer” o “confiar”? Aquí está la clave de toda esta cuestión. Se trata de acceder a un estadio de consciencia donde la confianza resplandece, porque descubres que, en ese nivel, todo está bien. Acalla la mente y su vagabundeo errático, silencia el ego y su cúmulo de deseos, y emergerá la Quietud, el estado de Presencia, caracterizado por la Confianza y la Certeza: es justo ahí cuando empiezas a “ver” o a comprender.
Esa es precisamente la bienaventuranza: se proclama felices o dichosos a quienes, trascendiendo la mente y el yo, experimentan la confianza radical, en ese estado que permite “ver”.
De este modo, parece que el autor del evangelio buscaba motivar a los cristianos de la segunda generación para que acogieran la fe en la resurrección y, de ese modo, llegaran a la profesión de fe cristiana: “Señor mío y Dios mío”. Porque es ahí –viene a decir– donde se juega la fe, no en el hecho de haber tocado o no las llagas del resucitado.
Lo que se percibe y vive en ese nivel –trascendida la mente y el yo– es Paz y Perdón. Ahí se ha dejado el reino del ego y se es introducido en el reino del Espíritu. No es extraño que sean precisamente esas las palabras del resucitado.
¿Me abro a ver más allá de la mente, en el Silencio consciente?
Enrique Martínez Lozano
Fuente Fe Adulta
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