“Y ahora… ¿qué creo? II Jesús de Nazaret”, por Gonzalo Haya.
(En la primera parte reflexioné sobre los límites del conocimiento y sobre nuestra idea de Dios. Ahora trataré de precisar qué significa para mí Jesús de Nazaret).
Jesús es el referente fundamental para los ideales y las complejidades de mi vida; lo reconozco como “el rostro humano de Dios”, como expresión de Dios en forma humana, dentro de los límites del espacio-tiempo. Fue tan hondamente humano que nos mostró lo que antes he llamado el “fundamento divino” de todo ser humano.
La revelación
Un atisbo de ese fundamento divino sería lo que llamamos revelación, y lo logran algunas personas en momentos especialmente sensibles. Eso sucedió con el Segundo Isaías en los Cantos del Siervo de Yahvé; sus sufrimientos, y los de su pueblo, le permitieron intuir que la respuesta a la violencia no era oponer más violencia. Por su parte, los seguidores de Jesús, desconcertados por la inexplicable crucifixión del Mesías, aplicaron a Jesús la experiencia religiosa de los Cantos del Siervo.
Lo mismo puede decirse de los fundadores de otras religiones, que tuvieron otras experiencias semejantes y las explicaron en los términos de su propia cultura y filosofía. Y a menor escala, también se dan pequeñas experiencias religiosas. Para ser sincero quiero decir, aun a sabiendas del ridículo que asumo al decirlo, que en algunos momentos llego a creer que alguien me sopla algunas ideas. Ya sé que es el subconsciente el que las elabora con viejas lecturas olvidadas, pero me permito pensar que el subconsciente -el silencio de la mente- es el estado más propicio para que nuestro espíritu se identifique con Dios Espíritu; aunque tengo que añadir aquello de “pero tampoco es eso”.
A l traducir el término griego pneuma en el Nuevo testamento a veces he dudado si escribirlo con mayúscula o con minúscula, porque no queda claro si se trata del Espíritu de Dios o del espíritu humano; quizá los autores sagrados tampoco tenían muy claro hasta dónde llegaba la acción de cada uno.
La Biblia
La Biblia es una antología de la experiencia religiosa del pueblo de Israel, con grandes momentos de profundidad mística; pro hay que tener en cuenta que los relatos más antiguos fueron reelaborados en el siglo VI ó V antes de Cristo, tras la vuelta del cautiverio de Babilonia, con el propósito de afianzar el nacionalismo del pueblo, basado en la alianza con Dios.
Sus escritos se dirigían a un pueblo analfabeto y tenían que presentar las ideas y las normas con ejemplos impactantes más o menos fabulados. Esto resulta inconcebible para nuestro sentido de la veracidad histórica, pero todavía durante mis años de seminario leíamos un libro del siglo XIX con frecuentes capítulos “donde se confirma lo dicho con algunos ejemplos” y nosotros añadíamos “con deliciosos e inverosímiles ejemplos”.
Los primeros cristianos heredaron el sentido de pueblo elegido -pueblo sagrado- y elaboraron el Nuevo Testamento con la misma intención de interpretar los acontecimientos desde la perspectiva salvífica de Dios más que desde una estricta cronología de los hechos.
Jesús también vivió condicionado por su propia cultura, y además su figura nos ha llegado tamizada por sus historiadores y discípulos. Él mismo se interpretó como el Mesías prometido, aunque no lo interpretó como el Rey triunfante que esperaba la mayoría sino como un Reinado (gobernanza) de Dios en igualdad y fraternidad compartida. Quizás en su fracaso en la cruz se sintió como el Siervo sufriente del salmo 21.
Ni la Biblia ni los evangelios son “palabra de Dios”. En el mejor de los casos, podemos considerarlos como “mensajes de Dios”, expresados en palabras humanas, y entremezclados con mensajes meramente humanos, y a veces “demasiado humanos”. Nuestra tarea es discernir lo que hay de mensaje divino y de mejor o peor mensaje circunstancial humano.
Jesús de Nazaret
El ejemplo de Jesús de Nazaret me (nos) revela los valores inscritos en toda conciencia humana; él percibió en su conciencia con la mayor nitidez cómo Dios amaba a los leprosos excluidos del templo, a la mujer adúltera, a la samaritana, a la cananea, al centurión del ejército invasor romano y al muchacho que le acompañaba.
En sus parábolas reconocemos el mensaje de Dios porque traduce con claridad el apagado rumor que escuchamos en nuestra conciencia. No pretendió demostrarnos nada, le bastó mostrase tal cual era para que sus discípulos, y nosotros, reconociéramos al Dios que llevamos dentro. Él confirmó la autenticidad de sus palabras, de su proyecto de reinado de fraternidad, con la entrega de su propia vida.
Sus parábolas sobre la Providencia del Padre parecen desentonar con la total autonomía de nuestro hombre occidental, pero yo no puedo dejar de ver su influencia -la atracción del Punto Omega – en los acontecimientos humanos. No se trata de una intervención despótica, sino de una insinuación perceptible para los que están a la escucha; una influencia semejante a la que tiene el ejemplo de los padres en el comportamiento de los hijos. Y en este sentido ya he mencionado también la teonomía de Lenaers y la identificación con nuestro espíritu.
Lucas acuñó la expresión “en espíritu” para designar la acción conjunta del hombre con Dios. Marcos dice que el Espíritu empujó a Jesús al desierto (Mc 1,12); Mateo suaviza este tosco antropomorfismo y dice que Jesús fue conducido por el Espíritu (Mt 4,1); Lucas parece destacar el protagonismo de Jesús al decir que “fue conducido en espíritu” (Lc 4,1), sin precisar si se trata del Espíritu de Dios o del propio (como Juan Bautista en Lc 1,80. Comparar también el logion sobre la asistencia del Espíritu ante los tribunales según Mc 13,11; Mt 10,20; Lc 12,12 y 21,15 ).
Más que desentonar, tengo que reconocer que me repugna -nos repugna- la idea de que Dios necesitó el sacrificio de su hijo como reparación por el pecado de Adán y por nuestros pecados. La idea del sacrificio ritual, del chivo expiatorio, del cordero pascual, nos viene de los sacrificios del Antiguo Testamento y fue reforzada por Pablo. Parece que procedía de una costumbre de los pueblos limítrofes, que disfrazaban como rey a un esclavo para que recayeran sobre él los maleficios destinados al verdadero rey.
La idea melodramática de que Cristo murió por mis pecados habrá logrado multitud de conversiones, ¡a costa de nuestra imagen del Padre!. Si queremos basarnos en una auténtica relación con Jesús y con el Padre tenemos que renunciar al sacrificio expiatorio. Jesús murió por nosotros o, mejor, para nosotros. Murió por proclamar un Reino -una gobernanza- de fraternidad, en la que todos -especialmente los excluidos- compartamos los bienes materiales.
La Teología de la salvación tiene que ser reemplazada por una Teología de la creación. Todo ser humano es “imagen y semejanza de Dios”, aunque esta imagen esté moldeada en endeble barro. Es esa imagen, ese amor generoso, lo que tenemos que recuperar. Todos, creyentes y no creyentes, llevamos dentro el germen del amor. Es esa brasa lo que tenemos que espabilar, y más con ejemplos que con amenazas. Con ejemplos como el de Jesús.
Hay otros muchos referentes, pero él es mi referente fundamental. En la penumbra de la noche, Jesús ilumina las tablas enmohecidas del puente de mi conciencia.
Gonzalo Haya
Fuente Fe Adulta
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