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1-2. 11. 18 Santos y difuntos: El Purgatorio, apuesta y compromiso por la vida.

Jueves, 1 de noviembre de 2018

45008421_1105079046335953_2092371568255565824_nDel blog de Xabier Pikaza:

La Biblia nos sitúa ante el dilema de la destrucción o la purificación, empezando por Dt 30, 15-18 (pongo ante ti la vida y la muerte…) y culminando Dan 12, 1-3 y Mt 25, 31-46: (unos para la vida, otros para la muerte).

Eso significa que el ser humano es capaz de salvarse o condenarse, conforme a un ley de simetría, representada con el signo más normal de la balanza: se ponen en un plato las acciones buenas, en el otro las perversas, y Dios mismo, o su representante (Miguel, un ser divino), va pesando a cada uno, decidiendo de esa forma su destino.

Ese mismo signo aparece en la imagen de las dos puertas o caminos, de la derecha y de la izquierda (ancho es el camino de la perdición, estrecho el que conduce hacia la vida: Mt 7,13-14), que está en el fondo de Mt 25, 31-46, con Reino de Dios e infierno.

En un sentido, esa simetría es necesaria, pues se encuentra internamente vinculada con la forma en que entendemos la vida, con la distinción del bien y el mal. Pero empezando ya en el Antiguo Testamento la misma fe en Dios (que es fe en la Vida sobre la muerte) supera esa simetría de cielo e infierno, como dice Ex 34, 6-7, y de un modo especial el libro de la Sabiduría:

45066135_1105070913003433_3590210287107571712_nTe compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos al pecado de los hombres, para que se arrepientan.
Amas a todos los seres y nada aborreces de lo que has hecho; si odiaras alguna cosa, no la habrías creado (Sab 11,23-25).

Sobre lo bueno y malo, que los hombres trazan con sus obras, Dios despliega el principio de un amor más elevado, que es poder de creación y perdón, de bondad y cercanía amorosa, en una línea que podemos y debemos vincular con el “purgatorio”, que no es castigo para purgar pecado, sino camino abierto de purificación para el amor.

En esa línea, el purgatorio empieza aquí, como exigencia y tarea de transformación de la vida para el amor y para el gozo de todos, como purificatorio o amatorio , en línea personal y social: que nos dejemos cambiar por amor, que cambiemos nosotros y ofrezcamos espacio y camino de transformación a los demás, como dice Jesús:

45050212_1105071919669999_3809012976480944128_nAmad a vuestros enemigos, orad por vuestros perseguidores, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y envía su lluvia sobre justos e injustos (Mt 5, 44-45).

Desde ese fondo quiero desarrollar unas ideas sobre el purgatorio, entendido como símbolo de la purificación final de la vida (paso de la condena a la esperanza de la salvación), pero sobre todo como exigencia de maduración y transformación en esta vida, dentro de la tierra.

O nos purificamos y cambiamos, en esta misma historia (superando la dialéctica de violencia y opresión) o nos destruimos totalmente. Ciertamente, no están mal las “misas de difuntos y las flores de los cementerios”, como experiencia de comunión en Cristo con aquellos que han muerto. Pero la verdadera “mira y flor” de todos los santos y difuntos es la transformación en amor (la purificación) de los hombres y mujeres en el mundo, en línea de justicia, solidaridad y gratuidad.

El purgatorio no está fuera, ni después, sino que debemos asumirlo y recorrerlo en este mundo, como supo Jesús, como desarrollaron de forma muy honda no sólo Dante sino los grandes pensadores y santos cristianos (y de otras religiones).

Superar un juicio de venganza o de talión.

44983285_1105072323003292_1234248505652936704_nEl amor de Dios desborda ese nivel de simetría entre el bien y el mal, siendo como es bien supremo. Dios no está mirando junto al fiel de la balanza, como funcionario de pesas y medidas, para así premiar o castigar, como decían ciertos libros de doctrina moralista, ni es tampoco indiferente, como simple espectador que no se implica en la tragedia y sufrimiento de la tierra, sino que él es parcial, porque ama el bien y quiere que se salven todos los que moran en peligro. Por fidelidad a ese Dios, Jesús se ocupa preferencialmente de los pequeños, oprimidos, aplastados, ofreciéndoles su reino, y así dice:

No juzguéis, y no seréis juzgados.
Con el juicio que juzguéis seréis juzgados,
con el metro que midáis seréis medidos (Mt 7,1-2).

Dios no juzga, pues él sólo y exclusivamente ama, pero lo hace de tal forma (y con tanto respeto) que deja a los hombres en manos de su libertad, corriendo así el riesgo de que ellos se destruyan (¡con el metro que midáis seréis medidos!). De esa forma, él se arriesga al suscitarnos como somos, sosteniendo gratuitamente nuestra libertad, siempre en línea de salvación. Por eso dice Pablo, a los que tienen miedo de perderse: Si Dios nos justifica ¿quién podrá juzgarnos? (Rom 8, 33). Ciertamente, en un sentido, se puede hablar de un tipo de juicio “forense” de Dios, realizado conforme a los libros de las obras de los hombres:

Vi un trono magnífico y brillante… Vi también a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante el trono de Dios. Se abrieron unos libros… y juzgaron a los muertos por sus obras, según lo escrito en los libros. El mar entregó a sus muertos, la muerte y el abismo entregaron a sus muertos y cada uno fue juzgado por sus obras (Ap 20, 11-13).

Esta imagen del juicio, esbozada ya en Dn 12, 1-3, recibe aquí amplitud universal. Los muertos resucitan y se acercan al trono del gran juez, para escuchar allí la voz de la sentencia. Los justos participan de las bodas del cordero (cf. ApJn 21-22). Al contrario, los que no estaban escritos en el libro de los vivos fueron arrojados al estanque de fuego para siempre (cf. ApJn 20, 15).

Esto se suele llamar juicio forense: Dios actúa al modo de los tribunales de este mundo. Sin embargo, el NT ha comprendido pronto la limitación de este modelo, donde parece que el gran juez dicta sentencia de acuerdo a unos criterios objetivos, que pudieran fijarse en unos libros. Por eso, Mt 25, 3146, utilizando el mismo esquema, lo reformula con profundidad:

Cuando venga el hijo de hombre… se sentará sobre el trono de su gloria,
y serán reunidos delante de él todos los pueblos,
y separará a unos de otros como el pastor separa a las ovejas de las cabras,
y pondrá a las ovejas a su derecha y a las cabras a su izquierda.
Entonces, el rey dirá a los de su derecha: venid, benditos de mi Padre,
heredad el reino preparado para vosotros desde el comienzo del mundo,
porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber,
estuve exiliado y me acogisteis, desnudo y me vestisteis,
estuve enfermo y me visitasteis, encarcelado y vinisteis a mí…
En verdad, en verdad os digo: cada vez que lo hicisteis
a uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25, 31-46).

Este juez no juzga desde fuera, ni por libro, sino que está implicado dentro de la historia, ha sufrido sus dolores y, por eso, puede presentarse al fin como abogado y salvador entre los hombres. Los hambrientos-sedientos-exiliados-desnudos-enfermos-cautivos fueron sus hermanos y ahora son sus compañeros en el juicio: asumidos por Jesús, hijo de hombre, juzgan ya la marcha de la historia. El juez no necesita libros de sentencia. Libro fueron sus heridas en la tierra, libro son los pobres que ahora le acompañan. Esta es la norma del juicio: «Con el metro que midáis, seréis medidos» (Mt 7, 1).

En esa línea, la presencia decisiva de Dios en Jesucristo se explicita como triunfo (parusía) de los pobres y justicia (o justificación) de aquellos que sirvieron y ayudaron a los pobres
. Cristo es el mayor haciéndose pequeño: se encarna en hambrientos, exiliados y cautivos. De esa forma, en gesto de servicio creador, ha introducido en las entrañas de la tierra el gran misterio de la filiación de Dios. Por eso, el día del final proclama: «¡Venid, benditos de mi Padre!». El mismo Hijo divino, que asume como hombre la miseria de la tierra, la transforma en bendición y reino.

Ciertamente, situado en el trasfondo de la experiencia israelita de la alianza, nuestro texto reproduce la antigua simetría de bien-mal, salvación-condena, utilizando la famosa imagen de derecha-izquierda, ovejas-cabras. Pero eso es sólo el primer plano. En realidad, el juez, hijo de hombre, presente en los pequeños de la tierra, quiere ofrecer la salvación y vida a todos, de tal forma que sólo aquellos que niegan el amor y no quieren ayudar a sus hermanos, los humildes de la tierra, se destruyen a sí mismos y se condenan.

Pero, dando y paso más, y escuchando bien el texto, esta medida de juicio no se puede interpretar tampoco como definitiva, pues hay un desfase entre lo que este Dios de Jesús pide a los hombres (¡que ayuden a todos, que acojan a los encarcelados, por más culpables que sean!) y lo que él hace al final (manda al fuego sin fin a los que no han ofrecido su ayuda a los demás). Esta visión (¡los hombres han de perdonar siempre, Dios al final no perdonaría a los culpables!) introduce un desfase en la “parábola”, pues Dios manda a los hombres que sean mejores que él, en contra de todos los principios del evangelio. Por eso es necesario seguir pensando para plantear mejor el tema, desde sus diversas perspectivas.

En la línea de la salvación por encima del juicio avanza Pablo, cuando dice que la justicia de Dios se ha revelado a través del evangelio, para salvación de todos los creyentes (cf. Rom 1, 17 ss). Ésta es una justicia abierta al amor universal, por encima de la separación entre justos y culpables, pues Dios perdona a todos por fe, no sólo por la fe de los hombres que acogen su llamada, sino y sobre todo por la fe del mismo Dios, que ha entregado por ellos a su Hijo, de tal forma que, al fin, igual que todos los hombres mueren por (en la línea de) Adán, todos serán vivificados por el Cristo (1 Cor 15, 22).

En una línea semejante se sitúa el evangelio de Juan, con su palabra de radicalidad creyente, afirmando que aquellos que aceptan a Jesús y aman a los hombres «han pasado de la muerte a la vida»
, de tal forma que se encuentran ya salvados: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todos los que creen en él no perezcan, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó al Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 16-17). En lugar del juicio de condena que esperaba Juan Bautista, Dios ofrece gracia y salvación a todos, como indica la parábola de la oveja perdida (Mt 18, 10-14), en la que se dice que Jesús, pastor de Dios, ha venido a buscar a las «ovejas perdidas de Israel» (cf. 15, 25), a todos los hombres de la tierra (cf. 28, 16-20) .

Y aquí el purgatorio, desde este mundo

Desde ese fondo se puede hablar de un tipo de purgatorio, entendido como proceso medicinal de purificación o mejor dicho como exigencia de transformación para el bien desde este mundo.

La palabra purgatorio viene de purgar…. y las purgas se empleaban antiguamente para curar cierto tipo de enfermos del cuerpo. De igual modo, los enfermos de alma, necesitarían una purga especial, a fin de limpiarse por dentro, para así recibir el amor de Dios y responderle igualmente en amor. Nuestro mundo necesita una gran purga, una purificación completa, en línea de justicia abierta al amor.

Estrictamente hablando, el símbolo del purgatorio no aparece en la Biblia, aunque se conocen y aceptan en ella las oraciones por los difuntos, como muestra no sólo 2 Mac 12, 43-46 (texto clásico sobre el tema), sino en el conjunto de la piedad israelita y cristiana, pudiendo citarse de modo especial un pasaje de Pablo (1 Cor 15, 29), donde se habla de aquellos que se “bautizan” (es decir, se purifican) por los muertos, suponiendo así que existe una vinculación profunda entre los vivos y los muertos. Éstos son los rasgos o elementos que nos permiten plantear quizá mejor la función del purgatorio, desde un fondo bíblico:

‒ Cárcel penitencial… para transformación y purificación del los hombres, escuela de amor. El purgatorio se ha comparado a una cárcel temporal, donde los delincuentes expían por los pecados que han cometido y se purifican, con el fin de integrarse de nuevo en la sociedad. Entendido así, purgatorio no responde a la justicia del talión (por lo que cada uno ha de “pagar” por lo que ha hecho), que en sí misma no es cristiana. En el fondo del símbolo del purgatorio late una exigencia de maduración personal, esto es, de proceso de purificación para el amor, propio de algunos hombres, o quizá mejor del conjunto de la historia humana, que ha de ser preparada para el amor completo de Dios. Sin una purgación/purificación para el amor, este mundo se destruye del todo, se vuelve puro infierno.

‒ Un proceso de maduración para la Vida. El purgatorio en sí no es un dogma cerrado, sino un símbolo que nos permite entender mejor la “suerte” de aquellos que han muerto sin estar purificados para Dios. Las religiones de la interioridad (hinduismo, budismo) tienden a interpretar esta necesidad de purificación por medio de las reencarnaciones: los hombres que no han alcanzado la purificación completa, han de volver a introducirse en los ciclos de la vida, para así alcanzarla, hasta introducirse de un modo total en lo divino (lo nirvana). Por el contrario, algunos cristianos (los católicos) no aceptan la doctrina de reencarnaciones. Los que mueren en estado de impureza no nacen de nuevo en la tierra, ni van directamente al “cielo” (ni son destruidos para siempre, como podrían ser los condenados al infierno), sino que han de ser “purificados” en el contexto de la historia universal de la salvación.

‒ Disputa histórica sobre el purgatorio. Surgió en torno al siglo XIII y culminó en el siglo XVI, con la crítica de los protestantes y las declaraciones del Concilio de Trento. Una gran parte de los católicos medievales vivieron muy preocupados (incluso obsesionados) por la idea de la salvación eterna, vinculada a la superación del purgatorio donde se suponía que penaban muchas almas de los hombre y mujeres que habían fallecido, como puso de relieve Dante (1265-1321), en la segunda parte de la Divina Comedia. Pues bien, para “ayudar” a las almas del purgatorio se multiplicaron las “misas” y se concedieron “indulgencias” de papas y obispos. En contra de ellos se elevó la Reforma de Lutero (año 1517), pero sin resolver el fondo del tema. No se trataba de misas o indulgencias, sino de la experiencia y camino de purificación de los vivos y de los muertos, en el camino que conduce a la plena redención de la historia (de los hombres de la historia).

– No se trata de una disputa sobre el más allá, sino de una exigencia de transformación en el más acá, en la misma historia. O nos transformamos o morimos…

A pesar de los excesos que se han podido cometer en este campo, el purgatorio constituye un símbolo importante para situar y entender la experiencia bíblica de la salvación.

(a) Por un lado, aquellos que mueren (¡todos!) quedan en manos de la misericordia de Dios, que les ofrece su salvación en Cristo. En ese sentido, porque hay Dios, y Dios es Vida, como se ha revelado en Cristo, podemos y debemos esperar la “Vida eterna”, es decir, el pleno despliegue de la vida para todos los vivientes.

(b) Pero esa misma misericordia de Dios ha de purificar a los vivientes, para que alcancen en plenitud la gloria. Entendido así, el purgatorio no es un “penorio” (lugar de penas), sino un purificatorio y amatorio, un camino de transformación de la vida en amor, pues sólo aquellos que aprenden a amar (se dejan transformar en amor y por amor para la felicidad) podrán vivir plenamente en Dios.

(c) Ese purgatorio que es purificatorio (transformación para la Vida) ha de empezar aquí. Conforme a al Salve, la vida tiene algo de “valle de lágrimas”, pero ha de serlo desde el don de la vida y para la Vida. Debemos asumir los costes de la justicia y el amor, que no son daños colaterales, sino exigencias centrales de una vida hecha para el gozo del amor, y en especial para el amor de los demás, para que puedan transformar el valle de lágrimas en campo de esperanza (como supo ya el profeta Oseas).

En ese sentido, el purgatoria forma parte de la experiencia cristiana de un Dios que quiere ser amor total, todo en todos por gracia (en la línea de 1 Cor 15, 22). Se trata de que, siendo Dios “todo en todos”, todos los hombres y mujeres, que han vivido y que vivirán en el futuro, se encuentran implicados en un camino purificación y transformación, empezando por este mismo mundo (por que los viven en un determinado momento en el mundo), pero abriéndose a todos los que han muertos, pues todos se comunican entre sí, de un modo misterioso, en Cristo, que resucita y vive en el despliegue total de la historia de los hombres.

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