“Lecturas de la Navidad”, por Enrique Martínez Lozano.
Parece innegable que, en nuestro entorno sociocultural, y más allá de creencias religiosas, la fiesta de “Navidad” ha ocupado durante siglos (y aún sigue ocupando) un lugar privilegiado. Diferentes factores la convirtieron en una fecha popular e incluso entrañable, aunque no faltaran nunca sus detractores. Resortes psicológicos básicos, religiosidad sentida, escenas de la infancia cargadas de emoción, reuniones familiares, e incluso, cada vez más, intereses comerciales, lograron que esas fechas aparecieran revestidas de un atractivo especial, a tenor de las experiencias e incluso de las creencias de cada cual.
Sin embargo, acerca de la Navidad caben diferentes lecturas:
Lectura histórica:
La fiesta de Navidad se institucionalizó a partir del siglo IV; su reconocimiento oficial se produjo el año 354, por parte del papa Liberio. En su origen, en esa fecha se celebraba en Roma el “Dies Natalis Solis invicti”, el nacimiento del sol, siempre invicto, que acontecía cada año en el solsticio de invierno, justo cuando los días empiezan a alargar.
El cristianismo asumió la festividad pagana, datando en esa fecha el nacimiento de Jesús, considerado como el verdadero “Sol” por el que había llegado la luz a este mundo.
Sin embargo, este no fue un caso aislado, sino que algo similar había ocurrido en muchas mitologías: en Persia, Mitra, dios de la Luz; en Roma, Apolo; en Egipto, Horus; en las culturas germánicas y escandinavas, Frey, dios del sol naciente; entre los mexicas, antiguo pueblo precolombino, Huitzilopochtli, dios del sol… Tomando al sol como símbolo de lo divino, las diferentes culturas fijaron como fecha del nacimiento de sus respectivas divinidades el solsticio de invierno, cuando los días empiezan a alargarse, cuando el sol “vuelve a nacer”.
Lectura religiosa:
La lectura religiosa se basa en la creencia, es decir, en el dogma. Para el credo cristiano, en Navidad acontece el hecho central de la historia: Dios se hace hombre en la persona de Jesús de Nazaret.
Dicha lectura se apoya en los textos legendarios que aparecen en los evangelios de Mateo y de Lucas -no así en los de Marcos y Juan- y presenta el acontecimiento como la “buena noticia” por excelencia, que será presentada con estas palabras puestas en la boca del ángel: “No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador; el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.
Según esta lectura, Dios se hace hombre. No es difícil imaginar las “resonancias” que tal creencia habría de encontrar en los seres humanos, despertando o avivando sensaciones de seguridad, sentido, confianza…, acompañadas todas ellas de la imagen tierna e indefensa de un bebé recién nacido.
Ahora bien, junto con ello, la creencia religiosa ofrecía la base para su propia absolutización: si Dios se hace hombre en Jesús, esto significa que nos hallamos ante la única religión verdadera, aquella en la que Dios, no solo ha hablado, sino que ha sancionado de manera indubitable.
Lectura espiritual:
Más allá de la creencia y de los relatos legendarios que la sostienen, es muy fácil acceder a la verdad profunda -a veces inconsciente, incluso para los autores de esos mismos relatos- que late en ese “mapa” concreto.
Tal lectura es simple: lo humano es divino. Aquello a lo que los humanos se han referido con el término “Dios” -en sánscrito dev, cuyo significado es sencillamente “luz” o “luminosidad”– está “naciendo” constantemente en todo lo que percibimos a través de los sentidos.
Todo, empezando por lo más pequeño -un bebé en pañales acostado en un pesebre-, es manifestación de lo divino. Todo es Dios manifestado.
Más allá incluso de los términos que han vehiculado contenidos religiosos, la lectura espiritual de lo que se celebra en Navidad podría tal vez expresarse de este modo: La Realidad última, el Fondo único, Lo que es -inalcanzable para nuestros sentidos y nuestra mente- se está manifestando en todas las formas que aparecen ante nosotros. Y ese mismo Fondo constituye nuestra verdadera identidad.
Místicos sufíes gustaban decir que “lo único real es Dios; todo lo demás son “disfraces” en los que Dios se oculta”. Todo es Eso inefable -lo Real solo puede ser uno-; las formas no son sino “despliegues”, en una admirable no-dualidad. No existe Eso inefable más las formas que advertimos: todo es uno. Y nosotros mismos somos, al mismo tiempo, una forma vulnerable -nuestra personalidad tan frágil- y Eso que es plenitud. Comprenderlo es sabiduría, vivirlo es liberación.
Enrique Martínez Lozano
Boletín Semanal
Fuente Fe Adulta
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